-¿Y se puede saber para qué quieres un avión?
-Ya te lo he dicho -respondió Hans a Heinrich-. Otto quiere salir del país. Pero está atado en el laboratorio.
Hans localizó a Heinrich algo antes de que Otto terminara la cena ofrecida por Esther. Hablaban en una pequeña habitación del apartamento de Heinrich. Hans le pidió desatender por unos minutos a los tres individuos con los que se reunía en la sala, que más de estar, era el centro de celebración de numerosas asambleas y otras tantas conspiraciones. Uno de ellos, el de facciones más despiertas y alemán de nacimiento, colaboraba esporádicamente con algún que otro agente ruso pasándoles la información de la que disponía muy de vez en cuando; parecía que había tenido suerte, o quizá supo con quien tratar; lo cierto es que los tentáculos de la Gestapo no lo habían localizado como miembro de la Orquesta Roja, trabajaba por su cuenta. Los otros dos tenían aspecto y cuerpo de ser meros peones a las órdenes del cabecilla: eran completos negociantes de mercancías especiales. Aquella noche discutían la viabilidad y los beneficios que obtendrían de la ofensiva a una fábrica en donde, con grandes prensas, moldeaban unas planchas de las que emergían cascos para soldados y algunas piezas para ametralladoras y pistolas.
-No conozco a ese Otto -dijo Heinrich con indiferencia.
-Pero yo sí, confía en mí.
-Conseguir un avión no es tarea fácil. Y la cosa empeora al buscar un modelo tan específico para que tu amiguito salga de aquí hasta Inglaterra. Tendría que ser un bombardero o algo por el estilo. Un avión cualquiera no sirve a no ser que lo haga desde la costa -la cabeza de Heinrich, sin ningún pelo desde la coronilla hasta la frente impidiendo con periódicos rasurados que el resto creciera con suficiente longitud, se movía categóricamente-; hay cosas que podemos hacer. Pero lo siento, esto que me pides es demasiado- advirtió desviando la mirada a un lado evitando encontrar la de Hans. Éste, cuya sesera lucía revestida por completo por un liso y pardo cabello que le permitía moldear un peinado que hiciera juego con sus facciones cuadradas, se mostraba desesperado. En las últimos horas la relativa tranquilidad de la que disfrutaba se había trastocado correteando de un lado para otro sufriendo penurias, peleando con soldados, apaleando y robando a nazis de primera línea, rechazando a bellas prostitutas, negociando con ancianos que ganaban sus últimos billetes vendiendo armas robadas, visitando a enfermos moribundos, haciendo llorar a una mujer que no lo merecía, y ahora suplicando a este conspirador que se negaba por completo a prestarle un último favor.
-Podemos preguntarle a tus amigos -sugirió en aquella pequeña habitación en donde dentro de unas pequeñas cajas situadas en una esquina, se guardaban cuartillas en las que pretendían imprimir unos panfletos de propaganda antihitler.
-No sé por qué te empeñas. ¿Cómo crees que podemos conseguir un aparato de esas características? Yo me veo incapaz.
-En un hangar.
-¡Eso ya lo sé!
Heinrich se apoyó de brazos cruzados en la pared que había a la izquierda de la puerta, siendo todavía unos centímetros más alto que Hans. Se mantuvo pensativo mientras éste aprovechaba para buscar mentalmente otras alternativas.
-Demasiado difícil. Sería necesario planear la operación por lo menos una semana antes. Y es lo que estamos haciendo para intentar detener la producción de una fábrica.
-Podéis atacar un hangar, destruirlo si queréis. ¡Los aviones también cumplen una labor importante! Alguno cercano a la costa que cumpla con labores de vigilancia marítima sería el blanco perfecto.
Hans hablaba desde el centro de la pequeña habitación con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, que a su vez comenzaba a perder higiene, mirando a Heinrich con insistencia procurando persuadirlo y despertar en él algún tipo de pena, compasión, o remordimiento por los favores que, aunque no fueron numerosos, él también le había ultimado en varias ocasiones. Precisamente, uno de ellos estaba relacionado con las siete cajas que había en la esquina. Fueron varias decenas más las que ocultó en su apartamento durante más de diez días arriesgando el cuello esperando a que dos insidiosos, que aprovechaban su empleo como conductores de ambulancia para circular por Berlín con total rapidez e impunidad, las recogiera para trasladarlas a una vivienda clandestina desde donde se distribuirían a cada uno de los miembros del movimiento.
-Piénsalo. Destruir una flota de aviones alemanes también es motivo para sentirse repleto de orgullo. Serías colaborador directo para que información militar secreta salga de los dominios de Hitler. Imagínate de lo que sería capaz con un arma tan potente en sus manos -le dijo a Heinrich con un tono de voz forzadamente lastimoso-. ¡Nos sometería a todos!
Heinrich deambulaba con lentos pasos y expresión vacilante tanto como la helada habitación permitía en su distancia, con los brazos cruzados, cabizbajo, y acariciándose el mentón cuando no lo hacía por su lisa y redonda calavera. Entendía que para llevar a cabo tal operación era necesario reclutar al menos a una docena de hombres con marcado instinto homicida y otro tanto suicida, dispuestos a pelear con los soldados que guardaban el hangar; y eso costaba dinero, mucho dinero. Conseguir tales servicios no era una tarea tan factible como mandar a imprimir cientos de panfletos en contra de Hitler y repartirlos a los mismos de siempre, o incluso irrumpir una noche en la fábrica de componentes militares y colocar unos cuantos explosivos en las máquinas más significativas. Para ello, un vehículo veloz y dos o tres individuos medianamente sagaces e inteligentes era más que suficiente.
-Vamos a consultarlo. Salgamos -dijo pocos segundos después invitando a Hans a abandonar el cuarto con un meneo de cabeza.
Fueron hasta la sala principal. Allí los otros tres fumaban saturándola de un humo que comenzaba a ser incómodo para los ojos y las vías respiratorias, aunque al parecer, ellos se encontraban a gusto envueltos en tal hedionda espesura. Al frente, dos de ellos estaban sentados en sendos sillones, y el otro, en una baja silla de madera, lo hacía en la derecha.
-Podríais dejar de fumar un rato -prescribió el adusto Heinrich a los tres individuos.
Hans carraspeó y tosió moderada y voluntariamente procurando que el gesto se entendiera como natural. Los tres captaron la indirecta, y con un acto colmado de incomprensible modernidad y visión de futuro, apagaron sus cigarros al instante.
El alemán que colaboraba con los rusos, al que apodaron "El Enano" por sus escasos ciento cincuenta y dos centímetros de altura, cantidad a la que siempre sumaba dos o tres unidades cuando algún incauto le preguntaba casi atónito en su estupidez, cedió a Hans la silla en la que antes consumía cigarros a gran velocidad.
-Siéntate, camarada -le dijo.
Heinrich se colocó en el centro de la sala y tomó la palabra dirigiéndose a los tres malintencionados.
-Señores, este hombre tiene algo importante que proponernos. Parece ser que Hitler investiga la construcción de un arma utilizando materiales radiactivos -se dirigió a Enano que escuchaba en pie, junto a Hans, que dejó de mirarlo por el rabillo del ojo extrañado por la peculiaridad de su fisonomía cuando percibió que Heinrich se dirigía a él-. Se trata de un explosivo capaz de aniquilar tal cantidad de superficie, que ni él mismo es capaz de determinar su verdadero alcance.
Hans decidió hablar creyendo que Heinrich se percató del indiscreto e ingenuo examen visual al que sometió al hombre de corta estatura y figura insólita: manos y dedos cortos y anchos, cuello también escaso y grueso, pómulos excesivamente marcados, y cierta malformación en las piernas que disimulaba con el risible pantalón sobradamente holgado del traje negro.
-Así es. Están finalizando las investigaciones y según creen podrían arrasar Berlín con uno de esos artefactos.
El hombre corto de estatura movía la cabeza expresando cierta satisfacción. Los otros dos se rascaron la cabeza a la vez, quién sabe si coordinados por alguna extraña fuerza que también les hacía expresar su incertidumbre.
-Uno de los investigadores, que aquí nuestro amigo Hans conoce muy bien, trabaja en Berlín con esos llamémosles -hizo un paréntesis introspectivo-; ingredientes -señaló después por no tener pleno conocimiento del tipo de material al que Hans se refería-. Lo que nos propone es lo siguiente -movió la cabeza instigando a Hans que no dudó en continuar la exposición.
-Sé que estáis planificando el boicot a una fábrica metalúrgica, lo que es digno de admiración. Pero lo que os propongo hará mucho más daño a Hitler.
-¿De qué se trata? -preguntó uno de los que se rascó la sesera. El de barriga alarmantemente voluminosa y cuyos zapatos brillaban con escrupulosa testarudez por un intento estudiado de transmitir cierta posición.
-Me explico -dijo Hans-: este amigo mío se llama Otto. Probablemente reconozcáis su nombre. Es uno de los físicos más distinguidos que trabajan bajo la sombra de Hitler. Pero éste, según parece, lo mantiene con vida porque, parece ser, es la única persona capaz de llevar a cabo esas investigaciones. Lo que vengo a decir es que quiere salir de país con la información que ha conseguido en el laboratorio y entregársela a los ingleses.
-Y entonces nosotros entramos en acción -dijo Heinrich-. Al mismo tiempo que destruimos algún hangar cercano a la costa, hecho que todavía está sin precisar -matizó-, dejamos un avión sano para que el amigo de nuestro amigo Hans salga del país dirección a Inglaterra.
Hans se conmovió, lo mínimo, por el repentino cambio de parecer de Heinrich.
-¿Pero sabe pilotar? -indagó el hombre de la barriga voluminosa y calzado lustroso.
-No lo sé -respondió Hans dirigiéndose a aquel hombre que se hacía llamar "Rojo" en los círculos más íntimos, aunque afectuosamente lo solían llamar "Gordo"-. He de suponer que sí porque fue él quien me pidió conseguir un aparato volador, no un billete de tren.
-Ciertamente eso no nos incumbe -aclaró el hombre de corta estatura.
El otro de los conspiradores, el que se mantenía callado y observador, movía el pie derecho cuya misma pierna cruzaba sobre la otra, girando entre sus dedos un cigarrillo observando el intercambio de ideas de los demás. Decidió mantener la boca cerrada y esperar el momento adecuado para su intervención.
-La idea es buena -dijo Hans sintiendo como el residuo del humo se posaba en su garganta-; sería un golpe perfecto a Hitler, que de muy buena cuenta sé que pretende hacer bastante daño con los misiles balísticos -sólo Heinrich sabía a qué se dedicaba para complacer los deseos del Führer, pese a ello, ese momento no era el adecuado para explicar de qué posición gustaba hacer el amor ni de qué lado prefería coger el sueño por las noches.
-¿Qué me decís? -preguntó Heinrich-. ¿Nos interesa?
El hombre que mareaba el cigarro decidió opinar.
-¿Qué recibimos nosotros a cambio?
La expresión de Hans se transformó en confusión. No esperaba esa pregunta, ni tan siquiera había considerado algo semejante mientras viajaba a aquel lugar; aunque era completamente cierto que no sabía que esos tres iban a estar allí. Heinrich se mantuvo en silencio porque sabía que así eran las cosas: nada se hacía sin recibir por ello al menos un buen total de billetes americanos.
-No lo había pensado -contestó Hans.
El hombre de gran cintura se echó a reír aprovechando el de poca alzada aquel despiste para encender un cigarro.
-¡No me digas que vamos a trabajar gratis para tu amiguito! -exclamó entre risas insultantes el hombre de zapatos lustrosos cuyas mejillas se habían sonrojado por el esfuerzo.
Hans miró a Heinrich entendiendo en la expresión de éste que así eran los negocios. El concepto de la palabra favor era algo que había desaparecido de las mentes de aquellos negociantes que no habían movido un solo dedo en sus apasionantes vidas salvo para contar billetes, cargar armas, y llevarse el tenedor y el cigarro a la boca.
Enano dio una fuerte calada diciendo al instante:
-Sé cuál podrá ser la moneda de cambio.
Todos dirigieron sus miradas hacia él. Unos sabiendo lo que pretendían, y otros, precisamente Hans, no.
-Si tu amigo quiere salir del país es porque ama su vida -dijo de nuevo dando después otra calada. Hizo una pausa expulsando el humo lentamente por la nariz, manteniendo la expectación-. Me pagarán muy bien por esa información en la Unión Soviética.
-Pero…
Las palabras de Hans fueron interrumpidas por el hombre que antes daba vueltas al pito y ahora lo sostenía en su boca, apagado.
-Las cosas son así. Su vida por unos papeles que quizá no valgan nada -dijo confiriendo un rápido moviendo al corto y blanco cilindro que sujetaba fanáticamente con sus labios-. Tú decides.
En señal de naciente ansiedad, y mientras los ocho ojos se hundían en él sin dejar libre ni el más estrecho ángulo, Hans cogió aire en una breve y casi convulsiva inspiración. Luego de adivinar como los otros se deleitaban inmersos en su satisfacción con su cara de bobo, pretendió mirar a Heinrich buscando algo de ayuda aceptando al momento la parcial derrota entendiendo que sería imposible convencer a tan sólo uno de ellos para que actuara por el único placer de jeringar a Hitler sin recibir por ello un buen honorario. Sabía que necesitaba dinero mientras también imaginaba cómo propondría a Otto la situación: ¿Le sería indiferente viajar a la Unión Soviética en vez de a Inglaterra? No lo creía. Tenía unos vagos conceptos de inglés, pero el ruso… No sabía tan siquiera como sonaba su nombre. ¿Estaría dispuesto a ofrecer la información que muy a su pesar estaba recapitulando a un país distinto de Inglaterra sin recibir él también algún dinero extra y además huir sin ella dirección a otro país? ¿En verdad sabía pilotar un avión, o conocía a alguien que lo haría por él?, en ese caso ¿estaría apalabrando con otros y de esta manera construyendo un ente conspirativo de cierta envergadura? Especular sobre sus pretensiones no era otra cosa que perder el tiempo. La única opción factible consistía en exponerle las circunstancias y aprovechar su debilidad psicológica para convencerle, sin demasiados circunloquios, sobre que su vida valía más que cualquier explosivo de incierta descomunal potencia.
-Creo que estará de acuerdo -dijo sin más alternativas.
El hombre que sostenía con perceptible impaciencia el cigarro en sus labios, lo encendió triunfal diciendo después de dar una chupada profunda y mientras expulsaba el humo por la boca y la nariz:
-No te decepcionaremos. Sabemos cómo hacer este trabajo. Y lo vamos a hacer muy bien.
-Pero tienes que hablar con tu amigo -comentó el hombre de corta estatura-. ¿Cómo se llamaba?
-Otto- aclaró Heinrich con semblante serio, brazos cruzados y mirada lejana.
-¿Entonces así se hará? -preguntó Hans al hombre de zapatos negros y brillantes y voluminosa cintura que volvió a encender otro cigarro dando una fuerte succión que por su expresión pareció ser bastante grata. Hans comenzó a incomodarse. Se sentía como una porquería rodeado de aquellos conspiradores que lo estaban ahumando sin consideración ninguna; como al pez para conservarlo mejor, además de dotarlo de un sabroso y característico sabor antes de su consumo.
-No te precipites -dijo Gordo una vez se levantó teniéndose que apoyar en uno de los reposabrazos con listón de madera del escarlata sillón-. Vamos a formalizar este asunto como es debido -dijo con voz exigida por el esfuerzo. Abandonó la sala.
Hans, cansado, miró a Heinrich, que al instante inclinó la cabeza como aconsejándole que debía seguir los pasos que se estaban estableciendo. Mientras tanto los otros se recreaban chupada tras chupada. El que hablaba poco se entretenía en su sillón maravillándose con los incorpóreos anillos que formaba con el humo que en escuetas y sonadas contracciones del gañote expulsaba por el centro de su anular boca; Enano gustaba de dar breves pero decididos golpecitos al pitillo con su corto dedo corazón dejando que la ceniza se desplomara hasta el descuidado suelo. El del vientre de gran perímetro no tardó en volver sujetando unos papeles y una pluma. Cogió una de las dos sillas que había libres, la acercó a la mesa de madera que había apartada en una pared y se sentó con tal esfuerzo que pareció en ello le iba la vida. En un cenicero rebosante apagó el pitillo y empalmó otro dilapidando incluso más la escasa capacidad pulmonar que maltrataba sin compasión.
-Bien, vamos a hacer las cosas como es debido -dijo-. Cascabel, ven aquí -así llamaban al de los anillos humeantes que se levantó del sillón, y aprovechando su gran estatura, se acercó dando tres cortos pasos.
-Ya sabes lo que tienes que hacer -dijo de nuevo Gordo, entregándole la pluma y cambiando un folio de posición con la palma de la otra mano, la izquierda.
Cascabel comenzó a escribir en el folio, en pie. El hombre de gran estómago se volvió con dificultad sobre la silla dirigiéndose a Hans:
-No dudo que sabrás que en los negocios no es suficiente con la palabra. Vamos a firmar una especie de acuerdo donde tú te comprometes a cumplir con tu parte. ¿Queda claro? Es simple formalidad.
Enseguida Hans preguntó confundido por aquella formalidad.
-¿Un contrato?
-Sí, un contrato -sostuvo Enano con su voz aguda y penetrante-. Simple trámite, no tienes por qué preocuparte.
Hans acertó deduciendo que en aquel contrato Otto debía figurar como parte central y principal del negocio del que todavía no se había aclarado el más mínimo detalle.
-No he hablado con Otto. No sé cómo se lo va a tomar -dijo.
Heinrich se mantenía en silencio.
-¿Tú crees que le sentará mal formalizar el negocio? -preguntó Gordo después de dejar caer unos centímetros de ceniza en el repleto cenicero girándose en la silla tanto como su mantecoso vientre toleraba-. ¡Le estamos cubriendo las espaldas!
-¿Y en el caso de que se niegue? -sondeó Hans.
El sofocado rostro del hombre grueso habló con tono firme.
-Si dice que no -tosió profunda y ahogadamente en un par de ocasiones que fueron suficientes para captar la atención del auditorio. Cascabel debió dejar de escribir para propinarle unos sonoros golpes en la espalda. No se alarmó, estaba acostumbrado-; nos encargaremos -volvió a toser. La cara se enrojeció y los sanguinolentos ojos casi se salen de sus ámbitos-; de que cambie de opinión.
-No entiendo -dijo Hans pasmado por la templanza del resto.
-Con tu firma te comprometes a que Otto entregue esa documentación. Por supuesto antes de subir al avión y en la fecha acordada -volvió a decir el hombre de tos inquietante cuyas vías respiratorias parecían haberse obstruido por la poca energía con que sus palabras fluían.
Hans se arrugó la cara con las dos manos.
-No lo tengo claro, no puedo firmar por él.
Heinrich decidió apoyarlo.
-Espera Cascabel -dijo levantando la mano izquierda-. Puedes redactar el contrato, y tú -se dirigió a Hans-; si quieres puedes llevárselo a Otto. Que lo estudie con detenimiento y si es de su conformidad que lo firme. Y vosotros -ahora se dirigió a los otros dos-. ¿Estáis de acuerdo? Gordo, Enano, ¿qué decís?
Los dos se miraron esperando que el otro diera su consentimiento por ambos. El de gran vientre sacó un cigarrillo y contestó rascándose la cabeza pitillo en mano.
-También puede valer. No veo por qué no.
-¿Y tú, Enano? -preguntó Heinrich.
-¿Has terminado? -preguntó Enano a Cascabel que asemejándose a un arco doblado escribía silente y concentrado sobre la mesa.
-Espera. Una última cláusula -respondió mientras los otros observaban como movía la pluma con instruida rapidez sobre el folio que había garabateado casi por completo.
El hombre de vientre magno volvió a mostrarse impertinente encendiendo una vez más otro cigarrillo.
-Sí, ya he terminado -añadió Cascabel unos instantes después.
-Pues ahora, al final, pon que -el tipo de torneado abdomen hizo una pausa para intentar ventilarse. Hecho que provocó que un ligero pitido saliera de su garganta-. Hans se compromete a que -hizo otra pausa para coger aire.- Otto lea y firme el presente contrato.
-Simple formalidad. No te preocupes -dijo Enano dirigiéndose a Hans, que dijo:
-Eso no es necesario.
-¡No te preocupes, sólo atamos cabos! -comunicó el de ancha cintura, casi ahogado.
Hans suspiró indignado por el avasallamiento a que lo estaban sometiendo.
-Es necesario -dijo Heinrich-. Si nosotros movemos cielo y tierra para conseguirte el avión y luego Otto no aparece que, ¿nos subimos nosotros y visitamos a Churchill?
Hans sintió esas palabras como alta traición. Esperaba de Heinrich cierto apoyo, por mínimo que fuera. Con esa actitud demostraba que era como ellos: un comerciante ansioso por adquirir cualquier mercancía capaz de traicionar a cualquiera de su sangre por hacerse con algo por poco valor que tuviera.
-Por cierto, quiero que me aclares un tema -dijo Hans a Heinrich poco después, mientras Cascabel acercaba el contrato a Gordo que por lo visto, y sin mirarlo, parecía ser de su agrado, pues lo apartó de su vista con una mano tal vez alarmado por el irregular estado de su respiración.
-¿Qué tema?
-Algo que concierne a Joachim.
El rostro de Heinrich se transformó. Inmediatamente desvió la mirada buscando el papel que garabateó Cascabel.
-No hay nada que hablar sobre Joachim -dijeron Enano y su aguda palabra.
-Eso es, no hay nada que hablar sobre nadie -zanjó Cascabel, que por lo visto era más que el simple escribiente de la cuadrilla-. Firma aquí -dijo indicando a Hans el lugar con la punta de la pluma.
-¿Vosotros no firmáis? -preguntó Hans.
-Después de ti -aclaró Cascabel-. Te cedemos el honor.
Hans no sabía qué ocurriría después de garabatear en la cuadrícula que Cascabel le indicaba. Decidió firmar depositando después la pluma sobre la mesa.
-Como notario, yo firmaré primero -dijo Cascabel. Con la pluma dibujó una cruz uniendo después los dos extremos del sur y del este con una curva enlazada en su centro -Gordo- dijo.
El hombre de vientre grueso y cara morada cogió la pluma y dibujó una especie de espiral que giraba hacia la izquierda finalizando la obra con un punto en el centro-. Enano -Éste hizo lo propio sellando aquel contrato con una rúbrica que mostraba la imagen especular de dos cuatros que al final rodeó con un círculo. Heinrich no firmó pero tomó la palabra. Se dirigió a Hans.
-Tienes un día para que Otto lea el papel y firme en la casilla que le corresponde. Te esperaremos aquí. Mañana por la noche, si no apareces con el papel y a esta hora, entenderemos que renuncias a nuestros servicios ¿queda claro?
El hombre de zapatos radiantes desapareció de la habitación bajándose la bragueta entre expectoraciones apocalípticas. Por su parte todo el trabajo ya estaba hecho.
Hans no tenía alternativa.
-¿Mañana por la noche? -preguntó a Heinrich.
El de manos y dedos breves contestó.
-Sí, mañana. Es tiempo suficiente -dijo doblando el papel y entregándoselo-. Espero que entiendas que no es necesario que nosotros guardemos una copia. Confiamos en ti y en tu amigo.
-Dame -le dijo-. Procuraré encontrarlo. En caso de que yo no esté aquí mañana por la noche…
-Sí, sí. Entendemos perfectamente. No te preocupes -dijo Cascabel moviendo airadamente las manos a la altura del pecho.
Con aquellas últimas palabras, Hans había tenido suficiente tiempo como para aborrecer a aquellos individuos. Por otro lado no tenía alternativa si quería conseguir el avión que tanto deseaba Otto. Antes de salir por la puerta, sin despedirse de nadie salvo de Heinrich procurando no provocar su antipatía por si volvía con el papel firmado, el de corta estatura volvió a recordarle, procurando que su voz sobresaliera entre las toses ahogadas del hombre de anatomía dilatada que regresaba de haber desaguado parte su descomunal andorga, que el pago por los servicios eran los papeles sobre las investigaciones del explosivo.
Referencias:
El emblema. De Juan A. Piñera
Para más información:
Juan