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Las barcas de la noche (cuento)


  1. Introducción
  2. "Beyond the sea"

Relaciones entre el mar,

el diablo, el miedo y los Barcos Fantasmas

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Introducción

Cuando el mundo se tambalea y las transformaciones toman el nombre de crisis, ellos aparecen escabulléndose entre la niebla, removiendo la superficie del mar. Alimentando el sentimiento más básico y profundo de todos los seres vivos: el miedo.

Exhibiendo, o no, antiguos mascarones, sus proas desatan la subversión y los esquemas cosmovisionales que nos permiten comprender el mundo estallan en mil pedazos arrasados por relatos imposibles, que son los que engrosan el imaginario desde hace siglos.

Es que detrás de toda historia de "barcos fantasmas" se asoma no sólo el temor a la muerte sino, lo que es peor, al regreso de los muertos. Un regreso que nunca es aséptico ni inocente, ya que viene acompañado, como en toda historia de "aparecidos", por sórdidos reclamos de promesas incumplidas, venganzas, actos que atentan contra la moral dominante o tareas inconclusas.

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Siempre denuncian algo. Enmascaran los valores violentados de una época, los de una determinada clase social (que es la que los difunde), incluso de una profesión u oficio. En el fondo las historias de "barcos fantasmas" no son más de fábulas moralizantes que, a gritos, piden por el retorno a esquemas conservadores y tradicionales, considerados inmutables y fijos tanto por la ortodoxia científica como religiosa.

Verdaderos herejes en un mundo conceptualizado como amenazante y sometido al embate de escándalos éticos que lo deshumanizan, las barcos fantasmas vagan sin un rumbo fijo. Alienados. Sin un destino claro. Y, como todo viajero, arrastrando sospecha, suspicacia y desconfianza.

FJSR

Buenos Aires

Octubre de 2013

"Beyond the sea"

Ya sea como metáforas, protagonistas de un relato de terror o meros objetos arrumbados en puertos y playas, los llamados "barcos fantasmas" atraviesan nuestro imaginario adoptando variados significados según las épocas, metiéndonos miedo y advirtiendo sobre promesas incumplidas, venganzas pendientes o maldiciones aún por concretarse.

Sin importar el tiempo ni el lugar, estas emblemáticas "barcas de la noche" acompañan al ser humano desde que éste se asomó por primera vez al mar.

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Los océanos siempre despertaron temor e inquietud.

Por tamaño, bravura o desconocimiento, fueron (y siguen siendo) una fuente inagotable de terrores.

Indomesticados, son los responsables en gran parte de las lúgubres y fantásticas historias que por ellos se hacen circular. Es que los océanos no están hechos de átomos, sino de leyendas. Son una construcción cultural, histórica y por ende variable a lo largo del tiempo. De seguro los marineros minoicos, fenicios o romanos se pararon ante ellos con una predisposición y actitud muy distintas a la nuestra. Veían otra cosa. Sentían otras cosas. Los interpretaban de un modo diferente. Sus cosmovisiones teocéntricas les daban personalidad y los convertían en elementos manipulados por dioses. Por eso, y a pesar de la distancia que nos separan de esos pueblos, es nuestra condición de "animales terrestres" la que nos convierte en seres indefensos cuando nos adentramos en sus aguas (por más tecnología que usemos para sentirnos seguros).

De ahí la enorme cantidad de rituales que los hombres de mar desarrollaron para controlarlos mágicamente. Las cábalas y el mar van de la mano. Cualquier método, por irracional que nos parezca, es útil a la hora de enfrentarlos. Es que a los mares del mundo hemos proyectado nuestros fantasías y temores. Bastaría con retrotraernos a los antiguos portulanos (cartas marinas) para advertir cómo aquellos timoratos geógrafos los poblaron de razas monstruosas, islas míticas y animales maravillosos, convirtiendo la angustia ante lo desconocido en medos concretos, con el solo objeto de ejercer algún tipo de control sobre ellos.

La tradición cristiana también contribuyó en este proceso, localizando en los mapas aquellos parajes bíblicos nombrados en los textos sagrados y atribuyéndole al mar ciertas cualidades morales, en cuyo escenario se elucubraron sucesos imposibles: los milagros. En el fondo todo se reduciría a una fábula moralizante y los "barcos fantasmas" no estuvieron exentos de todo ello, incluso hasta el día de hoy.

El mar y las naves condenadas constituyen una dupla inseparable. El uno complementa al otro. Se retroalimentan. Van juntos. Si alguno de ellos falta, el misterio (esencial en cualquier relato de este tipo) se desvanece, perdiendo así el espíritu romántico que los caracteriza al entreverar abandono, muerte e inmensidad.

Convengamos que los "barcos fantasmas" de los ríos no son tan efectivos.

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Como sentenció el historiador francés Jean Delumeau, "El océano es por excelencia el lugar del miedo", especialmente durante el medioevo y los comienzos del Renacimiento. Ya lo decía Miguel de Cervantes en el Quijote, cuando ponía en boca de Sancho Panza una frase reveladora que sintetiza lo que estamos hablando: "Quien quiere aprender a rezar debe hacerse a la mar".

Encomendarse a los santos, a Dios, es el primer paso que debe dar cualquier marinero precavido, puesto que de los océanos llegan no sólo especias, noticias y tesoros, sino también castigos y maldiciones. Pestes, como la que transportaron los barcos italianos desde el Mar Negro en 1348, dando inicio a la catástrofe sanitaria y demográfica más terrible que sufriera Europa en toda su larga historia: la peste bubónica.

También en buques arribaron las invasiones. Normandos, sarracenos y piratas de distinto origen arrasaron puertos y villas, acarreando dolor, muerte y pestilencias.

¿Cómo no mirar al mar con suspicacia?

¿Cómo no poblarlo de demonios y seres ligados al mal?

¿Qué decir del Demeter, la goleta que condujo a Inglaterra al conde más infame de la ficción? Porque Drácula, según Bram Stoker, llegó en un barco fantasma. Una nave vacía. Vencida. Sin tripulación a bordo. Un barco al garete que tras una descomunal tormenta encalla en la playa tripulado únicamente por un lobo gigantesco. Un licántropo. Un pérfido miembro de la nobleza boyarda devenido en bestia, dispuesto a esparcir su enfermedad por todo el corazón del imperio británico.[1]

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El mar siempre fue visto como peligroso, tanto física como moralmente.

En él todo se pudría: el agua potable, la comida y, llegado el caso, el alma misma de la tripulación. Su extensión parece infinita, como los males que acarreaba. De allí que el Diablo se haya posesionado de él en decenas de leyendas e historias contadas alrededor a una botella de ron. Y sorprende observar que, a pesar de los siglos transcurridos, la mayor parte de las películas que giran en torno a estos "barcos errantes y condenados" sigan teniendo al demonio como principal protagonista, muy especialmente en ciertas partes del mundo, en donde pareciera que Satán actúa sin control de ningún tipo (véase por ejemplo el caso del ya legendario Triángulo de las Bermudas o Triángulo del Diablo).

No hay barcos fantasmas inocuos. Siempre detrás de ellos se agazapa el mal. Las maldiciones. Lo sobrenatural conquista los océanos y, en muchos casos, el vector que lo transmite en un buque espeluznante. De mástiles rotos y velamen deshilachado

Las barcas de la noche comparten con los vagabundos el rechazo, el miedo y la sospecha que todos sienten por ellos.

Errantes, no afincados a ningún sitio, encarnar un universo anti-conservador. Móvil. Inseguro. Un cosmos en el que los valores más firmes se trastocan y el pecado se fortalece, condenándolos a simbolizar siempre aspectos turbios y oscuros.

Las innumerables historias de barcos tripulados por espíritus en pena y demonios, o buques "recaudadores de almas" en medio del mar, han sido una constante tanto en la literatura como en el cine de los últimos cien años.

Navegantes eternos, encadenados a un tiempo sin tiempo. A una historia son fin. Llevando el horror. Amenazando a nuevas víctimas. Castigando la codicia, los pactos violentados y sorprendiendo a los esquemas racionales con los que se pretende entender el mundo. Así, los "barcos fantasmas" invaden el imaginario condicionados por miedos previos y los prejuicios creados en torno al mar.

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También los naufragios fueron (y son) el caldo de cultivo de variadas leyendas y rumores. Cuando un barco desaparece en el océano, dicen que las almas de los muertos que se hunden con él no tienen descanso y siguen navegando en buques etéreos, aunque de apariencia concreta y material.

Nada hay más sorprendente que las descripciones evocadas tras "observar" el velamen roído de un barco que se creía desaparecido. O la inmensa estructura degradada de un carguero o transatlántico descascarado por el óxido, flotando a la deriva, sin tripulantes ni pasajeros, desconociendo el motivo que los dejó en esa situación por demás extraña.

Misterios flotantes.

Mega-construcciones sin destino fijo, ni respuestas claras.

Enigmas enorme que atraen justamente por eso: por ser enigmáticos. Aún cuando los rumores les concedan una supuesta historia y las hipótesis se acumulen llevándonos a nuevas preguntas, también sin respuestas.

Quizás por eso los barcos fantasmas representan en la imaginación morbosa de occidente la gran duda respecto de lo que pueda pasar más allá de esta única e intransferible vida que tenemos.

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Mientras que en los relatos moralizadores de la ficción los barcos fantasmas no dejar de surcar los mares y océanos hay otros barcos condenados que no suelen deambular, pero que despiertan el mismo temor que los primeros. Aún más: son imposibles de soslayar pues exteriorizan maldiciones que parecen ya cumplidas, sin la necesidad de recurrir o experimentar ningún suceso sobrenatural o extraño.

Nos referimos, claro está, a los barcos abandonados. O a lo que queda de ellos en puertos y playas.

Estériles fantasmas de una agonía siempre en proceso. Pudridero de historias pasadas, que ya casi nadie recuerda. Esqueletos mustios de naves otrora orgullosas, y que ahora dejan pasar el tiempo devoradas por bacterias y hongos, saqueadores y tormentas, que las desguazan sin que nadie pueda hacer nada.

La cuota de romanticismo que estos barcos olvidados representan es similar a la que destilan las enormes mansiones abandonadas. Como ellas, las naves interdictas esconden historias de valentía y optimismo, derrotados por la desidia, intereses espurios o la mera estupidez humana.

Pocas cosas abandonadas llaman tanto la atención como un barco.

Inclinados, sobre tierra firme, o encallados cerca de las costas, son la prueba más evidente de la desnaturalización que los objetos sufren cuando se los deja de cuidar.

Sin funciones, más que la de ir desapareciendo de a poco, anuncian el destino ineluctable de todo y de todos. Son la materialización visible de la impermanencia. De la nostalgiosa mirada a un pasado glorioso. El fin de todos los bríos. Un anuncio de caducidad y el alerta máximo al Karpe Diem.

Estos barcos desechados también despiertan miedo. También a ellos quedan asociadas historias increíbles. Son los depositarios de otros fantasmas. No tan activos como los de las leyendas, pero si igualmente efectivos a la hora de disparar la imaginación.

Imposible no maravillarse ante el sencillo mensaje que nos dejan.

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Autor:

Fernando Jorge Soto Roland(

 

[1] Mar del Plata (Argentina), invierno de 1992. Una tormenta de grandes proporciones azotó la ciudad balnearia más famosa del país. En el puerto, un carguero, el Marcelina de Ciriza, anclado e interdicto desde hacía una década, corta sus amarras y se lanza al mar sin nadie a bordo. Recorre una distancia de kilómetros, saliendo misteriosamente del encorsetado puerto argentino, y termina encallando en un banco de arena frente a la costa, a la altura de la avenida Constitución. Desde la rambla que bordea el mar, la gente oye un aullido lastimero. Un perro. Y está en la cubierta del “barco fantasma” (que es como empezó a llamárselo desde entonces). Aquel suceso impactó la sensibilidad marplatense y la imaginación de muchos tomó forma de buque. No faltaron los que recordaron al Demeter. Sólo que en este caso no fue un lobo el que bajó de la cubierta.