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Permitirnos ser feliz (página 2)


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No dudo de que este listado está incompleto y que las atrocidades que algunos adultos son capaces de generar en los niños no tienen límites; sin embargo, esta muestra basta para decir lo que hoy nos interesa.

Normalmente el niño – y, más tarde, el adulto- necesita agradar, sentirse querido, aprobado, reconocido y valorado. Estos mandatos, en interacción con los acontecimientos particulares de cada historia y de cada vínculo familiar, determinan que el niño abandone su infancia con una clara idea de lo que se espera de él. Y lo confirma de nuevo cuando recibe directamente de nuevo de sus padres la máxima aceptación si se impone a sí mismo las restricciones que se le enseñaron (Bucay, 2009).

Sometidos por nuestra educación a lo que se nos está permitido y a lo que se nos llevó a pensar, construimos un programa para nuestra vida, un argumento, un guion y, sobre todo, una determinada forma de interpretar el mundo a nuestro alrededor, acorde a lo que se debe y a lo que no se debe.

Tarde o temprano, nos damos cuenta de que la vida es un riesgo y que, encerrados en la segura cárcel de nuestros mandatos, terminaremos apagándonos como la llama de una cerilla. La gran llave de una buena calidad de vida es darnos cuenta de todas esas absurdas prohibiciones que arrastramos desde hace tantos años, concedernos el derecho de cuestionar esas pautas y, si es nuestro deseo, darnos todos los permisos que nuestro cuerpo, alma y espíritu nos demanden. Concedernos el permiso de vivir con intensidad y compromiso cada minuto de nuestra vida (Bucay, 2009).

Y, en todo caso, romper con el guión que estaba determinado por los mandatos y reemplazarlos por proyectos realmente propios que estén en línea con los propios gustos y apetencias de nuestro aquí u ahora.

Creo que el gran trabajo en el que todos deberíamos colaborar es en el contribuir – ya sea como padres, maestros, jefes, dirigentes o vecinos- a que cada persona, niño, adulto o anciano se conceda, cada vez más conscientemente los permisos que le son indispensables para vivir la vida que desea.

Jorge Bucay una ocasión escribió un poema que en lo personal me ha parecido interesante pues está llenos de cosas "encontradas, descubiertas y aprendidas que hoy comparto contigo en el deseo de que la vida te haya enseñado ya estas cosas que le decía a mi hija, con emoción, hace casi veinte años…" (Bucay, 2009).

Antes de morir, hija mía,

Quisiera estar seguro de haberte enseñado…

A disfrutar del amor

A enfrentar tus miedos y confiar en tu fuerza

A entusiasmarte con la vida

A pedir ayuda cuando la necesites

A decir o callar según tu conveniencia

A ser amiga de ti misma

A no tenerle miedo al ridículo

A darte cuenta de lo mucho que mereces ser querida

A tomar tus propias decisiones

A quedarte con el crédito con tus logros

A superar la adicción a la aprobación de los demás

A no hacerte cargo de las responsabilidades de otros

A ser consciente de tus sentimientos y actuar en consecuencia

A dar porque quieres y nunca porque estés obligada a hacerlo

Antes de morir, hija mía,

Quisiera estar seguro de haberte enseñado…

A exigir que se te pague adecuadamente por tu trabajo

A aceptar tus limitaciones y vulnerabilidades sin enojo

A no imponer tu criterio ni permitir que te impongan el de otros

A decir que si sólo cuando quieras y decir no sin culpa

A tomar más riesgos

A aceptar el cambio y revisar tus creencias

A tratar y exigir ser tratado con respeto

A llenar primero tu copa y después, la de los demás

A planear para el futuro sin intentar vivir en función de él

Antes de morir, hija mía,

Quisiera estar seguro de haberte enseñado…

A valorar tu intuición

A celebrar las diferencias entre los sexos

A hacer de la comprensión y el perdón, tus prioridades

A aceptarte así como eres

A crecer aprendiendo de los desencuentros y de los fracasos

A no avergonzarte de andar riendo a carcajadas por la calle sin ninguna razón

A darte todos los permisos sin otra restricción que la de no dañar a otro ni a ti misma.

Pero sobre todo, hija mía, porque te amo más que a nadie,

Quisiera estar seguro de haberte enseñado…

A no idolatrar a nadie… y a mí, que soy tu padre, menos que a nadie."

Permitirse a la felicidad

Aunque a veces la vida duela, lo mejor es vivirla con intensidad. Pasar de puntillas sólo nos conduce a una existencia gris; nos ahorramos los grandes altibajos, si, pero también nos perdemos las grandes alegrías. Tampoco la actividad frenética para evadir el encuentro con uno mismo es una solución. Sólo entregarnos con amor y confianza a la pasión de vivir nos hace más felices y sabios (Guix, 2009).

Aparentemente es una obviedad darnos permiso para vivir. Por el simple hecho de respirar se sobrentiende que vivimos, pero tal vez las cosas se vean diferentes si discernimos entre vivir y existir. Para muchas personas, la vida consiste simplemente en ir tirando, en sobrevivir, en salir lo más airosos posibles de los avatares del día a día. Existen, pero no viven (Guix, 2009).

A estas alturas ya no es extraño hablar sobre la realidad virtual. Cada vez más personas viven instaladas en mundos cibernéticos, jugando a construir segundas vidas y recreando identidades protegidas por el anonimato y la falta de compromiso relacional. Viven experiencias virtuales a costa de evitar las vitales. No tienen vidas sentidas sino recreadas.

Hay quienes dicen que es mejor evitar que conquistar. Tienen tanto miedo que sólo viven para controlar. Prefieren lo menos malo a lo mejor. Vivir es para ellos un peligro incesante y, por eso, tienden a encerrarse en burbujas de seguridad, en rutinas compulsivas, en personas de quienes depender. Sus vidas no son sentidas sino evitadas.

También existen aquellas personas que se escudan en la mente. Pueden hablar de todo aunque experimentan poco. Se pierden en los porqués sin darse cuenta de lo que está ocurriendo más allá de sus narices. Se centran en la razón y se bloquean ante la emoción. Analizan tanto que la verdad siempre los encuentra distraídos. No disponen de vidas sentidas sino pensadas.

Después, están las personas que nunca disponen de tiempo porque siempre tienen demasiado por hacer. Lo tienen todo bajo control. Excepto lo que es realmente importante. Les faltan horas porque temen el silencio de un minuto desocupado. De hecho, lo llenan todo porque siempre andan vacios. No tienen vidas sentidas sino programadas (Guix, 2009).

El ser humano transita, a lo largo de su existencia, entre dos grandes aguas: el amor y el miedo. Incluso se me ocurre pensar que son como las caras de la misma moneda en la vida. Seguramente, una de las decisiones más importantes que afrontamos ante el reto de vivir es si queremos hacerlo desde el miedo o del amor. Y, en este punto, no se puede plantear un acomodado equilibrio. Nos instalamos en una dimensión o en la otra, en la confianza o en la desconfianza, a sabiendas de que el contraste va a ser permanente (Guix, 2009).

Dice el escritor Arnaud Desjardins: "no sean la víctimas, sino el discípulo de las situaciones" Toda una invitación a no pasar por esta vida como meros espectadores o como sufridores de las circunstancias que nos rodean sino a comprometernos a fondo con la experiencia. Es la vida sentida, en la que damos valor en los acontecimientos y acometemos lo que nos ocurre con valor. La vida sentida es, así pues, el permiso que nos concedemos para entregarnos incondicionalmente a vivir.

Uno no vive separado de la vida, por mucho que la analice u observe a distancia. El brahmán indio Jiddu Krishnamurti solía decir que el observador es lo observado. Formamos parte de un todo y estamos interrelacionados, incluso con aquello que aparenta no tener nada que ver con nosotros. Por ello, a menudo llegan a nuestra vida casos, cosas y personas que nos plantean elecciones. Y con cada elección nos expresamos (Guix, 2009).

Como sostiene el carismático orador y autor australiano de libros de autoayuda Matthew Kelly, todo es elección, lo que esconde un gran secreto: el poder que tenemos, a menudo desaprovechado, para ser nosotros mismos y vivir como deseamos. Es una dura lección, porque nos hace dar cuenta de que hemos elegido la vida que estamos viviendo en este mismo momento. Es por ello por lo que permitirnos vivir pasa por otorgarnos el permiso de escoger ser los creadores de nuestra propia realidad (Guix, 2009).

Asimismo, permitirse vivir es tener conciencia del propio cuerpo, de los propios sentidos y de las emociones, las intuiciones, la voz interior… Muchas personas tienen dificultades para estar conectadas consigo mismas. Sólo se dan permiso para vivir emociones intensas que las hagan vibrar. En cambio, se acorazan contra la pena, el dolor o cualquier tipo de sufrimiento. Temen tanto pasarlo mal que prefieren tapar sus duras realidades con adiciones, mecanismos de defensa o múltiples tareas que les eviten el encuentro con ellas mismas. Por el contrario, las personas vivimos cuando nos damos permiso para sentir lo que sentimos, para apadrinar nuestros sentimientos, para dejar que se exprese nuestro mundo interior.

Permitirse vivir es aceptar la forma en que la vida se expresa ante nosotros. Los estoicos tenían, en este sentido, una visión muy clara de la existencia: se entregaban incondicionalmente a lo inevitable. No se resistían a la realidad que encontraban sino que la aceptaban plenamente, lejos de cualquier semejanza con la resignación o el pasotismo. El maestro Seneca solía decir "la sabiduría radica en saber distinguir correctamente allá donde podemos modelar la realidad para ajustarla a nuestros deseos de allá donde debemos aceptar, con tranquilidad, lo inevitable".

Si nos fijamos, la resistencia a aceptar las cosas tal y como vienen consigue el efecto contrario; es decir, la persistencia. Todo a lo que nos resistimos persiste; lo que aceptamos se transforma. Curiosamente, detrás de muchos conflictos de pareja se esconde precisamente la falta de aceptación del otro o de una situación. ¿Cómo puede haber cambio si no existe una aceptación? Permitirse vivir implica, de la misma manera, no convertir todas las situaciones de la vida en un problema (Guix, 2009).

Veamos un ejemplo que seguro que nos suena: pasamos por un mal momento, tal vez en el trabajo o en una relación. La situación es de estancamiento. Seguramente no es agradable, pero tampoco problemática. En lugar de aceptar o transformar la situación, nuestra mente empieza a realizar su juego: "si en lugar de estar ahí, trabajaras en otra empresa, o tuvieras otra relación, seguro que serías más feliz, más libre, podría realizarme mucho más…" aquello que era una situación desagradable se acabo convirtiendo en un problema, porque ahora hay que cruzar la orilla entre una realidad y otra construida por nosotros.

Entonces nos empezamos a agobiar, nos ataca el pánico y damos algún paso inseguro. Sin embargo, ya que la situación se ha convertido en un problema, debemos solucionarla. Nadie nos pedía que cambiásemos, excepto nosotros mismos. No era necesario cruzar a la otra orilla si no sabíamos nadar ni teníamos una buena barca para hacerlo. La mente nos ha hecho una jugada.

Darse permiso para vivir entraña también pasar por múltiples situaciones que no siempre son placenteras, pero a las que tampoco es necesario otorgar mayor gravedad de la que tienen. Otro aspecto importante de permitirse vivir es ir al fondo de nuestra propia existencia: no conformarse solamente con cuatro principios éticos sino acercarse a la capacidad que tenemos de trascender. Hoy que tanto se habla de la nueva espiritualidad, se abre entre nosotros un mundo interior que nos lleva directamente a la experiencia que parecía reservada solamente a los místicos. Cada vez más personas alejadas de cualquier confesión religiosa logran estados de unidad y de amor absoluto que le cambia la vida.

La dimensión espiritual no es un mundo aparte del ser humano. No es sólo un conjunto de prácticas o la adscripción a una doctrina, o algo reservado para las fiestas de guardar o unos minutos de rezo o meditaciones. La dimensión espiritual constituye la columna vertebral que sostiene las experiencias de una persona; es lo que le da sentido y la trasciende.

La experiencia humana que hace posible que demos un paso más allá es, sin duda, el amor. Permitirse vivir consiste, finalmente, en dejar que sea el amor quien transpire por toda nuestra piel, ya que ninguna otra dimensión de la vida es tan poderosa. Decía que las elecciones que hacemos en la vida constituyen nuestra realidad. Ojalá podamos darnos permiso para vivir en el amor, la naturaleza auténtica de lo que somos, el impulso de vida que nos hace existir.

Permitirse al amor

A menudo confundimos el amor auténtico, aquel que nos permite ser libres y aceptar al otro tal y como es, con el amor romántico o emocional, un querer idealizado que suele crear dependencia y sufrimiento. En cambio, el amor auténtico sólo nos enriquece (Subirana, 2009).

La mente y el corazón son nuestros receptáculos sagrados; albergan la creación de pensamientos y sentimientos. Cuando estos pensamientos y sentimientos se gestan desde la autenticidad del ser, la fuerza interna se trasmite a todos nuestros actos y relaciones. Si, por el contrario, las influencias del entorno, de los demás y de nuestros hábitos negativos entran en la mente y en el corazón, nuestros pensamientos se vician y generan sentimientos de rencor. Malestar, dolor y rechazo, de manera que nuestro amor queda ensombrecido.

Permitirse el amor es permitirse la energía más poderosa del universo, una energía transformadora y sanadora que cohesiona y une. Cuando nuestro corazón se ha sentido herido, manipulado, engañado o atrapado, el amor deja de fluir libremente. Queda sumido en la negatividad; se vuelve cínico, desconfiado y vive con una actitud defensiva. Deja de realizar sus sueños tornándose gris.

El corazón emocional experimenta un vaivén constante de emociones, que van de la pasión al desencanto, del calor al frío. Se acalla la razón y la inteligencia. Necesita protección y estímulos externos. Es un corazón rojo que se enciende como el fuego, y que al acercarnos puede quemar (Subirana, 2009).

El corazón romántico, el rosa, sueña con la pareja perfecta, que supuestamente satisfará todas sus necesidades. El que posee un corazón de este tipo cambia de relaciones a menudo, ya que sus expectativas nunca se cumplen, y sufre continuamente.

Para vivir el amor en libertad hemos de reencontrar el corazón de ángel que todos tenemos, el corazón de luz, el que está unido al alma. Se trata de un corazón tan profundo que no se altera. El cuerpo cambia, la inteligencia varía y la fuerza se debilita, pero los sentimientos puros permanecen (Subirana, 2009).

Para pasar de un corazón gris, rojo o rosa aun corazón de luz hemos de vivir en la verdad del amor y no en sus mitos. El primero de estos falsos mitos defiende que el amor viene de fuera, cuando en realidad brota de dentro, fluye cuando lo compartimos. La segunda creencia errónea sostiene que precisamos obtener amor, cuando en realidad, lo que necesitamos es darlo. El tercer mito asocia al amor al apego y a la dependencia, lo que nos conduce a la preocupación y a la dependencia. En el verdadero amor nos sentimos libres y aceptamos al otro tal y como es. No nos preocupamos sino que nos ocupamos y confiamos.

Aprender el "arte de amar", de ser libres y de dejar ser. El amor puro es incondicional, sanador, fluye libremente y nunca hiere. Para alcanzar ese estado en una relación se requiere una gran "sabiduría". La mayoría de las personas se aman y se atan. Cuando se pierde la libertad, la felicidad se aleja y sobreviene el malestar.

El conocimiento de nosotros mismos facilita el proceso de abandonar el miedo y abrirse a una forma de amar más rica, tolerante y relajada. El amor emocional puede transformarse en verdadero amor a medida que el fuego inicial de las emociones se enfría y se sustituye por una percepción más sabia y madura. El verdadero amor necesita una atmósfera renovadora, sin temores.

Para liberarnos de la tendencia a depender de los demás, debemos tener un corazón fuerte, capaz de renunciar al egoísmo; un corazón que no tenga nada que esconder y que, por consiguiente, deje la mente libre y sin ningún temor; un corazón que este siempre dispuesto a aceptar nueva información y a cambiar de opinión, que no se aferre a creencias cerradas, a datos obsoletos (Subirana, 2009).

Cuando la mente está preocupada y el corazón cerrado, no podemos incorporar nuevas ideas, oportunidades ni personas a nuestras vidas. Es importante aprender a soltar el pasado, perdonar y olvidar, para vivir en cada momento la plenitud de nuestro corazón de luz, un corazón en el que afloran los buenos sentimientos. Cultivando los verdaderos valores –la paz, la serenidad, el amor, la libertad y la solidaridad– , superaremos las carencias y nos sentiremos más fuertes.

Conclusión

Para lograr concedernos la capacidad de ser felices necesitamos construir proyectos "realmente propios" en concordancia con nuestros gustos y apetencias de nuestra realidad presente sin ser guiados por "el miedo", sino por otra parte, que sea "el amor" la cara de la vida que adoptemos.

Bibliografía

  • BUCAY, Jorge. 2009. Concederse permiso. Mente Sana, No 40, España.2009.

  • GUIX, Xavier. 2009. Darse permiso para ser feliz. Mente Sana, No 40, España.2009.

  • SUBIRANA, Miriam. 2009. Abrirse al amor. Mente Sana, No 40, España.2009.

 

 

 

 

 

 

 

Autor:

José Luis Villagrana Zúñiga

Datos del autor.

José Luis Villagrana Zúñiga.

Licenciado y Maestrante por la Unidad Académica de Economía, Universidad Autónoma de Zacatecas, México.

Zacatecas, Zac., Estados Unidos Mexicanos, Abril de 2009.

[1] Editor de Mente Sana, médico y terapeuta gestáltico. Autor de obras de gran éxito como Déjame que te cuente, Cuentos para pensar, De la autoestima al egoísmo y 20 pasos hacia adelante. Ha vendido casi dos millones de libros en España. Su último libro es Las 3 preguntas (RBA Integral).

[2] Psicólogo y escritor. Ha publicado recientemente "El sentido de la vida o la vida sentida" Ed. Granica.

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