El hombre al que todos acudían buscando unas palabras de alivio al estar atravesando los peores momentos de sus vidas, ya está vencido. Ha perdido por completo la ilusión. Y ya nada parece devolvérsela.
Dulce jueves. J. Steinbeck.
Hoy de nuevo amaneció jueves en este insólito pueblo en que tan sólo lo absurdo conforma la esencia de lo que en sus apretados espacios resulta natural y cotidiano a los ojos de todos. Y bien se ve que no es un jueves como otro cualquiera. No. No es un día más de los que pasan con una etiqueta de identificación y luego se alejan diluidos al final del correr de las horas dejándonos a todos con nuestras propias etiquetas marcadas con dos clarísimas e irrevocables fechas. Son los días que pronto llegan a olvidarse para perderse en la garganta insaciable y oscura de los escondrijos del pasado.
Este maldito pueblo, y más que maldito abominable, parece ir sucumbiendo hacia una nada que se alarga y se borra paso a paso en su ruta hacia un particular abismo que lo atrae con fuerzas implacables y definitivas, como llevado a firmes empujones, logrando hacerlo caer sin asideros al vacío para que muera en el olvido, y que por ello, por repetirse, nunca pudo arrancar hacia un futuro promisorio y ni tan siquiera puede ni merece ser el punto de partida y mucho menos el destino de alguien que se desviase y viviendo una repentina compulsión de intriga se saliese de su camino y se acercase a conocerlo en su ignorancia del peligro de quedar atrapado sin posibilidad de escape. Simplemente aquí los días se debilitan y se desvanecen sin dejar rastros ni recuerdos.
Sí, no es un pueblo con vibraciones de existencia ni sed de más tiempo para continuar respirando, como sería cualquier otro que se pudiera escoger al azar. Ha sido, con pocas variaciones, por montones de años, víctima de un agotamiento tenaz que lo derrumba y debilita en su conjunto para hacerlo aparecer por siempre abandonado y agónico, y lento, y trémulo, y apagado, hasta dibujar una lenta existencia de borrosa condición de mortandad. Se ha ido suprimiendo a sí mismo en los ahogos de una presencia más que marchita y seca. El polvo y la incuria se han adueñado de las calles y las fachadas, y de los desvencijados techos en cuyas cornisas cuelgan inútiles letreros con propagandas de negocios que ya no existen, sin que en su seno se hayan protagonizado luchas redentoras de ningún tipo. Simplemente se ha dejado ir sin resistencia. La desidia señorea a sus anchas, derrumbando a los pobladores que parecen vivir en un tiempo sin cambios, en el que apenas ellos mismos existen como espectros desperdigados desplazándose por sus aceras y zaguanes de tablas con los hombros caídos y cansados, y los pasos arrastrados, sin mostrar ni una pizca de alegría ni entusiasmo.
Y también se suma al acontecer irracional de su vivir diario, que se amodorra y dibuja en plena calle, el hecho más que inusual de que hoy aquí se hizo morir un posible polaco de quién nunca se supo con certeza de dónde hubo venido ni si en realidad era un verdadero polaco. Tal hombre, siempre triste, echado a morir, con sus alarmantes camisas de lana, siempre oscuras, de mangas largas y cuadros, excedidas de calor, aunque ya la tristeza le había dado el más cruel golpe, fue la imagen de una personalidad sin otros atractivos que el de ser un buen y honesto y escrupuloso comerciante que surgió de la nada y llegó con esa habilidad y costumbre de oficio para montar su tienda, y que como otra nada vivió en el pueblo y como tal se fue. No hizo amigos, no se bebió jamás una o dos cervezas en una barra y nunca bailó ni cantó una canción.
Pero de igual y extraño modo, a pesar de su casi nula trascendencia, su muerte, más que anunciada por sus reprimidas maneras y la adivinada historia que se proyectaba en la máscara seca de su rostro, y en su risa contraída, y en su mirada apagada y sin vida, llegó a doler y dejó una extraña cicatriz de lástima en aquellos que alcanzaron a comprenderlo aunque fuese a medias. Y aquí vivió, casi sin acercamiento alguno, tan sólo el comercial de la compra y venta de sus baratijas en la tienda, con la sola conversación de quien casi que únicamente responde a las tradicionales preguntas de acercamiento entre desconocidos que obligados tendrían que tarde o temprano relacionarse.
Porque desde que llegó a estos lares, con su frágil y pálida figura, apenas cargada de espalda, con sus pasos cortos y apurados al andar como persiguiendo sus propios pensamientos siempre a medio paso entre la gente, a la sombra de los largos soportales comunicantes del centro del pueblo, donde no era nada difícil localizarlo con aquel aspecto planchado y pulcro en extremo que siempre lucía, su historia fue una telaraña de conjeturas que él mismo, consciente o no, se ocupó de ir mixtificando en la atmósfera de su derredor al quedar callado cuando algo se comentaba a ese respecto y entonces nunca dar explicaciones de su procedencia, ni lejana ni inmediata. Es más, en poco tiempo se pudo identificar que ésa era en él una actitud primigenia ya que su débil fuerza, que de manera más que extraña lo envolvía, no se basaba en la certeza de sus acciones sino en que casi todo lo que para otros era de importancia, como las relaciones con nuevas personas y sus opiniones, y los consentimientos en el intercambio con ellas, a él le eran indiferentes. Simplemente vivía. Sin tener que pedir o dar explicaciones. Y que de igual manera, mucho menos le daba importancia alguna a lo que pudieran comentar de su personalidad. En la práctica es muy posible que nunca lo supiera. Ni que lo indagara. Ni que tan siquiera le interesara averiguarlo.
Simplemente llegó, montó su negocio como si en realidad fuese otro buen polaco tradicional como los ya conocidos, junto a los otros comerciantes extranjeros más o menos también tradicionales, y se estableció, tal que saliese de la nada, con el silencio extraño del que sabe que tiene que adaptarse y sobrellevarlo todo, incluido el desprecio, pero en su caso con la certeza insensible de no tener que estar mirando hacia los lados buscando aprobaciones que le diesen apoyo a su llegada y ubicación. No le eran ni remotamente necesarias. Ni le resultaban de trascendencia alguna. Ni jamás pretendió esa supuesta aprobación de los que habrían de ser sus vecinos y posibles clientes.
Y se quedó aquí, con la apartada y apática confianza de sentirse aceptado, pero sin importarle nadie, ajustándose a su nuevo espacio con la débil seguridad de la indolencia y en el fondo creyéndose se superior al pueblo entero y hasta con una presencia de aislamiento silente que parecía de respetuoso desprecio al mundo que lo rodeaba. Y desde el principio actuó como si su raro apellido, absolutamente lejano y foráneo, de raza y de costumbres, hubiese sido centenario y muy común en la zona y tal que se tratase de ser él mismo un pueblerino más. Y como tal simulaba comportarse. En apariencias, y en la realidad, podía vivir alejado de todos aquellos contactos sociales y emocionales que no fuesen únicamente relativos a la compra y venta de sus mercancías. Y pudo superar sin mucho esfuerzo las distancias que originalmente los que habrían de relacionarse con él desde un principio fueron estableciendo.
Y así anduvo desde el primer momento en que arribó, con su endeblez silenciosa e indiferente de escasa relación activa con el mundo que lo rodeaba, siempre rondando muy cerca de su local para quedar en todo momento vigilante de sus actividades y raras veces alejado del centro del pueblo. Y callado y amable, pero siempre en actitud servicial, caminaba entre la poca gente que salía a la calle por el simple goce de andar, intercambiando afables e interesados saludos, hasta que sin poderlo evitar, como sumas de pequeños datos y tomado como verdadera explicación de sus maneras, la gente llegó a intuir más del revuelto mundo interno en que se movían sus escabrosas ansias y vivencias que serían determinantes en el desenlace abrupto de su vida.
Y sobre él y el pueblo pasó el tiempo a duras penas. Pero entendiéndose o no, segundo a segundo, como siempre hubo de ser, todo fue apagándose de a poco junto con él, hasta llegar al día en que ya no estuvo más en parte alguna y se borró de un todo al liberarse en el suicidio que traía asentado en el huidizo corazón y en la gastada mente. Lo cargaba sobre los hombros desde que llegó, como si fuese un cartelón que lo anunciaba con tristeza a todo el que quisiese entenderlo. Y con esa idea fija, que le apagaba el brillo de los ojos y le detenía en la cara las expresiones silentes, para en ocasiones lucir como una impávida y dolida máscara, tras la cual venía eludiendo al mundo cada día con mayor dificultad desde un largo tiempo atrás, fue que intentó sobrevivir los últimos años en que se refugió en la tienda y en el pueblo, seguramente apartándose y huyendo de otro pueblo y de otra tienda.
Pero que de igual manera, y por mucho que lo retrasara con extrañas fantasías y excusas de soñadas posibilidades de lo que le podría ocurrir en otro sitio para mejorar su vida, creyendo que de presentarse las mismas habrían de cambiar para bien y para siempre su destino, cosa por demás imposible, la tuvo que asumir y ejecutar para cumplir su propio designio y así alcanzar el desenlace y punto final que en su vida se sabían y concatenaban inevitables. Era muy posible que desde antes esta nueva tienda hubiese sido en sus remotos y tan limitados planes uno de esos sueños que al final supuestamente todo lo cambiaría.
Pero el medio no le era propicio. En verdad que este pueblo, al igual que él mismo, como agregado polaco advenedizo, que tan perfectamente se conjugaban, desde siempre se ha venido borrando con cansancio en otro tipo de trastorno, transformándose con lentos deterioros hasta llegar a ser cada vez más una copia de aparición fantasmal de lo que hubo sido en sus inicios como simple aglomeración de casas y pobres construcciones, sin sorpresas y sin mayores ilusiones, sin futuros, dejándose caer sin rebelarse hacia un abismo de repeticiones y de hastío donde sin lugar a dudas habría de perecer.
Aquí casi que nada es real. Quizá lo sea el viento candente que nunca es alegre y fresco al soplar sin empujes por sus calles, arribando como hálito de fuego y yodo salobre que levanta el polvo después de volar sobre el campo viniendo desde el mar. Y tal vez lo sea también la tierra colorada que se pulveriza y llega en ese viento obligando a entrecerrar la mirada y a no usar inoperantes ropas blancas con frecuencia. Y quizá sea igualmente acorde a lo absurdo de este poblado el transcurrir del tiempo, que por ser ominoso se aposenta pesado sobre las casas y la gente para embrutecer los pensamientos y los ánimos. Pareciera que las manecillas del gran reloj que lo cubre se trabasen en los árboles y los techos deteniéndolo todo.
Aquí nadie toma decisiones ni tiene prisa alguna. Todo es tranquilo y casi estático. Y la vida pasa lánguida y moribunda, amarrada al sopor de los veranos extremos, con el estéril correr de los días que no dejan huellas y se van como furtivos soplos grises escapados entre los escasos parroquianos que lánguidos se adormecen o que a su vez se desplazan por las calles y aceras con pasos de plomo entre otras lobregueces que parecen sujetarlos.
Hasta las tabernas, que antes fueron cuna de la embriaguez y del trasnocho, y de alternadas mujerzuelas pintarrajeadas que por temporadas lanzaban sus risas marchitas de alcohol a la calle y a las sombras por donde pasaban todo tipo de personas, quedaron olvidadas tras las puertas cerradas y los camastros mudos de sórdidos cuartuchos que lucían sus maltratadas jofainas tiradas en cualquier parte y montones de botellas de los licores consumidos en locuras de sexo y embriagueces ya vencidas.
Esas mujeres, que reían y bailaban ofreciendo sus favores, itinerantes y gastadas, simplemente llegaban y se iban sin dejar recuerdo alguno. En cada despedida imperceptible tan solo quedaba de ellas la escuálida fragancia de los perfumes baratos sobre los vestidos chillones cargados de sudores y humedad, y la tristeza muda y vacía de un movimiento inútil que las llevaba de una estación a otra en los intervalos de sus caminos. Y quizás quedaba también el sentir amargo del escape sin freno hacia otra nada de la soledad más aberrante y dolorida que había llegado con sus ruidos y se iba en silencios de hastío dando tumbos de pueblo en pueblo.
Y así, hoy, terminado todo, este día en este pueblo en que murió el pretendido polaco, y en el que yo veo sus calles y su gente, se recordará como más jueves que el que más lo haya sido en cualquier semana de cualquier otro año en que hasta la olvidada lluvia haya sido un recuerdo de algo que una vez sucedió. Tan sólo los más viejos podrán recordarlo y saberlo sin que alguien pueda sentir el olor de la tierra mojada en la memoria de las resecas narices.
Pero aquí estamos, con un sol que ha estado a punto de reventarse para saltar en mil pedazos, con la luz hiriente y la inútil espera pesada y opresora de un tiempo que se enrolla en sí mismo sin soltarse, con el calor vibrante y áspero y con la insólita muerte del hombrecillo que sucumbió por su propia mano y cuya caída fue fácilmente adivinada desde que dio el primer paso dentro del pueblo.
Y está también la altura casi ilimitada de las nubes blanquecinas y difusas que se borran en el cielo y que dicen y gritan al espacio que en efecto se trata de otro jueves más, lo quieran o no, en el que tampoco caerá ni una gota de agua. Para los que somos de aquí, y lo entendemos, nada de esto constituye una rareza. Y por más que el deterioro avance, se vivirá como normal. Es cotidiano. Van juntos. Simplemente son cielos y nubes y entornos perfectos de un jueves muy seco de otro avanzado y hostil verano en el que sin posible escapatoria y afín con el pueblo el polaco de marras tendría que morir.
Y ese espacio caliente en que todo se ha desarrollado no ha sido otra cosa que un horno abierto y cruel dilatando su aire en todas direcciones sin dejar de ofrecer su irritante espacio. Y esa sensación de que es un jueves con que el ambiente en el mayor descaro ha despertado para mostrarse en cada detalle a los que en este pueblo convivimos, se ha regado uniforme desde un amanecer que quiso ser el viernes que le correspondía según el almanaque y tuvo que renunciarse. Porque en una nada de tiempo luego se tornó radiante de resplandor, acumulándose de los signos de un apabullante y repetitivo jueves, con el aire enrarecido, sin los muchachos correteando y jugando por las calles, con obstinación de verano, como son los acostumbrados jueves de por aquí, que pueden entrar en cada casa y en todo sentir con una autoridad total, repartiendo bofetadas de presencia abrumadora contra la reticencia de los pocos que por inadaptados pudiesen protestar contra esa imposición de fechas y diferentes nomenclaturas que va a capricho contra todos los calendarios a mano.
Y así, como era de esperar, el bochorno que corresponde a un jueves cargado de humedad se ha mantenido inmóvil y asfixiante sobre las calles, dispersando los pocos ruidos y la escasa actividad que no se decide a arrancar a buen paso para culminar el despertar del indeciso movimiento del pueblo de una vez por todas ante la hostilidad de la Naturaleza.
Y este improvisado jueves, introducido como una cuña en la semana, se siente en demasía en los olores que vagan por el espacio y en la poca gente que desde la media mañana ha salido a la calle y se ha dispersado a un lado y otro, ocultándose, sabiéndose sin importancia y en el mayor letargo, derritiéndose de indolencia, quizá arrepentidos de haberse asomado al mundo en tales horas y temperaturas sin tener algo significativo que hacer, para luego quedarse esperando por lo que, cumpliendo con las leyes de sus maneras de vivir, no les ha de llegar en un día equivocado. Los escasos transeúntes que han estado por aquí se han escurrido de a poco, sin dejar rastros, para así afincar aún más la sensación de que se trata de otro perverso jueves de un desolador verano que no da tregua.
Y también estando aquí, observando esa pesadez desde la poca altura que brinda una tarima que ha envejecido sobre el último de los portales que en fila corren hacia el Norte en el extremo de este lado de la calle, y sintiendo el chirriar de sus tablas y clavos como quejidos a cada pisada que doy sobre ella, pero desde el ángulo que brinda viendo lejos porque se alcanza a dominar la planicie en derredor, siento cómo el pueblo queda entumecido en ese juego alternante de simpleza que se va quebrando en vagas confusiones al romper y saltarse el hilo que desde siempre, y con mayor o menor orden se ha establecido para los días de la semana.
Y a la fuerza, a empujones, como lo dicho, el ambiente grita que de nuevo hoy es jueves, el segundo de esta semana, repitiéndose, como para que se esperen otros más. Pero nadie sabe con certeza cuál día de la semana será mañana. Y tanto es así que hasta los más experimentados y duchos en esta cuestión absurda de cambios en el orden y enumeración de los días, los más viejos en ocasiones se confunden y quedan tan desconcertados que por momentos no aciertan siquiera con el orden de las horas del día.
Y desde este abierto ángulo de visión que me brinda el estar sobre la gastada plataforma, permanezco en mi quietud observando la lentitud y el aburrimiento inútil de este otro andar de horas. Y veo el cansino avance de las sombras que se proyectan hacia las calles de los techos y paredes de las casas, y las de los pocos árboles que apenas se adornan con hojas moribundas regados por las veredas, en su lucha por derrotar al sol que se ensaña en su potente reverberar de arrastrar los pies sin apuro alguno hacia el agobiante mediodía negador de siluetas.
Y puedo calibrar la vagancia quieta y morosa de los exiguos vecinos desperdigados que no se fueron a sus casas y se refugian perezosos, pasando casi desapercibidos, a menos que se desplacen de un sitio a otro o que conversen y gesticulen ocultos en sí mismos, sentados como fantasmas en la protección de los zaguanes corridos que se empatan en filas por los techos y las paredes comunes de los lados de la calle.
Más allá están los que se quedaron viendo a otros que se ubican aún más lejanos, casi borrados en absoluta somnolencia después de dos o tres cervezas tempraneras al aire libre, sentados a su vez en las aceras o sobre taburetes que se recuestan equilibrados en cualquier apoyo, como siempre ha sido y es costumbre para muchos de los que en este pueblo de restos de espectros, dormidos, ignoran que tan sólo esperan colmados de inútil paciencia por el último instante de un último estar.
Y por momentos, dejándome llevar por los recuerdos de los relatos leídos en aquellos años jóvenes en que me introduje en la Literatura, al estar frente a este panorama tan repetido, la fantasía me hace imaginar y sentir que estoy en un jueves de otro pueblo, en Salinas, el que tantas veces contó Steinbeck, donde sería quizá un jueves nada distinto pero no tan significativo como éste que se ha vuelto envolvente y punzante y que se presiente de alguna manera que será también dolorosamente trágico y fatal. Porque allá, en Salinas, donde me lleva el recuerdo de aquellas narraciones, sé que también alentó el desencanto entre el viento con sabor a mar y a polvo viajero de un día similar de los veranos de California, como él los describía casi con dolor pero siempre certero en sus relatos. No pudieron ser distintos.
Y tal y como este riguroso Steinbeck contaba de su pueblo natal, siento la presencia abrumadora del mismo descuido de un tiempo invariable en el acontecer de todo lo que veo y he visto en estos predios míos desde que fui un niño. Aquí los naturales son también como aquellos emigrantes internos y trashumantes que él dibujaba en sus cuentos y novelas. Pero lo son en su propia tierra y en sus costumbres, sin tener que cruzar fronteras ni ríos para arribar a cualquier paraje de otras gentes y costumbres con las clásicas espaldas mojadas por el cansancio y los sudores de la absurda vergüenza de la huida del patrio suelo que les manchaba la maltratada ropa.
Y porque aquí, en esta sequedad, igualmente han cundido desde siempre la vagancia y la torpeza del "no me importa", amarradas ambas a la desidia de la acostumbrada apatía de ir de un sitio a otro, como verdaderos vagabundos sin posesión alguna, polizones del polvo y del tiempo, a distancia de trenes y camiones, donde los hombres en realidad hormiguean y se alejan como pueden, andando y desenredando caminos y fracasos hacia cualquier parte, pero viendo siempre hacia atrás, y cuidándose de no olvidar el camino del regreso ni perderse. El terruño, que les ha negado todo, también los llama y obliga.
La gente de este pueblo deja correr sus vidas como si su transcurrir no fuera con ellos y no tuviesen nada que hacer para cambiarlo. El yunque de la indiferencia aplastante sobre sus cabezas no les permite escapar y ni tan siquiera pensar en ello. Cargan ese peso que los abruma, pero no lo ven ni se dan cuenta que lo llevan. Y así, simplemente, se observan unos a otros sin apenas manifestar cercanía y a duras penas reconociéndose y viéndose crecer las barbas con una creciente flojedad. Sin notar el yunque. Y lo dejan todo tal cual lo ven. "Así está bien", dicen. Y los pocos acontecimientos que fueron inevitables se desmoronan en derredor sin trascendencia alguna para cada uno de ellos, como un estar dormido sobre el correr de un tiempo que no importa y no llena vacíos, cual una cascada casi inmóvil de minutos y horas que nada significasen y que en apariencia a nadie atañen ni importan en su incesante desplome. El tiempo no se siente.
Y en este ambiente de jueves que nos apisona bajo su grave pesadez y su calor radiante, ni un pájaro o una mariposa vuelan para mostrar un algo de vida, o de fugaz movimiento, o de alegría, aunque fuese yendo de un techo a otro, o para posarse entre insólitos y secos ramajes, o simplemente aleteando en el espacio abierto con sueños de golondrinas mudas que no encuentran fango para anidar y que sólo pretenden y simulan alejarse con sus alas afiladas cortando el viento como navajas. En estos jueves y a estas temperaturas, y con tanta luz, el tiempo en verdad se adormece hasta detenerse.
Y resaltando entre todo ello, deteniendo mi visión, veo parado a un lado de la vía principal, tal que fuese un espía de ojos grandes y transparentes y rectangulares en acecho, como un escarabajo achantado, y como una burla, el sempiterno y añoso autobús azul añil y antiguo que vive entretejiendo los campos de esta región al ir y venir de pueblo en pueblo, uniéndolos en larga plantilla de caminos vecinales de tierra colorada y estrechas vías de piedrecillas y granzón, deteniéndose en cualquier punto de la ruta para recoger solitarios viandantes, agobiados de bultos y niños, después de levantar por los campos las delatoras y sobradas nubes de ese polvo rojizo que dicen de su paso y que se derrama por inercia sobre los últimos pasajeros que esperan por él al frenar en plena ruta.
En esos nuestros campos que este autobús recorre sólo faltan los gigantescos sicomoros californianos para que el paisaje sea el mismo que el de la mítica y caliente Salinas, porque hasta el mar, en este caso el humilde pero nervioso Caribe, está cercano también, enviando sus sales de iodo en el viento, como allá lo está y lo hace el gigantesco océano Pacífico.
Y, como lo dicho, aquí, ahora, en este poblado, que es el mío, es jueves, igual al dulce jueves de Steinbeck, áspero y pesado, e impuesto a la fuerza, bien encajado e inventado por otro tipo de imaginación y de costumbres. Pero a la larga lo es. Es una cuña de veinticuatro largas y falsas horas desintegrándose lentamente. Pero es tan jueves como uno verdadero. Es un jueves completo para cualquier medida. Y todos los paisanos están de acuerdo en que es así.
Y lo es porque el señor Meyer, el pequeño polaco de la tienda, lo precisaba con una necesidad y premura interna extrañamente quieta. Y sin siquiera saberlo todos en el pueblo lucharon porque así fuese. Porque aquella marchita vida desde siempre había brincado por tramos quietos de jueves en jueves. Y esa quietud ocultaba un grito que se le salía por los ojos y que parecía multiplicarse de siglos dentro de él sumándose a sus ansias. Eran las mismas que todos en el pueblo podían ver y escuchar y sentir, aunque no hiciesen conciencia de ello. Lo presentían con sólo mirarle cuando tristemente caminaba entre la gente con el mentón casi hundido en el pecho, o cuando atendía a los clientes en actitud casi impersonal en su tienda con los ojos a punto de gritar. Era su grito de silencio. Y así, nada que ocurriese en cualquier momento con este hombrecillo les sorprendería, aunque ni remotamente estuviesen pendientes de ello y aunque le viesen la muerte como una sombra totalmente abarcadora encima.
Y desde que llegué para deshilar esta temporada de larga estadía, me contaron los pocos conocidos que van quedando por aquí, que ya han sido en exceso los jueves de este mes, siete o diez, que han pasado con esta misma tranquilidad aniquiladora que se derrite ahora. La gente anda silenciada de un lado a otro con sus pasos a rastras, aplastados de jueves, sudando su tedio. Y de esquina en esquina, los hombres, con las oscuridades de sus derrotas en la mirada y las preocupaciones hundidas en las arrugas, que como zanjas se agrietan en el ceño, buscan aunque sea un cajón para sentarse y una sombra donde encontrar refugio y así largamente fumar los ensalivados cigarrillos o los masticados cabos de tabaco. Y lo buscan para estacionarse donde lo encuentren, así sea en solitario, y hasta quizá mejor así, por sus costumbres de largos silencios entre las palabras, lo más protegidos que pudiesen ser, en las sombras más extendidas, y de ser posible conversando sobre el mismo calor de siempre y sobre la escasez en todos los niveles. Y todo eso entre oscuros escupitajos de fumadores incansables.
Y así, sentados en corrillos, permanecer durante horas rodeados de sol, ya apenas soñando sin ilusión con futuras escapatorias hacia esos otros mundos que ni siquiera pueden imaginar y que tan sólo conocieron a duras penas alguna vez en el cine, con aproximaciones de ideas y figuraciones de ambientes. Y entonces, siempre así, mantenerse monótonos, derrotados de sueños y tan sólo aliviados con sorbos de café y un algo de ron regañón que alguien trae durante los cortos intervalos de lucidez, alternando entre las repentinas somnolencias en que callan y dormitan recostados al aire y al escape del sol y apoyados con los codos en los muslos para irse del mundo que les tocó vivir. Tan sólo ese café y un poco de ese alcohol de unos tragos de pesado aguardiente barato los suele revivir. Roto ese momento, y apenas regresando al silencio interno, los ojos vuelven a achicarse frente al resplandor que los vence al cabo de unos minutos más.
Y aún puedo imaginar a las mujeres, casi como si no existiesen, atadas a lo tradicional de sus mansedumbres, a buen resguardo, que se mecen en sus sillones dentro de las habitaciones oscuras después de terminadas las labores de la casa y de los hijos. Y entonces se dedican a atisbar por las celosías para saber algo de la vida en derredor, la vida de sus hombres, poca en apariencia, pero vida al fin y al cabo, de la cual podrían impresionarse ligeramente, para después comentarla entre ellas en los raros encuentros que siempre son cortos y pudieran ser callejeros. Y ése es el pueblo. Y ya tan sólo faltan los perros y una que otra persona que pueda atravesarse en lo inevitable de los acontecimientos que habrían de prorrumpir..
Y ante tanto aburrimiento llevado a los extremos se presiente que ese algo extraordinario tendría que suceder. Y sería magnífico que así fuese. Se necesita un sacudón que estremezca y despierte y saque a la gente de esta apatía que puede adueñarse de cada cosa, y hasta de cada gesto, y hasta de la vida entera, llegando a destruir todo vestigio del sentir y del valer humanos. Y así tendrá que ser. Y de no serlo, de no ocurrir algo fuera de lo común y más que extraordinario, la heredada y por tanto tiempo mantenida modorra ahondará aún más para expandirse como una plaga y liquidar a todos, uno a uno, hasta borrar las mentes que ya piensan tan sólo por simple mecanicidad.
Y así, al final, como muertos, quedaremos desaparecidos, tal que fuésemos sombras planas regadas entre las colillas y los escupitajos regados por el suelo y las aceras sobre las que se puede tranquilamente caminar y pisar. Quedando todos al final apenas dibujados sobre esas aceras como siluetas hechas con tizas negras o carbones, siguiendo la forma de nuestros cuerpos dibujados en las sombras que hemos proyectado, en el último lugar en que estuvimos, cual débiles fantasmas de una escasa memoria de existencia.
Y sumándome al sentir que me rodea, presintiendo un cambio, como un extraño aparecido que se sabe más que intrascendente en este raro ambiente, puedo ver desde mi ubicación la calle principal que transcurre entre las casas como un surco relleno de polvo en el que el perro callejero de recientes tardes se acerca a su más despacioso paso, cual un presagio, con aquella pose y aquel caminar igual al pueblo, como copia en la mayor vagancia. Y así anda este perro, hasta fácilmente trepar y quedar echado en la esquina menos abrasada del portal de la tienda del señor Jacobo Meyer, el supuesto polaco que se apareció un día en el pueblo sin preámbulos ni vínculo alguno con alguien de aquí, igual que lo hizo el perro, y que se ha quedado por años en el mismo local que originalmente adquirió a expensas de su bolsillo, para asombro de muchos de los que en este pueblo nunca pudieron juntar y tener cuarenta pesos de una buena vez.
Y entonces, viendo esa insólita conjunción de dos líneas de vida que en todo concordaban, y de una tercera, la mía, que igualmente se aproximaba a ellas, y sin saber de un porqué, supe que el señor Meyer, y el perro que nunca ha tenido dueño y que le adjudicaban, serían la grieta y el canal de escape de lo que habría de venir para sacudirnos a todos y dejarnos también como si estuviésemos vacíos y abandonados.
El señor Meyer, con toda la apariencia de un posible plagio de judío de vicio y de exceso, errante obligado de pies a cabeza, se ha mantenido en el pueblo siempre fiel a su comportamiento impecable durante esta última etapa de su vida, la que aquí culminaría inevitablemente, tan sólo existiendo, respirando, siendo un ciudadano ejemplar que no dañaba a nadie, amable, visible o no dentro o en los alrededores de la tienda, a la vista de todos, como un comerciante triunfador, pero encogido en su amortiguada y callada y pálida manera de vivir que no le sentía el sabor a cosa alguna. Pero también en todo momento estando muy alerta en su aparente timidez, observando, observando mucho, sin perder detalles, con sus ojos de pequeño ratón acucioso y sabio, penetrantes, tras los gruesos lentes de sus espejuelos que podían clavarse limpiamente en lo que fuese necesario con su mirar preciso y detallista.
A diario, desde el principio en que llegó a su nuevo mundo, este señor Meyer bien temprano ha aparecido en la puerta de la tienda, con sus ropas repetidas siempre limpias y sus corbatines de lacito de diferentes colores, bien estirados y derechos bajo la endeble mandíbula lampiña. Siempre amable saludaba por nombre y apellido, casi desde los primeros días y los primeros conocidos, a todo el que veía. Una vez identificado el nombre de alguien, ya no lo olvidaba. Se comportaba como una debilucha presencia de memoria impecable, nerviosa, confiable e infalible.
Pero por todo su tiempo también ha permanecido emocionalmente apartado del resto de la gente, como evitando asomarse a ese otro ambiente al que sentía o había imaginado que no pertenecía, separado por una raya invisible que él mismo trazó y que celosamente cuidaba, sin intimar, apenas aproximándose a la vida del pueblo y sin asimilarse por completo a las usuales costumbres del mismo. Alternar y servir sí, pero la camaradería y el compartir con la gente no era su especialidad. Jamás alguien lo había visto tomándose siquiera un vaso de inocente refresco en una barra o en el mostrador de una bodega junto a otras personas.
Y poco a poco, al ir apagándose con los años, invariablemente había dado la impresión de que todo en su vida había sido así, aislado, casual, y desapasionado, y carente de importancia existencial. Pero en verdad desde un principio su cálculo fue preciso y conoció de cuanto sucedió a su alrededor. Y reconoció infalible quiénes fueron los involucrados en cada hecho y quiénes personalmente, como si le rozaran la piel, lo simpatizaban y quiénes no. Pero, como lo dicho, los conoció y vivió sin jamás involucrarse en ellos, ni por media nariz, ni con los hechos ni con los actores. Tan sólo observaba sin comentar. Y rechazaba la intimidad humana.
Ya hace mucho tiempo que el inagotable señor Meyer, sin excepción, incluidos los domingos, jamás ha dejado de abrir su almacén apareciendo escoba en mano en la mañana bien temprano para barrer su portal. Y es más que notorio que nunca ha tenido una discusión ni un altercado con nadie, y que pocos han llegado a quererlo, pero que muchos respetan y prefieren para hacer las compras en su mejor surtida tienda, es una referencia obligada del pueblo en la zona entera. Y él lo sabe mejor que todos. De los alrededores vienen las familias a surtirse en el almacén del "polaco", como lo llaman, "el que tiene de todo y es una persona muy decente", dicen. "Y que si acaso algo no lo tiene -agregan- con toda confianza se le puede hacer el pedido dejándole un pequeño depósito. Porque él seguramente lo conseguirá y cumplirá la palabra que empeñe".
Y ahí, en su portal, haciéndole distante compañía, se instala el oscuro perro marrón salpicado de manchas marrones más claras que inexplicablemente igual que él se mantiene limpio sin importar el tiempo ni el clima, a pesar de todo aquel polvo volando en el aire, y que se ha ligado cual un sello a él y a la tienda. Y que apenas se mueve para evitar la escoba con la que el señor Meyer lo despierta una y otra vez al barrer el piso a su alrededor desde la mañana. Y que si se mueve, sin molestarse, sin gruñir, se regresa de inmediato al sitio donde estaba. Son compinches que no sudan ni se alteran.
Es el mismo perro de largas orejas caídas y ojos llorones, como Meyer, cual un borrón inmóvil y diario que con mucho identifica una esquina del frente de la tienda. Y echado permanece, con las patas estiradas, donde es más densa la sombra, durmiendo por sesiones, como copiando y haciendo coro con los hombres que regados se recuestan con sus taburetes a las paredes de las casas y en los troncos de patios y en los postes de las cercas.
Y desde allí, desde su portal, porque sin lugar a dudas se trata de su portal, a ratos, abre la mirada, lento y perezoso, igual que sube vencido el telón cansado de un teatro venido a menos, sin fijarse en nada, como presintiéndolo todo y no queriendo mirar la tristeza del señor Meyer y de la calle silenciosa y casi vacía de peatones.
Y allí se queda, sin apuros, esperando y sabiendo en cada momento lo que inevitablemente va a suceder a su alrededor, porque sabe esperar y presentir y adivinar, cual si fuese un oráculo que no necesitase de una bola de cristal para intuir lo que a cada cual le ha de venir encima. Y ahí se queda, con sus largas orejas marrones gachas. Es su esquina preferida. Y él la identifica. "Es la esquina del perro de Meyer" dice la gente. Y en ella sobrevive en el tiempo a las moscas y al calor. Si acaso pasas a su lado subiéndote desde la acera al portal de la tienda, evadiendo el castigo del sol, y llega a mirarte con lejana presencia desde el piso, como suele hacerlo, verás que en ese momento pareciera que te comunicase algo desde su tristeza y sabiduría, pero que siempre lo hará con humildad, sin voces, con abandono, sin moverse y sin abrir la mirada de un todo. Sí, ése es su portal. Y la gente no lo sabe pero él es el perro del señor Meyer.
Y el perro es como el pueblo. Y como el señor Meyer. Van juntos. Y quizá espera que te inclines y le pases una mano cariñosa y piadosa por la cabeza para entonces cerrar los ojos y con una escasa atención, y sin entusiasmo alguno, menear con vagancia la cola manchada de diferentes marrones que barren el piso. Después te mirará como si estuviese de regreso de un llanto de sueños donde te modela que se sintió y continúa sintiéndose muy solo y desvalido. Es un viejo perro socarrón, y vago, y noble, que se deja querer con pasividad, y que, como por milagro, todavía conserva el brillo de su amansado y corto pelo por el cuerpo entero.
Y todo ese escenario no es otra cosa que una atmósfera más que conocida y repetida de rutinas que contribuye para que hoy volviera a ser jueves. Y para que el señor Meyer se matara. Pero de cierta manera y sin saber por qué, ya se esperaba que lo fuera. El ambiente lo había dicho desde muy temprano. Y quizás fue anunciado desde varios días atrás. Es muy posible que sin quererlo el señor Meyer se haya encargado de atraer esas condiciones cuando al comienzo de la semana rompió las costumbres al salir caminando de la tienda acompañado por el perro, bajando los tres escalones del portal y andando a su lado por primera y única vez con rumbo a la cafetería que absurdamente se adosaba a la estrecha funeraria que sólo él en ocasiones gustaba de visitar sin la presencia de la muerte ni los llantos. Iba y se sentaba en la hilera de sillas vacías. Y allí se quedaba por horas. Y todos se extrañaron de verlo en esa ocasión con el perro que por esa vez también entró y se echó en silencio a su lado. Y todos lo comentaron en explicaciones. Y entonces verificaron que algo extraordinario tendría que suceder. No podía ser en vano aquella aparente presencia y despedida
Y no sería nada extraño que hoy haya amanecido jueves como lo hizo si no fuese porque hace dos días no fue martes. Y porque ayer no fue miércoles. Y que por lo tanto, a ese ritmo de días saltimbanquis, mañana no se pueda vaticinar que día de la semana será. Pero aquí nadie se extraña porque eso les importa poco y suele suceder. Y porque éste es un pueblo que despierta día a día cercano a la locura. A veces, cuando un día cualquiera el aire trae un algo de frescura y a la gente le provoca salir y caminar calle arriba y calle abajo, y así visitar los negocios como si estuviesen de fiesta, entonces todos sienten que es domingo o que están de vacaciones. Y se alegran y visten las mejores galas. Y no se presentan en los trabajos. Y lo viven convencidos de que es tal. Es más, ni remotamente lo pueden cambiar. En este pueblo, y sobre todo durante los veranos excesivos, los días de la semana pierden el ritmo natural y de buenas a primeras se desordenan y se alternan a capricho logrando alborotar los intestinos de los meses.
Habrá que esperar a que este jueves de hoy pase de la medianoche, y se esfume, para quizás alcanzar a saber lo que amanecerá mañana con relativa certeza al salir el sol. A menos que las próximas horas den algún indicio orientador y entonces se pueda predecir lo que ocurrirá. A veces el calendario de la intuición y la experiencia que se ha acumulado en la gente del pueblo hace esas cosas, y entonces las medidas del tiempo se trastornan. Y entonces la denominación de los días anda como dando esos brincos de caprichos entre su verdadera nomenclatura de fechas y de días de la semana quedando ese nombre del día a merced del sentir y la imaginación popular. Pero al parecer este día de hoy está tan cargado del espíritu de un triste jueves que sin lugar a dudas se mantendrá como tal y no cambiará ni en un segundo esa apariencia con su avance hacia la noche y hacia un nuevo día que a nadie sorprenderá fuese cual fuese. Tan sólo el señor Meyer y su perro lo podrán convertir en un día extraordinario que de seguro jamás se podrá olvidar. Y ya estaban a punto de lograrlo.
Y el tener conciencia en este asunto es de suma importancia en estos lares, porque la gente de por aquí, por lo general, ya no se fija ni confía en lo que dicen esos estrictos almanaques que llegan a finales de año de la capital con sus publicidades y el adelanto del año venidero, con las hojas apretadas de papeles presillados para ser colgados en las paredes, luciendo fotos de colores de propagandas llamativas de playas y mujeres en trajes de baño y cremas para protegerse del sol. Y otros calendarios, menos ambiciosos y poco atractivos, para ser posados como tacos incoloros y a la larga como estorbos, luciendo sus grandes números y santorales sobre los escritorios y mostradores.
Y nada, ahí están y sirven de poco, y en ocasiones de pisapapeles. Pero en esta materia simplemente la gente los consultan como referencias pues se guían por sus percepciones y se ajustan a ellas. Y es más, en cualquier caso, nadie se desconcierta ni pierde sus costumbres cuando los días en el reloj del sentir y en las fechas en los almanaques bajo el potente sol desarmonizan.
Y así, hoy sólo se sabe que este día tiene color y ritmo y sabor de jueves. Se siente a jueves, se respira jueves en todas partes y en todas las cosas. Y es que también la negra Marcelina, la que vive con sus cuatro muchachos al final de la calle principal, gorda y reilona, y querida por todos, al despertarse y vislumbrar su jueves, desde muy temprano se dedica a preparar en el patio de la casa, bajo sus matas de mamey, sobre la hoguera de leña, su afamado dulce de tomates de los jueves. Los demás días, hace otros. Pero siempre los prepara entonando viejas y tristes canciones con su bella voz de profunda contralto que todos en el pueblo identifica.
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