Y así se aceptó. No hay dudas, hoy es jueves. Ya se siente el olor del almíbar y del tomate de Marcelina que aroman la calle a pesar del poco viento. También fue que un avisado madrugador, regresando de sus alcoholes, tuvo la gentileza de anunciarlo desde temprano en el centro del pueblo cuando estiró los brazos y la espalda en medio de la naciente radiación, botando la pereza de la cama o del trasnocho, camino del trabajo, y dijo, tras un abierto y estirado bostezo: "Hoy parece jueves de nuevo, y lo es. Y es el tercer jueves de la semana".
Y tras ese preaviso así se mantuvo por el día entero. Fue más fácil aceptarlo. La luz, la lenta monotonía, el cansancio, el poco movimiento en los soportales y las calles, donde no se veían niños corriendo ni alborotando con sus juegos de pelota, ni rodando sus ruedas de bicicleta impulsadas con un palo, ni se veía el carromato del frutero, ni el del carbonero, ni mujeres haciendo mercado, ni el turco cobrando sus cuentas. Todo lo decía. Se respiraba un ardiente jueves casi que como nunca antes, más bien como cumpliendo una necesidad y una sentencia para que el pueblo en conjunto estuviese acorde con lo que inevitablemente tendría que suceder. Porque un jueves tenía que ser. Y Meyer lo necesitaba y agradecería. Y lo demás, poco que importaba. Simplemente hoy es jueves. Y punto. Es jueves para el señor Meyer, y para el perro, y en última instancia para el pueblo entero.
Y para rematar, es un interminable jueves de un verano de temperaturas escandalosas del mes de agosto, como nunca antes, en el que no ha caído ni una gota de agua y en el que se siente como si el mar se fuese a derramar sobre aquellas llanuras para regarlas de algas y de peces y de sal y de un algo de humedad con la que aquietar la sed de la Naturaleza aunque la dañe. El sol se luce allá arriba, inclemente, y limpio, y brillante, y agotador, sobrado de verano y vacío de nubes, a sabiendas de que tiene que comportarse como es debido para no desentonar y entonces ser sin lugar a dudas un sol de jueves de un agosto demoledor y quebradizo a como dé lugar. El más caliente de todos.
Y el polvo se levanta en las vías del pueblo con un impulso improvisado y caliente, y de interrupciones, en cortas ráfagas y torpes remolinos originados a veces por el paso de los pocos vehículos que circulan en la tarde, congestionados de prudencia y de flojera. El que más polvo levanta es el esporádico autobús provincial de la zona, el que en ocasiones se lleva los sueños de los pasajeros que son de la partida y que a veces no vuelven nunca más, como la señora Meyer, que se fue, perdiéndose en el futuro sin despedirse. O como otros, que regresan por sorpresa muchos años después y entonces ya son tan sólo los residuos de lo poco que habían sido. Y es que además de no haber conseguido nada de lo que hubieron soñado antes de la partida, perdieron lo irrisorio y miserable que habían dejado atrás en abandono.
Y en estos hechos el autobús se desplaza por la calle con su peso de anchura y sus ruidos de engranajes gastados sumándose a los traqueteos de las traseras ruedas mellizas. Los camiones hacen lo mismo, pero más ruidosos, y con muchas más ruedas. Pero los camiones apenas cuentan. El autobús es la razón de un acontecimiento de curiosidad en cada visita que hace, es el alma del pueblo, uniendo a todos por los tentáculos de caminos enrojecidos con el resto del mundo, con sus cuatro arribos diarios después de contactar las cinco poblaciones vecinas.
Y ese almacén de Jacobo Meyer, donde el perro dormita, en la calle principal, se mantiene como siempre con la puerta entreabierta mientras vive la luz del día, en cierta manera invitando al consumo y a la sombra. Y su caprichoso y alto zaguán permanece a medio sol, cortado por la sombra que da el techo en ángulo de luz en el piso, sin asientos ni resquicios para que alguien pueda sentarse a descansar por un buen rato protegido de la radiación y así quedarse viendo el movimiento de los carros y el pasar de la escasa gente por las aceras. Los tuvo, pero no, el mentado señor Meyer, que vive en la trastienda, a un costado de la puerta principal, retiró esos largos bancos de madera hace casi tres años, cuando ella se fue. Y ya no está pendiente de nada de eso ni le interesa en absoluto que la gente se siente a la sombra o al sol. No lo está, ni de eso ni de casi alguna otra cosa. Y cada día menos. Prácticamente se fue borrando como ciudadano activo del pueblo y del mundo. El señor Meyer se ha quedado medio muerto desde que ella no está. Y como medio muerto, con desgano y vacío realiza casi todas sus actividades.
Y a nadie le parece raro, y lo dejan en paz, y sobre todo lo respetan y entienden. Y lo suelen mirar con débil lastima. Y no le tocan el tema porque saben que la herida es honda. Y es que al señor Meyer ya no le importan los árboles y sus sombras, ni los taburetes, ni las piedras, ni el sol, y mucho menos le interesan ni le importan los asientos que tuvo en su portal y que ahora pudren sus maderas amontonados en el patio. Al menos no como le concernían los asuntos del pueblo y de la tienda en un principio, cuando llegó con su mujer para abrir ese negocio.
En aquellos tiempos, sin exageración alguna, siempre comedido y callado, se veía desenvolviéndose diligente y con más entusiasmo. Nadie en el pueblo sabía de dónde habían llegado, y por más que lo intentaron averiguar con preguntas y referencias tanto directas como solapadas, nunca lo pudieron desvelar. Él evadía las averiguaciones con una sonrisita de ojos chiquitos y huidizos. Y quizá por el recuerdo de otros personajes, quizá de alguna película, o porque a alguno se le ocurrió al establecer una semejanza con algún viajante que alguna vez anduvo por allí, lo identificaron como "el polaco" desde que extremadamente pulcro y organizado inauguró esa tienda bajo la mirada tenaz y autoritaria de su esposa, la consabida polaca. La abrió al público luciendo en el portal el día jueves de la inauguración sus pantalones brincapozos bien planchados, sostenidos desde los endebles hombros por aquellos tirantes que tanto llamaron la atención. Y pulcro en extremo se mantuvo por años al igual que su almacén. Todo en su lugar. Y memorables perduraron también esos tirantes que al principio parecieron ser insuficientes y que a la larga resultaron eternos.
Y polaco se quedó señalado, porque su aspecto, como el de ella, ambos de pocas carnes, pero ella con más, fofa, con la piel tan blanca y pecosa resaltando contra los ojos azules y el pelo azafranado que hacían palidecer aún más sus palideces, eran muy alejados del estampado y variado color criollo de las ropas de los que los rodeaban.
Pero el señor Meyer, más allá de su actual abandono de vida, desde hace más de esos tres años a lo que siempre ha estado atento y pendiente desde que ella lo abandonó es al movimiento de la esquina de la calle, a su izquierda, más allá del perro echado, y un poco más allá del final de la cuadra, donde queda la parada en la acera de enfrente del autobús que tantos hilos había roto en otras oportunidades y que insensible al dolor que restaba en la tienda, se la había llevado. A ella y a su pequeño maletín de mudanza de ropas apretado contra el pecho.
Dicen que ese día, jueves también, la señora Meyer caminó bien temprano desde la puerta de la tienda, bajando del portal, para irse yendo por el medio de la vía hasta la parada, decidida, sin mirar hacia atrás y a paso ligero, escapándose, sin levantar la cabeza ni saludar a los que ya estaban en la calle. Y dicen que se sentó en silencio y sola dentro del autobús con la mirada dura y la boca apretada, viendo al frente sin precisar nada. Tan sólo una que otra vez rectificaba la posición de los espejuelos sobre su nariz.
Y hacia esa parada mira Meyer día a día con máxima atención, atisbando entre el cortinaje que lo oculta tras la ventana, como espía de mirar rasgado siguiendo las líneas de las persianas por donde a veces saca la capirra cabeza de facciones apagadas y ojillos de roedor acucioso, aumentados por las gafas, para indagar en ambas direcciones sobre los pasajeros que llegan o se van. Eso es lo que hace, vigila y espera. Espera por ella.
Y ansioso y nervioso se truena los nudillos con sus huesudos dedos, como pocos podrían hacerlo. Duele ver y escuchar cuando los hace sonar también tras el mostrador de la tienda, allá abajo, donde las manos no se ven, durante los intervalos de una venta, antes de manipular el dinero y la mercancía, o cuando lo hace al pasar a tu lado andando por las calles y aceras con la pajarita bien estirada bajo las alas del cuello de la impoluta camisa. Trac, trac, trac, una y otra vez, tal que intentara desgastarlos. Los suena secos y rítmicos, y descarnados, como dados y martillos, como disparos perfectamente sincronizados.
Pero la ansiedad apenas aliviada con ese tronar le ha sido vana para apaciguar su espera, porque, aunque desde la ventana puede ver las cuatro arribadas diarias del autobús. Ya lleva más de los nombrados tres años de la sufrida deserción en esa expectativa ansiosa sin que se presentara lo único que le podría interesar para volver a la vida. Igualmente, después de cada arribo del autobús, revisa la calle y las galerías de largos portalones que se comunican contiguas sobre peldaños más altos que las aceras, una y otra vez, insistiendo, por si en un momento se hubiese descuidado y ella hubiese regresado de algún otro modo sin que él lo advirtiera. Vivía seguro de que si anduviese por allí la localizaría enseguida.
Pero no, no está, ella no está. No está parada a un lado, ni se escurre entre la gente con su habitual andar rapidito que a él tanto le molestaba cuando la veía desplazándose allá afuera o cuando salían juntos a caminar y apenas podía seguirla con sus insuficientes y cortos pasos. Pero a ella no le importaba dejarlo atrás. Ella seguía como si él se hubiese borrado en el camino desde mucho antes. Y andando continuaba hablándole como si caminase a su lado. Y esa ausencia y ese andar con él por el pueblo ya no tenían remedio ni volvería a suceder. Simplemente no estaba. De nuevo le tocaba resignarse hasta la esperanza del próximo autobús.
Pero hoy, en aquel nuevo jueves, parado en su observación como era su costumbre tras la cortina, pensaba igualmente que desde que abrió la tienda en la mañanita, hasta esa hora, con el sol tan alto, la venta había sido nula de nuevo. Ni una persona había entrado y ni un caramelo se había vendido. Las campanillas de la puerta no habían sonado. Y la caja registradora tampoco. Pareciera que todos hubieran decidido quedarse en casa. Ya esa circunstancia era un exceso de jueves que igualmente lo afectaba mucho. Y recordó con vano orgullo que a lo largo de los años, no importando dónde estuviese, siempre podía escuchar el sonar de las campanillas al más ligero batir de las puertas. Y podía también identificar cuándo era la brisa la que las hacía tintinear. Pero hoy no, hoy todo seguía igual, como si el tiempo y el pueblo y el mundo se hubiesen detenido.
-Pero claro, -pensaba- hoy es jueves.
Y bien que lo sabía. Como también sabía que no era igual a otro jueves cualquiera. Este de hoy era su jueves. Y hasta llegó a sentirse bañado con un poder no conocido al identificarse con ese jueves que sin lugar a dudas sería suyo. Y pensó de nuevo en ella, siempre en ella, que lo dejó a un lado del camino en un vacío de horas hastiadas y noches interminables y solas, sin hijos y sin posible tranquilidad. Ella se había esfumado para tan sólo quedársele incrustada en medio de la frente. Era la misma que muy temprano un día, sin dar señales, había abordado a traición el primer autobús de la mañana, casi en la madrugada, sin anunciarlo ni despedirse, y que no regresaba. La hubiera escuchado de presentarse en la puerta. Ante el sonar de las campanillas él siempre sabría cuándo pudiese tratarse de ella y entonces lo abandonaría todo para ir a recibirla. Miles de veces lo había soñado. Y no le importaría y hasta se alegraría sin reclamo alguno de que lo dejase bien atrás cuando caminaran. Pero no. Ahora ella vive en otro pueblo. Y es ama en otra tienda. Y se recuesta a otro hombre en otra cama. Y escucha otras campanadas. Y camina por otras aceras a otro ritmo.
Y seguía pensando, y seguía repitiendo la imaginada escena, con la acostumbrada ropa impecable como infringiéndose un castigo con otra voz y otras secuencias: -La señora Meyer -como él la llamaba hasta en sus pensamientos-, se fue en el autobús casi sin que alguien la viera. Y nunca más regresó. No, no regresó. Y seguramente no regresará.
Pero el que sí está es el perro, el inaudito compañero. Echado en su esquina. Ése no le fallaba. Y desde su rudimentario y acobardado escondite tras la cortina, entre mirada y mirada llevaba rato observándolo también, con su acostumbrada desazón, como a diario. Y de vez en cuando el perro en su infinita espera igualmente lo miraba, como adivinándolo en el instinto. Al menor movimiento de telas que percibía en la ventana, de inmediato miraba hacia allí, sabiendo que él estaba escondido con su pena detrás de la cortina, observándolo todo.
De siempre, pero ya no, porque ahora eran casi amigos silenciosos que sólo se comunicaban con miradas y comprensión, le había provocado espantarlo y arrojarle algunas piedras, para que no volviera, igual a como hubiera querido echarla a ella de sus adentros cuando lo supo todo, a pedradas y patadas, pero al final nunca lo hizo. No pudo. Día a día le faltó el coraje. Y hoy, por ser jueves, ya era demasiado tarde para esa rectificación mental y ese sufrimiento. Hoy era él quien tendría que irse.
Por momentos se consolaba pensando que quizá también el perro había estado esperando por algo que igual sólo él podía soñar y eso los encompinchaba un poco. Nadie lo sabe. Pero allí han convivido por mucho tiempo, compartiendo sus infortunios. Y es posible que en los eslabones de la desgracia que los unía fuese que en algún momento pudo haber llegado a contactar y encariñarse un poco con el piojoso y fiel animal que extrañamente se apareció en el portal el mismo día en que ella se fue. Y allí se quedó.
Volvió a revisar la calle. Y lo hizo con una mirada larga que se metía entre la gente, con ojos escrutadores, como taladros, en esta ocasión por la cuadra completa y recorriendo otra cuadra más hacia ambos lados. Nada. Resignado y cansado de estar triste se sonrió tras una mueca de amargura y silencio. Se ajustó los lentes y rectificó la posición de los pantalones que se olvidaban sin caderas.
-Claro -pensó reiterativo- hoy es jueves, y los jueves son así. Los jueves no son días de llegadas ni de alegrías. Son días de perro. De un jueves no se puede esperar nada mejor.
Y acentuó la mueca de desagrado en la boca y en el entrecejo apretado.
Y siempre supo que las cosas importantes de su vida tendrían que desencadenarse y ocurrir un jueves. Como de siempre se desataron y le ocurrieron. Lo sabía con la precisión que le otorgaba el haber vivido montones de ellos como su día más odioso y siempre portador de calamidades. Y se le estrujó el pecho. Creía en eso. Y ya había esperado demasiado tiempo y más que sobrados jueves. Y encima de todo, muy por encima del pensamiento y de la espera, y de lo ruinosamente imaginado, y de lo sufrido, y del perro que se lo había anunciado, y de los recuerdos, y de la soledad, y de las campanillas, y del maldito autobús, y de mucho más allá, y del calor que era aplastante también, exagerando a lo acostumbrado, sintió que su mundo seguía igual. Y el exceso de calor lo confundía y mareaba en su debilidad y le hacía perder su sentido de la espera.
Y aquel sofoco de sudoración era típico de otro encierro más, el que tenía por dentro. Seguramente el peor de todos. Y siempre el perverso jueves atravesado de por medio. Y jueves seguiría siendo por el resto del día. Y quizá mañana absurdamente lo sea también. Estaba convencido que de ser así no lo soportaría. Y mirando por la ventana, soltando los estrechos hombros para dejar caer la espalda, con el sol enclavado en ángulo casi exacto sobre los ojos, la exuberancia del resplandor que lo alcanzaba ahora le hería y le turbaba la mente. Y el aburrimiento lo aplastaba. Y la soledad sumisa y callada mucho más. Y el exceso de jueves también, más que cualquier otra cosa.
Miró de nuevo hacia el remoto perro dormido que ya iba a ser igualmente alcanzado por la línea de luz del avance del sol sobre el piso, y sin quitarle la vista, con una mano como visera, casi sin articular palabras le susurró algo clavándole los ojos, despidiéndose, apenas moviendo los labios. En ese instante el perro lo miró también, como si imposiblemente lo hubiera escuchado, o presentido, esta vez con la mirada bien abierta y levantando y volteando extrañado la cabeza. Las orejas le cayeron a lo largo del pescuezo hasta los bordes de la boca jadeante de verano y de dientes y de la pastosa saliva que no podía detener.
Al verlo en esa pose incrédula y sorprendida, pero de certeza, a Meyer hasta le pareció que en realidad era un perro hermoso que le comprendía y al que nunca le hizo el caso que se merecía. Pensó que pudieron haber sido buenos amigos. Y de repente sintió que hasta lo quería. Y al verlo tan tranquilo, y acaso tan solidario, esperando también, por única ocasión se dio cuenta de que nunca lo había escuchado gruñir o ladrar corriendo tras los carros y bicicletas ni amenazando a alguien. Sí, era un perro raro. Y le sonrió, quizá ese perro había llegado para ser su guardián y estar allí en el espacio de un último jueves y siendo un compañero hasta la Muerte. Le quitó la vista y cerró la cortina.
Buscando una mayor tranquilidad para serenarse detalló a su alrededor los escasos muebles de la habitación y las ropas desordenadas de la cama. Revisó el techo y las paredes como si los viese por primera vez. Y abriendo de nuevo la celosía aún miró hacia el infructuoso punto de parada del autobús. Inútil, no había nadie. Ni tan siquiera estaba el azul autobús que debió llegar a las cuatro y que siempre cumplía con el horario para partir media hora después. Y la esquina se veía desierta. Nada. Y nadie llegaba ni se iba. Seguía estando solo. Y no esperaría por la próxima llegada. Y ya, que se sentía de nuevo ansioso y demasiado fatigado por tanta pesadumbre. Y no estaba dispuesto a continuar en esa espera sin frutos. Para él, había llegado la hora y el día.
A paso lento se alejó de la ventana, tronando también despacioso una vez más los nudillos de ambas manos, en perfecto orden, alternándolas de golpes a la altura del pecho. Le dio, ahora sin agitación alguna una vuelta a la vieja cama, bien atento, concentrado, colocándose al otro lado, de espaldas al viejo armario. Y abrió la vieja gaveta de la vieja mesita de noche que dormía junto a la vieja pared de tablas azules. Y sacó el viejo revólver con las viejas y vírgenes balas. Sí, así es, viejo todo, tranquilamente pensaba que de pronto todo lo veía tan viejo como en realidad era. Un poco de óxido del metal de la culata le manchó los dedos.
Se volteó. Y sin que le importara, sin miedo, persuadido por el abandono y el peso de aquella ausencia que día a día lo había hundido en la rutina y en lo amargo de la soledad, como si estuviese muerto de mucho antes, parado frente al espejo del armario, con su acostumbrada debilidad levantó con convicción el revólver sin quitar la vista de su imagen. Viendo sus movimientos, y precisando un sitio bajo la camisa, tanteando con los dedos, con suaves maneras y sin rechazo alguno en el brazo, tal que lo hubiese practicado y hecho antes, montó el percutor y se dio un tiro, perpendicular y seco, y definitivo, en medio del pecho. Y cayó, hacia atrás descomponiéndose, como golpeado por un mazo.
No, no fue un jueves cualquiera, por supuesto que no. Pero sin lugar a dudas que sí fue como un jueves enloquecedor y demasiado cálido de agosto donde algo extraordinario tenía que suceder para justificar tanto calor y tanta angustia. Y sucedió.
Después se recordarían los acontecimientos con mayores detalles, o con detalles inventados, cuando alguien preguntara por la historia de aquel local que quedó vacío y destartalándose por tantos años en el centro del pueblo, con varias tablas caídas y la ventana rota. Y tendrían que decirlo con justicia: fue lo que quedó de un jueves de un agosto muy caliente cuando se mató Jacobo Meyer, el polaco. Un jueves. No importando en absoluto lo que dijese de ese día y esa fecha un verdadero calendario con su añadido santoral y su pedante y deshumanizada y pretendida exactitud.
Sólo los que no pueden identificar y diferenciar las características de cada día, o que no conocieron mi pueblo y sus similares regados por el campo, no lo pueden entender. Un martes y un domingo no se parecen en nada. Y los pueblos tampoco. El nuestro era el pueblo "donde se mató el polaco que esperaba el jueves preciso para morir". Y así se quedó. Es más, allí todo es diferente. Y las horas no transcurren de igual manera a partir de la salida del sol.
Y hoy, muchos años después, si alguien pregunta por el tan sonado suicidio, aún se recuerda y se comentan esos hechos con la misma desolación de aquel jueves en que se desparramó la noticia, tal que antes, a la sombra y al sol, con lujo de detalles, igual a como se quedó flotando el espíritu de esa tragedia entre las calles y las casas del pueblo, para aumentar su natural tristeza y desolación.
Pero lo que más resaltan en la historia que se cuenta es que a partir de esa hora del disparo, en ese día infame en que el desventurado y bueno señor Jacobo Meyer se mató, el perro se bajó del portal con su parsimonia acostumbrada y andando por el medio de la calle principal se fue del pueblo, más despacioso de lo que acostumbraba andar, sin variar su mirada, ahora quizá cojeando un poco, con una soledad mayor a la que trajo. Miraba hacia los lados de la calle y a la gente, sin aparentar reconocerlos, con pesadumbre, con sus párpados a medio camino, con miradas aplastantes, sin precisar sitio ni persona. Parecía un reclamo andante. Y sí, cojeaba levemente. Y no regresó nunca más. Y la señora Meyer tampoco. Ni tan siquiera vino a ocuparse del muerto.
Y nadie entendió cabalmente ese desprecio, o nadie lo quiso entender. Porque de seguro, decían, que la señora Meyer supo de la noticia del suicidio ese mismo día en que Jacobo Meyer en la ventana se despidió de ella, y de la tienda, y del perro, y de esta vida. La voz noticiosa de la comarca, sobrepasando con mucho al chisme, llegaba a tiempo a todas partes. Para eso servía también el autobús. Y entonces, con la ausencia de ella en el velatorio, todos los asistentes aún sintieron mayor lástima por la continuación del abandono y de la nueva soledad que en la muerte acompañaba y acompañaría al señor Meyer. Y a la señora. Y por seguro que nunca más oirían campanadas.
Y sí, fue un jueves, un jueves tan triste como éste de hoy en que cuento esta historia y en el que el almanaque absurdamente quiere imponerme a como dé lugar que se trata de un viernes. Y lo dice bien claro en letras enfáticas y números grandes sobre el papel barato de color gris turbio, amontonado por los bordes al grueso taco, como si fuese una irrefutable e incongruente verdad. "Viernes", dice. Pero tengo que ignorarlo. Porque no lo acepto, seguro que no, me resisto a ello. Porque yo también soy de este pueblo y no le hago mucho caso a lo que se sale de mis cánones, por muchos saltos y trasposiciones que se impongan: hoy es jueves. Y mañana, al menos aquí, no se sabe qué día de la semana será. Pero es mejor así. Y como están las cosas posiblemente ha de venir, para no variar mucho, otro jueves más, igual de pesado y caluroso.
La angustia punzante en el recuerdo que quedó de Jacobo Meyer y su endilgado perro así lo requiere. Y de esa manera espero que se cumpla. Mañana será jueves. Y me quedaré donde estoy, observando las calles y la gente, haciendo votos de solidaridad con la presencia perfecta de ese otro jueves que ha de venir y con la decisión de despedida que tomaron el señor Meyer y aquél su perro fiel del cual no se supo nunca más. Y también con la irrevocable resolución que en su día tomó la señora Meyer: la de irse para no volver. Soy uno con ellos. Aunque yo no me voy. Amo este ambiente y amo a esta gente. Y como soy de aquí, soy como ellos.
Y así, sigo viviendo con mis latidos y mi consciente espera por la muerte, que ha de ser en este pueblo, sintiendo en mis venas el lento transcurrir del tiempo y haciendo conciencia de lo poco que me ha llegado a importar el orden universal. Lo que ha de ser será. Y ya más que acostumbrado prefiero lo absurdo del caliente y perturbador embrujo de este pueblo a lo fácilmente posible que me pudiese también suceder en otro sitio. Observando la escasa fluidez me he vuelto poco fluido y estático. Y poco me importaría que a partir de hoy todos los días volvieran a ser jueves, ni que se suicidasen otros cien polacos, ni que no llueva nunca más.
Total, en poco tiempo nadie recordará que estuvimos por aquí y lo que hoy parece trascendental mañana no tendrá la menor importancia. Ni el mundo por ello cambiará un comino, aunque los días se repitan millones de veces y todos ellos sean como lo fue éste, que fue y no fue jueves. Y calculo que ésa debe ser la inconsciente filosofía colectiva de los que viven y han vivido aquí. Si algo sucede, pues muy bien. Y si no, da igual. Es supuestamente la misma filosofía del perro de los ojos cansados y somnolientos que se fue del pueblo sin querer repetir el adiós al señor Meyer.
Autor:
Luis B Martinez
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