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Gestión de la comunicación, una práctica en medio de condicionamientos

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    En la primera semana de este año 2004 se conoció por la prensa que el Portal EDUC-AR había entrado en una crisis terminal, luego de agotar en poco más de tres años 11 millones de dólares donados por un argentino esperanzado en mejorar las escuelas del país. El caso resulta por demás aleccionador, si se tiene en cuenta que la misión de ese organismo del Ministerio de Educación es impulsar, a través de las tecnologías, el irresistible proceso de entrada a la sociedad de la información, el aprendizaje y el conocimiento. ¿Causas del desastre? La gestión se comió todo: más de 120 personas, sueldos elevados para los funcionarios, una casona alquilada a razón de siete mil dólares mensuales (a enero ya van con tres de atraso en el pago), poca claridad en relación con el sentido de un portal.

    Lo aleccionador se relaciona con nuestro tema en varios sentidos: una empresa dedicada a comunicar hacia la nueva sociedad, hundida por las viejas mañas (y marañas) burocráticas; un nacimiento lleno de buenos augurios (por el 2000 se hablaba de un portal modelo para el resto de América Latina) enredado en el viejo discurso (y en la vieja práctica) de construir un edificio con funcionarios y todo para ponerse a pensar luego en torno a qué hacer con ellos. Pero lo más duro fue comprobar que las organizaciones (viejas o nuevas) no avanzan de modo irresistible hacia la sociedad de la información, del aprendizaje y del conocimiento.

    En realidad la sociedad no avanza de esa manera, al menos la nuestra y la de otros países de la región. A la penuria tecnológica se suma el uso de esos nuevos recursos de comunicación con el mundo. Investigaciones encargadas por empresas de telecomunicaciones en Centroamérica (Costa Rica y Honduras) evidenciaron, en una muestra de entrevistas a usuarios de locutorios, una utilización bastante lejana a la pasión por el conocimiento: chateo, correos electrónicos para comunicarse con los migrantes, juegos en red, pornografía.

    Hay una ideología bastante difundida, dirigida a sostener la imagen de una sociedad distinta en sus formas de relación y de aprendizaje gracias a la entrada del mundo digital. Pero no es cierto que la gente vaya como acudiendo a un llamado hacia ese ideal de la aldea interconectada entre tribus de hambrientos por más conocimiento. Y no lo es en sentido general, ni tampoco en el caso de las organizaciones.

    Sucede que llegamos a las tecnologías con todo nuestro ser, con toda nuestra memoria, con todo el discurso que hemos podido labrar en lo personal y con todo el peso de los discursos institucionales. Ningún salto en esto, ningún milagro. Los tiempos de las existencias particulares y los largos tiempos institucionales no se borran por el hecho de compartir redes y de entrar, a menudo de manera forzada, a utilizar a diario la computadora.

    Sin duda hay transformaciones. El impacto se hace sentir en formas de administración, en circulación de información, en posibilidad de tomar decisiones contando con más datos, en el aceleramiento de los juegos de competencia, en la automatización de servicios y de producción de mercancías. Pero la ideología de la nueva era va más allá: las tecnologías se convierten en el instrumento ideal para canalizar las ansias de comunicación y aprendizaje de todo ser humano, sea quienes deambulan por el mundo o (y de manera muy especial) quienes forman parte de instituciones. Las tecnologías nos harán libres, hermanos, colaboradores, solidarios, amantes y practicantes de la sabiduría, guerreros del mercado sobre la base de las alianzas internas, conocedores del contexto cercano y lejano, participativos, dueños de parcelas de poder antes concentradas en unas pocas personas, hombres y mujeres capaces de tomar decisiones en cualquier punto del sistema (social o institucional) en que se encuentren.

    La perfección de un universo tan pleno de logros tiene sus fisuras. Supongamos una empresa con, digamos, cinco mil empleados. Luego de una racionalización de ésas que bien conocimos en nuestro país, la cifra se reduce a, digamos, quinientos. Una vez producido semejante descalabro laboral, a los sobrevivientes se los reúne, se los declara personas de toda confianza, se los integra a una red y se les pide que aporten lo mejor de sí para gozar de libertad, volverse hermanos colaboradores, solidarios, amantes y practicantes de la sabiduría… Todo esto en el horizonte de nuevos despidos, con un ejército de desocupados a las puertas. Seríamos más que ingenuos si no comprendiéramos que a la base de la adhesión a esas formas nuevas de relación, está el intento de quedarse en el empleo a cualquier precio, con lo que las simulaciones afloran de un día para otro.

    Entrada forzada a las nuevas formas de gestión, con aquello de "te ordeno ser libre".

    Hemos dados un ejemplo muy duro. Hay instituciones donde eso no ocurre. Supongamos una universidad. ¿No le cabe a ella el papel privilegiado de promover la sociedad de la información, el aprendizaje y el conocimiento? Puede ser. Pero en los hechos también encontramos fisuras.

    Veamos el ideal de la cátedra: un titular (el maestro) junto al cual se forman las nuevas generaciones. ¿Y si no es un maestro? ¿Y si siembra miedos, discordias, confusión? ¿Y si no deja crecer a nadie? Veamos el ideal de los cargos electivos: llegar a los consejos directivos, a los decanatos, al rectorado, sobre la base de elecciones libres. ¿Y si éstas son producto de alianzas, conciliábulos, grupos de poder instalados por décadas?

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