En el juego de las intrigas, brillaba una palabra: alianzas
Por lo tanto, cuando el Maestro recibió la importante distinción en reconocimiento a su destacada labor, lo primero que me dije fue que debía aprovechar su enorme prestigio para alcanzar mis objetivos.
Durante largo tiempo estudié todos sus movimientos. Cuándo-con el paso de los años- comprendí que al respeto del Rey se había sumado la personal admiración de la Reina, me dije: he aquí alguien a tener muy en cuenta.
Más allá de sus antecedentes, sabía que por las labores propias que realizaba en sus exclusivos aposentos, se mostraba un hombre diferente, un elegido; un espíritu brillante que desarrollaba conceptos metafísicos sobre la luz y la existencia, que pronto atrajeron mi atención.
Personalmente, me sobraban referentes en el Palacio; algunos sinceros, otros sólo interesados. De todos modos, a poco de la llegada del Maestro, me acercaron datos de su afición a los secretos de la alquimia, como así también, de su activa participación en una sociedad secreta vinculada al estudio de la Kábbala hebrea (no en vano había elegido como lugar de trabajo, una sala amplia de siete ventanas con una especial predisposición para el ingreso de la luz exterior).
Más de una vez, de manera subrepticia, observaba su extraño comportamiento. Recuerdo que en cierta ocasión, al acercarme de manera sigilosa a su taller, lo vi contemplando como ido, un intenso resplandor de sol que se filtraba por la hendidura de una de las celosías Con un raro aparato que exponía a la luz una y otra vez, iba y venía por la estancia, escrutando cada palmo de aquella sugestiva atmósfera. Luego se dirigía al escritorio, tomaba unos apuntes, y otra vez a contemplar largamente ese particular haz de luz que descendía en forma perpendicular sobre la sala.
Durante el curso de una charla -tuvo especial deferencia en agradecerme el vino que yo mismo preparaba-, luego de horas de intensas libaciones, me dijo que quería confesarme un secreto; el prodigioso secreto que según él, habría de perpetuar su nombre para la posteridad: dominar la técnica de la luz y el movimiento, esencia misma -según sus palabras- de la propia inmortalidad.
Con los ojos tomados por un extraño fulgor, me tomó de un brazo y me dijo:
"Puedo daros a vos también, el privilegio de brillar con luz propia por los siglos de los siglos. Pero habréis de ofrecerme algo a cambio. Sabéis que llegué aquí con especiales recomendaciones para la familia Real. Se ha dicho que como coterráneo del propio Conde Duque de Olivares, llegué aquí de su propia mano, en la época que el hombre soñaba en que el Rey habría de devolverle a España su perdida gloria. Esto es falso, puedo aseguráoslo. Ahora bien, ni en su presencia- sabrás que el valido comenzó de pronto a hacerme la vida imposible – ni en su sonada ausencia, he podido llevar a cabo mi proyecto, salvo algunas pruebas de las que he preferido que pasaran un tanto desapercibidas. El caso es que conociendo vuestro ascendiente sobre Su Majestad, nada mejor que tu concurso. Necesito el apoyo del Rey de manera incondicional. Han de prestarse a una exposición intensa; hablo del conjunto de la familia real. Será fatigoso, lo sé; habré de fastidiarles varios días como partícipes casi excluyentes de mi propia idea revolucionaria ¿Comprendéis esto?"
¡Cómo no comprenderlo siendo que esto era parte de un deseo muy íntimo, que había tomado la decisión de confesarle…!
No haría falta acotar, que tengo esculpido en la memoria, cada una de las palabras con las que fui sorprendido.
Chantaje. Un fino chantaje. El Maestro sabía de la influencia que gozaba con el Rey como ayuda de cámara de Palacio desde que el destino ungiera a Su Majestad siendo un mozalbete de apenas 16 años.
Ni siquiera el todopoderoso Gaspar Guzmán de Pimentel, pudo sacarme de su lado, loco de celos por ese ascendiente que no podía comprender. él (el Rey, por supuesto) sacó fuerzas de su carácter débil y melindroso y lo puso de una pieza al gran Conde Duque (lo que este altanero y presuntuoso ignoraba, es que yo había iniciado a Su Majestad en los dulces secretos del amor; y desde entonces, bien sabía yo de su propia boca, las intrigas que estaban sellando el ocaso de una España políticamente decadente).
Con el Maestro nos sinceramos mutuamente. Animado siempre por el brebaje que bebíamos juntos, el hombre se despachaba a gusto. "Nosotros estamos perdiendo el Imperio, y la causa, es que estos idiotas que nos gobiernan, nunca han podido conformar una baza de espionaje al estilo de la consumada diplomacia inglesa. Inglaterra ganará la partida porque son maestros en el arte de hacer política a dos caras. Ese Conde Duque era pura pólvora en el cuerpo pero no tenía buena mecha en la cabeza". Me sorprendió este comentario del Maestro confesión harto peligrosa, pues ambos sabíamos que el desterrado hombre público, aún gozaba de la admiración del Rey. De todos modos, yo aproveché para hacerle partícipe del secretísimo pensamiento de mi locura existencial: el deseo de ganarle a la muerte, en complicidad con un alquimista que llevaba años trabajando con la idea de la inmortalidad. ¡Vaya casualidad si las había! De pronto, el Maestro me ofrecía un camino alternativo con el fin de consumar mi obsesión.
"¡Hombre! ¡Sois testigo de que no soy el único que pretende desafiar a la misma muerte!"
Como presumiera entonces, él quiso conocer todos los detalles.
A la sazón, el tal alquimista era Don Félix Jovellanos Campos, hijo de un proveedor de la Armada, caído en desgracia después de la humillante derrota en la abortada invasión a Inglaterra. No obstante, su padre se repuso pronto, acrecentado su enorme fortuna en el suministro logístico para los tercios españoles que combatían en Flandes.
El caso fue que Don Félix -hijo único – se quedó con dicha fortuna al fallecimiento de su padre (su madre había muerto en pleno proceso del parto que lo trajera al mundo).
Le conté también al Maestro que Don Félix me había sido presentado durante una reunión en Palacio a la que concurriera con el objeto de obsequiar a la familia real una vasta colección de sedas y perfumes del Oriente. Que vernos e intimar fue todo uno.
Comenzamos a reunirnos de manera asidua. El hombre insistía en ser generoso conmigo debido a los buenos negocios que yo le facilitaba por mi trato directo con la familia real; y así fue que en el transcurso de una cena en su finca – vivía a la sazón en una enorme casona en las afueras de Madrid, a escasos metros del curso del Manzanares – forjamos un acuerdo, un pacto de caballeros. él me inició en los secretos de la alquimia, y yo me mostré interesado en conocer los pormenores de esa extraña ciencia. "Ya sabe usted, Maestro; a veces las virtudes del alma pueden más que los escalofríos de la mente".
Continué relatándole que sobrevivieron luego días y días de tediosa melancolía, contemplando el rutinario trabajo, durante incontables horas frente a la fragua. Me irritaba su paciencia de asceta, acercando al fuego los pequeños trozos de minerales que seccionaba previamente."No me interesa transmutar en oro estos retazos de materia (y de hecho, lo había logrado); el objetivo es transmutar mi propia vida. Primero, debo lograr la purificación absoluta del alma, y luego…" Y entonces citaba a un tal Hermes Trimestigo y a los sacerdotes del Imperio egipcio, entrelazando esa filosofía con citas de los sagrados libros hindúes. Por momentos realizaba invocaciones paganas; mezclaba a Horus con Jehová, y era tanta la diversidad de sus creencias religiosas, que en cierto momento no pude evitar pensar que en el tan mentado asunto de la alquimia, alguien le había facilitado a Don Félix el manual equivocado.
"Pues veréis, Maestro: quedé patitieso al ver el taller de investigaciones que nuestro amigo había erigido en los fondos de la finca. ¡Hasta tenía un crisol inmenso de cobre construido por uno de los discípulos del gran Leonardo! Luego de comer y beber en exceso, nos metimos en un cuarto que hacía las veces de biblioteca y fue el momento en que el tal don Félix empezó a profundizar en sus delirios metafísicos. Tú has sido seminarista – me dijo-. Conoces aquello de per se notum secundum, o sea, Dios existe por sí mismo. Luego, per se notum quad nos, esto no puede ser demostrado a nosotros, síntesis magistral del pensamiento tomista. Ahora bien, yo he estado en Italia: Padua, Roma, Turín, Florencia… Allí se respira la presencia de Dios a través de la creación artística de sus criaturas. Me he transportado a las alturas celestiales hablando con los místicos que abundan en los conventos, y he descendido a los infiernos a través de largas pláticas con algunos alquimistas.
Tuve el raro privilegio de conocer un místico en Padua que había logrado levitar; sí, como escucháis, ¡levitar! Al preguntarle sobre el secreto de semejante prodigio, me dijo que aquello era sencillo a condición de lograr la comunión del alma con Dios: el misticismo de los iluminados…"
A esta altura, el Maestro se mostraba fascinado con mi relato, circunstancia que ponía en duda el informe respecto a su presunta participación en las artes ocultas.
"El caso, Maestro, es que, pese a los esfuerzos místicos que durante largo tiempo intentara el buen Félix, Dios se mostraba esquivo a sus reclamos. Lo que el pobre Félix no sabía, era que el secreto de la levitación, el poder alcanzar alturas insospechadas para el espíritu, proviene siempre de una actitud profundamente religiosa. Que ya sabe usted, Maestro: aquello de la Gracia Divina con que Dios toca a los Santos. Fuego interior, alma inmaculada y renuncia absoluta del pecado, ¡única forma de hablar con Dios! ¿Milagro? ¡Nada de eso! El cedazo de la fe ha de ser insobornable con las especulaciones de la mente… ¡He ahí el secreto! "
Esta ha sido parte de mi confesión con el Maestro (luego vendrían otras pero ya se verá más adelante).
Siglos después, resulta paradójico que los avatares de esta sociedad actual, haya entronizado a la ultra tecnología como una especie de dios pagano, un vano deseo de la arrogancia humana. Fuere cuál fuere el camino que el hombre intenta para despegarse de Dios, todo termina por volver a la esencia del creador. Sin Dios, nada; con Dios, todo. Principio rector del misticismo, que hoy -¡vaya paradoja!- se toca los extremos con los propios postulados de la física cuántica.
Lo cierto es que aquella famosa piedra filosofal, objeto de la locura existencial de Don Félix, no es otra cosa que la caja de Pandora de la ciencia moderna, puesta a desentrañar los misterios que encierra la materia. El Alfa y la Omega que tan bien expresase el jesuita iluminado: Todo proviene de Dios; todo va hacia Dios (*)
Claro que en aquel entonces – en medio de los desastres militares y diplomáticos que condujeran a la pobreza a mi entrañable pueblo -, nada sabía yo de estas cuestiones científicas a las que arribó el conocimiento (y metafísicas, agrego). Por eso, hoy sé que sólo la intuición me llevó a apartarme de Don Félix y elegir a la propuesta del Maestro, como único y excluyente camino de mi propio deseo de eternidad (por otra parte, cada vez se hacía más ostensible en el viejo alquimista, su enjuto cuerpo y el santo sudario de sus bellacas arrugas, como fruto de un fracaso no admitido…)
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Mientras tanto, el Maestro renegaba de mis últimas dudas. "Yo os daré la inmortalidad, mi querido ujier. ¡Deja a ese loco tunante con su falsa alquimia! He consultado a Dios sobre los secretos que guarda la luz, y él me ha dotado de un prodigioso don: con dichas armas, seré capaz de detener el tiempo".
No me costó mucho convencer al Rey de la conveniencia de participar con su familia en la suprema obra que preparaba el Maestro.
Por eso me hice presente en su taller, con las primeras luces de la tarde.
La luz solar penetraba por el alféizar de una de las ventanas, formando columnas de una extraña luminosidad, en la cual danzaban pequeñísimas volutas de polvo.
Vi a la pareja real; a su prole, y hasta el fiel can echado laxamente sobre el piso.
A una señal imperceptible del Maestro, apoyé mi mano derecha sobre la pared que corría a izquierda de él, y de manera natural, me preparé para entrar a la posteridad: mi propio sello de inmortal, parte indisoluble del lienzo que Don Diego de Velázquez y Silva, habría de bautizar "Las Meninas".
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(*) Refiere a Theillard de Chardin.
Autor:
José Manuel López Gómez
(escritor argentino nacido en España)
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