El lobby gay y la heterosexualidad degenerada (la homosexualidad siempre lo es) quieren que el sexo sea algo indiferente, neutro, relativo, convencional, intercambiable. Pero el sexo es algo más que echar una cana al aire.
En cierto modo es la esencia del hombre, tanto del vulgar y sensual como del extraordinario y espiritual. Ambos se definen en base a su relación con el sexo, sea ésta inercial o racional, obvia o problemática.
Negar esta condición constitutiva del sexo es negar al hombre y convertir la humanidad en una especie animal más. Con la diferencia de que, para colmo, se la condena a la más vergonzante y egoísta de las extinciones en el altar de la lujuria.
Los homosexuales tienen un vicio por su condición, pero no pecan si no consienten a él. Absolutamente nadie puede ignorar indefinidamente las tendencias viciosas, y ningún mortal está libre de pecado.
Ahora bien, ¿qué pensaríais de un obeso que intentase elevar la gula a la categoría de privilegio civil? Una cosa es respetar a los homosexuales y otra muy distinta es reconocer a los gays, capitular frente a la bajeza.
Antes he dicho que el sexo, como valor psicológico, es la esencia del hombre, ya que no hay manera de sustraerse de él mientras se está vivo.
Sin embargo, el sexo como valor moral es voluntad de descomposición, de desintegración y de vacío. Es una protesta contra el peso de la existencia. Se opone, entonces, al amor, del que resulta lo contrario: la voluntad de unión, de integración y de lleno, la afirmación de la vida.
Un monstruo no es tal por su carácter improbable, es decir, por la parvedad de casos de su tipo, pues, si así fuera, también serían monstruos los seres excepcionales, Jesucristo a la cabeza. Ahora bien, el fenómeno monstruoso se da cuando un ser está dotado de órganos o facultades que no corresponden a fin alguno, como por ejemplo, tres ojos en un mismo rostro (que rompen el eje de simetría de la visión), la bicefalia (que impide ejercer autónomamente el control sobre los miembros) o la atracción por personas del mismo sexo, destinada a eliminar el amor de la faz de la tierra, como preámbulo macabro a la desaparición de la raza humana.
Primero fue el amor sin descendencia ("libre"), luego el amor sin compromiso (al que habría que llamar "libérrimo"). Ahora sólo queda el "amor" sin amor, entiéndase, la cópula libertina, esgrimiendo el mero goce escatológico del propio cuerpo en perjuicio de cualquier otra consideración.
Hay heterosexuales que "aman" así, pero no están obligados a hacerlo. La institución jurídica del "matrimonio homosexual", por contra, crea un paradigma que desecha cualquier forma de relación que no sea la fundada en el banal interés erótico.
No puede haber comunión de ideales ni afirmación de la vida (esto es, familia) desde la perspectiva de la caducidad, como tampoco puede darse la amistad desde la instrumentalización sexual del otro ("Para considerar a una mujer nuestra 'amiga' sería preciso que nos inspirase alguna suerte de antipatía física", dejó escrito Nietzsche).
Los homosexuales degradan el amor, rebajándolo hasta el nivel de la amistad, para acto seguido arruinar la amistad, encerrándola en la mazmorra del sexo.
Y bien, el origen de la homosexualidad es sociológico, a saber: una mala disposición del padre para que el hijo se identifique con él. Y como el error engendra error, de familias malas pueden salir familias peores y hasta antifamilias o pseudofamilias.
¿Cuál es el quid del descalabro? Una sociedad débil, egoísta e individualizada daría lugar a esta clase de fenómenos inexplicables.
Hoy los jacobinos, antes iusnaturalistas, olvidan ese límite que el mismo Parlamento inglés se puso: "La ley lo puede todo, excepto convertir a un hombre en mujer".
La medida legislativa que se comenta no ha sido acordada por ser un avance en materia alguna, sino por resultar electoralmente sabrosa. No ataquéis, pues, a la Iglesia, que siempre dijo lo mismo: atacad al partidillo que desde su fundación hasta la fecha ha tardado 125 años en reconocer y proclamar un "derecho inalienable", como parece al fin que lo es el concubinato homosexual. Mas adelantemos algo de teoría.
El buen Estado debe reconocer los máximos derechos, que son finitos y consustanciales, y al menos garantizar las libertades, infinitas y de carácter accidental, en tanto que éstas no frustren a los primeros.
Es de notar que los derechos se complementan mutuamente (al integrar la noción de hombre), mientras que las libertades de signo contrario (que constituyen al individuo) se limitan recíprocamente.
Los derechos, a su vez, constriñen las libertades adversas a su realización, pero ninguna libertad, ejecutada para el caso, puede disminuir un derecho en general reconocido.
Visto esto, pocos negarán que el trocar una libertad en derecho positivo "erga omnes" equivale a debilitar por un tiempo indeterminado todas las libertades y también todos los derechos naturales que se le oponen (verbigracia, el derecho a la familia).
Aquí se une el inconveniente de que con ello no se protege nada duradero que justifique tal gravamen, quedándose la cosa en un mero refrendo "a posteriori" de la voluntad de Zutano y Mengano, privadamente respetable, si bien inútil y redundante en lo público.
El individualismo institucional, además de ser una suerte de oxímoron, empobrece la esencia del hombre.
Un Estado que garantice todos los derechos será o bien perfecto, si los armoniza con la libertad, o bien tiránico, si no lo logra. En adición, un Estado que reconozca todas las libertades se destruirá a sí mismo, convirtiéndose en anarquía.
Por último, el que sólo reconozca parte de ellas cederá una fracción de su soberanía a grupos de poder, cual oligocracia.
Las parejas estables gays, las poquísimas que hay y que habrá, no dan nada a la sociedad, luego la sociedad no les debe nada en tanto que parejas. Ello aún sin entrar a juzgar su aptitud moral, que, por supuesto, yo también discuto.
El amor, en efecto, es la unión perpetua (o así pretendida) de dos seres y, en el caso de hombre y mujer, unión en cuerpo y espíritu. "Que sean una sola carne": cualquier otra definición lo desvirtúa. Así pues, el amor erótico, a diferencia del amor intelectual o místico, implica que esa perpetuidad se extienda al cuerpo mediante la descendencia.
Y no puede decirse que el "amor" entre homosexuales sea místico, pues es carnal. Entonces, al carecer de fines carnales, es falso amor erótico, es mera lujuria y sometimiento a las pasiones, lo cual -si bien no basta para incapacitar o desacreditar a nadie- tampoco debe conceder derechos de más.
La sodomía no tiene ningún fin, ni próximo ni remoto, que no sea la obtención de placer. Rascarse un brazo -se me contestará- tampoco cuenta con fines adicionales, y no por ello entra en la categoría de lo anormal o deforme.
Pero nadie consagra una parte importante de su vida a rascarse, ni aspira a edificar algo superior a partir de este fundamento. Por ello es un abuso crear instituciones jurídicas "ad hoc" que, más allá de la protección contractual, amparen derechos inexistentes, como el que puedan tener los zurdos a trepar escaleras violetas. Máxime cuando tales prerrogativas individuales se oponen a derechos inalienables de la sociedad, por ejemplo, el de fundar una verdadera familia.
Pero advirtamos este extremo: El matrimonio civil es el sometimiento del compromiso eterno a la contingencia contractual, la permuta de la fidelidad de dos por la voluntad de uno y otro.
Sólo hay un matrimonio: el que nace queriendo durar para siempre; sólo Dios puede refrendar pactos incondicionales, indisolubles en sí y superiores a todo albedrío una vez consumados.
Si el matrimonio civil ha logrado prosperar ha sido dado su parasitarismo con respecto al católico, empezando por el nombre.
A pesar de ello, ha supuesto una brecha en la noción sacramental de la familia, que ahora se concibe con los trazos pragmáticos de una sociedad en comandita. No es extraño que ya muchos vean en esa versión descafeinada y falsa de matrimonio, y por extensión también en el matrimonio católico, un "papeleo inútil", prefiriendo a cualquier vínculo formal la ausencia completa de sujeción, el mero estado de facto, la idílica beatitud primitiva.
Viene entonces cuando, en un ataque de inconsecuencia, "el pueblo", el atolondrado pueblo, exige que se legisle sobre las parejas de hecho porque la razón natural y la "igualdad" lo requieren. Salimos, pues, de una regulación para caer en otra. ¿Con qué fin? Protegernos de nuestra propia voluntad, aunque lo hagamos de manera artificiosa mediante la ley, que imaginamos no impuesta, sino emanada de nuestras conciencias.
El "matrimonio homosexual", en fin, es un paso más en este montaje metafísico-jurídico, nacido para vaciar al hombre de sus responsabilidades irrenunciables en favor de un Estado omniabarcante, cuyo proceder no debe cuestionarse ni siquiera en el fuero interno.
Se trata en definitiva del sueño de un déspota como Napoleón, perpetuado en el ideario fáustico del ateo.
Además, el placer sexual es una pasión y, por consiguiente, carece de fines propios. Los homosexuales no reinvindican el derecho al amor (eso iba a ser como reinvindicar el derecho a la alegría: una estupidez), sino al placer.
La capacidad de amar no puede regularse de forma directa, pues es de naturaleza interna. Sólo se regulan los actos externos, a saber, la consecución de una descendencia, a cuyo núcleo afectivo llamamos familia, o en su caso, la búsqueda del mero goce, a la que nos referimos como concubinato.
La homosexualidad queda forzosamente reducida a este último supuesto.
El sexo es siempre promiscuo, el amor es lo único que le pone freno. Y el amor necesita un cauce o fin duradero para no extraviarse ni agotarse demasiado pronto. Así pues, el "amor homosexual", aun si existiese, cosa que niego, no tendría nada que ver con el matrimonio al no contar con fines naturales.
Los gays reclaman el derecho al matrimonio para escarnecer el amor y, mediante su marginación, parecer ellos menos enfermos. Se intenta dar una solución sociológica a un problema psicológico, arrastrándose a todo el cuerpo social en una caída en picado hacia la animalidad.
En resumen:
1) El "amor homosexual" es un acto natural (la cópula) carente de fines naturales (la reproducción).
2) Todo amor busca unir a perpetuidad (el amor entre madre e hijo, padre e hijo, etc. no busca unir a perpetuidad, porque ya nace unido por el parentesco), pero el "amor homosexual" no sólo no lo logra, sino que no puede lograrlo desde sí mismo.
3) Luego, o bien el "amor homosexual" no busca unir a perpetuidad, o bien lo busca sin fruto.
4) Si no lo busca, no es amor.
5) Ahora bien, si lo busca sabiendo que no puede lograrlo, también es engaño.
6) Ergo, se elija lo que se elija, aceptadas las premisas, el "amor homosexual" sólo impropiamente puede llamarse amor.
7) Y, si no se aceptan las premisas, entonces llamad amor a cualquier entretenimiento pasajero, con lo que demostraréis que, para conseguir vuestro cometido habéis tenido que degradar el concepto, tal y como se entiende de ordinario.
Ahora el único freno contra la poligamia es la "dignidad de la mujer", que se esgrimiría como indisponible frente a aquellas a las que no les importase compartir marido.
Pero parece que a nadie le preocupa la dignidad de la familia. Es hipócrita: permitimos uniones contra natura, minoritarias en nuestra sociedad, y les negamos a los inmigrantes sus uniones tradicionales que, siendo incorrectas, al menos no carecen de fines.
Debo insistir: los gays no buscan ser naturalmente iguales que el resto de parejas, porque es imposible, ya que su condición física y espiritual se lo niega.
Buscan que esas parejas sean iguales a ellos: eso sí es posible, y la ley aquí es sólo un instrumento para perpetuar esa práctica marginal. Por lo común la ley reafirma la costumbre generalmente aceptada; en España se ve que también nace para negarla y pervertirla a golpe de chantaje moral.
No deja de ser sintomático el que muchos os hayáis tomado a modo de cruzada la invención de derechos, queriendo dotar de una dignidad especial a quien de por sí no la tiene. Como el que maquilla a una rana.
Sólo hacer notar que el "amor homosexual", como el supuesto amor de los animales, carece de fines conscientes o inconscientes. Con la misma autoridad con que hoy se casan hombres con hombres y mujeres con mujeres, podrían "casarse" caballos con yeguas y hasta yeguas con novillos, amparándose la extravagancia en la libre voluntad del campesino.
Ahora bien, el consentimiento sin derecho no obliga a terceros, pues es pacto entre criminales; y España y Portugal bien pueden dividirse el mundo en Tordesillas, que el mundo seguirá su curso.
Autor:
Daniel Vicente Abogado.
Materia: Derecho / Filosofía