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Noche de terror en futacuhin (Cuento relacionado con el campo chileno, sus costumbres y tradiciones)

Enviado por jorge ulloa


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    Noche de terror en Futacuhin – Monografias.com

    Noche de terror en Futacuhin

    Fernando Yefe era el mayor de los hijos del matrimonio compuesto por Ernesto Yefe y Mariana Antillanca. A la sazón, tenía 18 años recién cumplidos y siendo Diana su hermana menor una niña de sólo 3 años; para su padre, aparte del hecho de tenerlo a él como su primogénito hombre y como es común de los hogares campesinos en los cuales es mucho más valioso tener un elemento potencialmente fuerte para las labores propias del campo, era motivo de legítimo orgullo lo diestro que era Fernando en la monta de caballos y potros, siendo ya, pese a su juventud, reconocido en toda la provincia de Osorno como uno de los mejores en el difícil y arriesgado oficio de amansar y dominar a potros y potrancas chúcaros que, a más de un huaso, creyéndose experto los ha dejado con más de una costilla rota y contusiones varias.

    Una ancha cicatriz en forma de medialuna surcaba la mitad izquierda de su sien, recuerdo imborrable de sus primeros años de vida, en los cuales apenas se desplazaba caminando en medio del pajar que quedaba posterior a la cosecha del trigo, en aquellos, aún soleados, primeros días de Marzo. Fue en uno de aquellos días cuando, sin pensarlo siquiera se acercó más de la cuenta para ver cómo Pedro, el ayudante de su padre, herraba a Roxana, su yegua preferida. A ésta, no le importó la corta edad de Fernando y no dudó en patear el infantil cráneo y dejarle ése recuerdo imborrable que, por poco le arrebata la vida. Dos días estuvo inconsciente en su colchón de paja. Su madre, casi se muere de pena y fue preocupación permanente de todos los vecinos la pronta recuperación del primogénito de los Yefe.

    Años más tarde ése triste episodio, pese a lo evidente de la marca dejada por la herradura, sólo sería una anécdota para el campeón provincial de carreras a la chilena montando a su fiel amigo "puelche". Único descendiente de la arrogante Roxana que había pasado a formar parte del corral celestial hacía ya dos inviernos.

    Ésa tarde, Fernando tenía prisa en guardar pronto el ganado, pues estaba convidado al cumpleaños de su polola Javiera en "El Encanto" y quería tener el tiempo suficiente para poder ducharse y vestirse tranquilamente antes que empezara a oscurecer y llover. Una gota le hizo alzar la vista al cielo y proferir un garabato, pues el pronóstico del locutor de la radio "La Voz de la Costa" había sido certero y para colmo de males unos negros y amenazantes nubarrones que se acercaban por detrás del cerro de Ñilque confirmaban más aún su augurio. -¡cuándo se irá a equivocar ése Cretino…! pensó.

    Un guascaso en las ancas despertó a Puelche que, distraído, masticaba unas hierbas tiernas que crecían al costado del cerco de púas que hacía poco reparara Fernando con su padre.

    Ya en casa, el dialogo con su padre giraba en torno a lo que más les preocupaba para ésos largos meses de invierno que se avecinaban.

    -Fernando, acuérdate de no quedarte más allá de la cuenta en la casa de los Vergara, o si no mañana te vai" a quedar dormío cuando tengamos que ir a vender esos animales.

    -No se preocupe, taita, si en cuanto se acabe la conversa y "el copete" me vengo al tiro…

    No obtuvo la sonrisa que esperaba de labios de su padre con su chiste, pero tampoco le importó mucho.

    – Acuérdate de llevarte el machete, por si acaso, no vaya a ser cosa que te salgan a cogotear por ahí. Acuérdate lo que le pasó el otro día a Sergio Catriyao por venirse curao".

    Su padre, confiaba plenamente en las habilidades que tenía Fernando, aparte de la cabalgadura, para entablar una pelea cuerpo a cuerpo con arma blanca, después que le salvara, en la última ramada que se hizo en la Junta de vecinos, cuando unos cuatreros lo quisieron cogotear y Fernando sólo, machete en mano casi destungó a uno y le cercenó el dedo pulgar a otro de los delincuentes, dándose a la fuga el resto de los antisociales al ver la agilidad y fuerza de ése joven y corpulento muchacho. –No se preocupe, si Ud. sabe que a mi "huacho" (así llamaba a su machete por ser lo único que pudo rescatar de uno de los mejores arados que había tenido su padre) no lo dejo ni a sol ni a la sombra. En efecto, Fernando le había mandado hacer a Jaime Angulo, uno de sus mejores amigos y hábil talabartero, una funda especial de cuero de Jabalí, adaptada de tal manera a su montura que en una fracción de segundo podía blandir la hoja de 43 cm. con la que él, ufanamente, en los días de verano, cuando terminaban la chupilca matinal, al costado del bebedero, usaba para afeitarse. Siendo en un primer momento, para los que estaban al lado de él, motivo de incredulidad y a la postre, motivo de risa y envidia a la vez de poseer tan filosa herramienta, especialmente adornada con una brillante y pulida empuñadura de hueso, tallada con sus iniciales y que le había tomado casi un mes terminar.

    -Fernando, no te vengas muy tarde y abrígate más, hombre, mira como vas todo desabrigado y está a punto de llover. La voz de su madre, sonaba igual que cuando él tenía ocho años y le decía lo mismo cuando se arrancaba de las tareas de la casa por ir a jugar a la pelota.

    – Ya mamá, si me tengo que poner la chaqueta y la manta todavía.

    – échate desodorante por lo menos, mira que ésa gente son terrible de fijaos".

    – si mamá.

    – Fernando, no gastes mucha plata y menos aún en copete. La voz de don Ernesto, su padre le trajo al recuerdo la difícil situación económica por la que estaban pasando y motivo por el cual al día siguiente tendrían que ir a vender esos animales a la feria de Entre lagos. -¡y ése gringo que no aparece con los sueldos! Pensó, recordándose del principal motivo por el cual toda la peonada se encontraba sumida en la misma situación al no aparecer el patrón desde los meses de verano en que vino con toda su familia y después se fue sin dejar rastro de los sueldos y las cotizaciones previsionales que les adeudaba, especialmente a los más antiguos como su padre que ya llevaba más de veinte años trabajando para aquél, tiempo ha, desde que se comprara las 223 Has. Que le ofreció a muy buen precio uno de los hermanos Schwerter.

    – Chao taita. Se despidió de su padre y a la salida le dio un beso en la frente a Mariana su madre que terminaba de sacar la última horneada de pan para la once. Rápidamente se echó los dos sándwiches de queso que ella cariñosamente le había preparado y dejado sobre la

    mesa. Alargó rápidamente su mano, antes que su hermana Diana, quien ya se le adelantaba para arrancarle un mordisco a ése delicioso y oloroso pan calientito con el queso que, recién derretido, emanaba toda su láctea fragancia por delante de sus infantiles narices.

    – Chao hermanita, nos vemos mas rato.

    – Chao, lalo "te quelo mucho", dijo la niña que acababa de cumplir tres años el 19 de mayo recién pasado.

    – cuídate hijo, replicó por última vez su madre cuando Fernando graciosamente al pasar por afuera de la ventana de la cocina le arrojó un puñado de paja del "pienso" que lentamente se comía su fiel puelche, en espera de su hábil jinete con el que tantas veces habían conquistado la gloria. Mariana, sin saber porqué, pero tenía un extraño presentimiento de que algo malo iba a pasarle a Fernando aquella noche y en efecto, no durmió esperándole.

    – ¿Estás listo Puelche? Le dijo Fernando al noble animal mientras le pasaba las riendas por arriba del cogote. – Pues bien, en nombre sea de Dios, ¡vámonos!

    Eran un cuarto para las cinco de la tarde, cuando Fernando enérgica pero cariñosamente clavó espuelas en su amigo. Negros nubarrones le daban un aspecto lúgubre y triste al camino de tierra que, en los bajos tomaba un aspecto chocolateado producto del barro formado por las últimas lluvias y el desfile intermitente de los animales del fundo. Torció riendas y decidió tomar el camino mejor para ir al Encanto, aunque aquello le demandaba casi dos horas y media, pero prefería demorarse más, a no llegar embarrado si es que tomaba el atajo que, a través del monte, le ahorraba casi la mitad de los 16 Km. de distancia que separaban su casa de la de su amada Javiera que ése 5 de Junio cumplía también la mayoría de edad.

    – ¡Ándate lento no más puelche!, no quiero que te embarrís la panza y me manchís mis pantalones nuevos, ¿OK? El noble animal, con su lento andar en cada zancada movía acompasadamente asintiendo con la cabeza, en cuya frente lucía orgullosamente un bello Lucero que era motivo de envidia de sus pares en cada campeonato de carreras a la chilena en las cuales, Fernando cuidadosamente se lo despejaba, peinándole prolijamente su frondosa tusa heredada de sus antepasados árabes que llegaron en el año 1978 al Regimiento "Coraceros" de Osorno para conformar las unidades de exploración montada; tiempos aquellos en que nuestro país se movilizaba para entrar en guerra con una arrogante y prepotente argentina. Lo demás es historia. Muchos de esos ejemplares fueron, trasladados posteriormente hacia "Haras" privados; desde uno de los cuales el "Gringo" Schwerter compró algunos de aquellos ejemplares. Años más tarde regaló a Ernesto, una arisca potranca a la cual, el Capataz del fundo del gringo, bautizó como Roxana.

    – ¡Parece que vamos a tener suerte y no nos va caer agua todavía!

    Fernando no dejaba de escudriñar el cielo, en dirección norte en donde se abalanzaban veloces rebaños de nubes cargadas de agua, en contraparte de un túnel de luz que le otorgaba destellos de color violeta al camino adornado de Ciruelillos y maquis.

    Al salir del enripiado callejón, se topó con la familia que vivía en la pequeña escuelita rural de la comunidad de Futacuhin, cuyo director trabajaba afanosamente reparando uno de los cercos que le había destruido uno de sus cerdos, en esas violentas escapadas a la huerta en donde abundaban las papas y zanahorias que eran un manjar para ellos, rompiéndolo todo a su paso.

    – ¡buenas tardes don Rolando! ¿Cómo está Sra. Naldy?

    Mientras el director trabajaba en la reparación del cerco, la esposa de éste, Naldy, daba de comer a la menor de sus hijos, la pequeña María Paz de tan sólo tres años y medio, sentada en un pequeño banco de madera en la mampara de la puerta de acceso de la pequeña vivienda, mientras sus tres primogénitos jugaban alborozados arriba de un cerezo.

    – ¡hola Fernando! ¿De paseo?

    – Si, voy al cumpleaños de la Javiera. A la abnegada profesora de la escuela G Nº 484 de Futacuhin se le agolpó en la mente la imagen de la hermosa niña de ojos verdes y largas trenzas que había obtenido las mejores calificaciones en su pequeño curso de 11 alumnos de 7º básico. Cuando tuvo que partir a la escuela de Entre Lagos para terminar su enseñanza básica.

    Eran comunes en Puyehue las escuelitas como aquellas en donde los "gringos" donaban el terreno y el gobierno, a través de la Compañía de Ingenieros de construcciones del Regimiento de Ingenieros Nº 4 "Arauco" construía las escuelas para las pequeñas comunidades de niños, hijos de campesinos huilliches y colonos, en su gran mayoría.

    -¡Dales saludos a los Vergara! Concluyó Rolando Barra, al tiempo que enderezaba uno de los gruesos clavos de 5" que porfiaba en incrustarse torcido en la dura tabla de mañío.

    – ¡en su nombre don Rolando! ¡Hasta luego Sra. Naldy!

    – ¡chao Fernando! ¡Dale saludos a los Vergara, pórtate bien con Javiera! Dijo la joven profesora, al tiempo que terminaba de darle la última cucharada de postre a la pecosa María Paz. Puelche saludaba educadamente moviendo la cabeza, ya saliendo del callejón de ripio, próximo al cruce con la carretera, al tiempo que observaba uno de los tantos camiones con patente argentina que pasaban veloces por la ruta internacional 215 que unía las ciudades de Osorno, por el lado chileno, con la de Bariloche, por el lado argentino, a través del paso internacional Cardenal Samoré.

    El trecho de carretera que debían sortear, afortunadamente no era mucho, solamente 2,5

    Km. En el cual antes de llegar al cruce del Encanto, debían aún pasar al negocio de los Silva para retirar el regalo que aquella mañana Fernando había comprado y encargado hasta esa hora, en que ya deberían tenérselo envuelto en plástico como tan encarecidamente le había pedido a Ruth Silva, hija menor del dueño, para que no se le mojara, por si llovía.

    Las herraduras nuevas de puelche, golpeteaban metálica y acompasadamente el asfalto con un melódico martilleo, a medida que se acercaban al cruce y unas finas gotas de lluvia comenzaban a caer sobre el lomo de jinete y caballo.

    – ¡hola don Víctor! Saludó Fernando al pequeño comerciante que vivía de aquel pequeño negocio de abarrotes y de la venta y traslado de animales en sus dos camiones Ford que se había comprado con un crédito CORFO.

    -¡Hola Fernando! ¿Vienes a buscar tu encargo?

    -¡Si, ¿estará listo?

    – Ruth está terminando de envolvértelo. ¿Oye, por qué no le compraste zapatos mejor?

    Víctor Silva hacía referencia al vestido que Fernando, cariñosamente, le había comprado en una tienda de calle Lynch en Osorno a Javiera, su amada.

    – Bueno, si no le gusta le tendré que traer la boleta para que lo cambie por algo que sea de su gusto.

    – ¡ja, ja! ¡Tranquilo hombre!, era sólo una broma, está precioso el vestido, de seguro le va a encantar y lo va a lucir en el torneo de Septiembre. ¿Me imagino que vas a jugar no? Fernando Yefe se acomodó en la montura, como sintiendo la lesión en su rodilla que le había marginado de jugar en el último torneo de las ligas campesinas, en donde su club, "Nuevo Amanecer" había perdido la final con su archirival "avellaneda" y fue comentario obligado la ausencia del hábil delantero que tantos goles había anotado en otros tiempos.

    -¡si, de seguro en Septiembre voy a estar allí, no se preocupe don Víctor! Repuso asertivamente Fernando al secretario del Club.

    ¡Fernando! Está listo tu encargo. Ruth Silva, era una buena moza adolescente que cursaba el 4º Medio en el mismo Liceo que Javiera, pero la disputa por el amor de Fernando, quien se mantenía ignorante de esto, les habían distanciado, sin dejar de respetarse por el hecho de ser casi vecinas a la vez que gente bien educada, así que no le importó mayormente el tener que envolverle ella misma el obsequio que Fernando le llevaba, además Ruth pensaba que si no se mostraba celosa, Fernando se interesaría y fijaría en ella.

    – ¡Gracias! ¿Cuánto te debo?

    – ¡Ah, no es nada! Dale saludos a todos los Vergara,…toma. Sin que se diera cuenta su padre, Ruth le alcanzó bajo la manga una cajetilla de "Philip Morris", recién traídos de Bariloche, a Fernando. Le costaba disimular el agrado que le producía su presencia, pero esperaba ganar puntos al ser tan amable con él.

    – Para el camino, añadió.

    Fernando no ocultó su incomodidad al sentir la suavidad de la femenina y perfumada mano que le acarició la suya al pasarle los cigarrillos y el rubor cubrió sus mejillas.

    – ¡Nos vemos! ¡Hasta luego don Víctor!

    – ¡Chao Fernando, cuídate!

    Ruth, de pie a la orilla del camino, miraba alejarse la juvenil y atlética figura de Fernando que se perdía al galope detrás de los galpones de rojizos y oxidados techos que comenzaban a crujir con unas heladas ráfagas de viento, al tiempo que hacía ondear su castaña y bien cuidada cabellera.

    – ¡Y tú!, ¿Qué miras tanto? Observó su padre. -¡Ya éntrate, acuérdate que Fernando está pololeando! La puerta del negocio se cerró de golpe detrás de la figura de su hija. Mientras él también contemplaba a Fernando alejarse al galope, como sólo lo saben hacer aquellos que "han nacido a caballo", como se dice.

    La lluvia lentamente comenzó a dejarse caer sobre los inseparables amigos, en tanto Fernando tiraba suavemente de las riendas a fin de aminorar el paso de Puelche. Éste, obedientemente disminuyó la velocidad. Paulatinamente, el camino comenzaba a cerrarse por la oscuridad, distinguiéndose solamente el reflejo de algunas rosadas nubes que eran arrastradas hacia las sombras de la noche por el implacable viento Norte que arreciaba cada vez más y una que otra casa con sus chisporroteantes velas a parafina que no alcanzaban a iluminar más allá que lo que permitían los oscuros y ahumados ventanales de polietileno que ya, a ésas alturas, pedían a gritos ser reemplazados por sentirse incapaces ya de aguantar otro invierno, sostenidos apenas en podridos marcos de madera. Éstos definitivamente sucumbieron a la lucha contra el invierno de hacía varios años ya. La esperanza de ser renovados murió junto con la de sus moradores de mejorar su calidad de vida, con la promesa incumplida de mejores sueldos de sus tan esquivos patrones. Dentro de aquellas humildes chozas que se cruzaban ante los ojos de Fernando y Puelche, se masticaba el dolor y la desesperanza, rostros sombríos se reunían en torno a braseros gastados y estufas que hacía mucho habían perdido su vida útil. Sólo un quintal de harina quedaba para todo el invierno para la familia Maldonado. – ¡Tan mala que estuvo la cosecha! Comentaba a su vez el jefe de hogar de los Paicil. ¡Tendremos que vender unos animales! Decía un poco más en el bajo Tránsito Benavides, al tiempo que revolvía la bombilla en el saltado Mate que las manos arrugadas y artríticas de "su vieja" le alcanzaban en la penumbra del ahumado cuarto. Fernando Yefe no estaba ajeno a todas esas penurias y muy dentro de sí llevaba la congoja de no poder hacer más para cambiar la suerte de sus padres y su regalona Diana. -¡al menos ésta tarde tendremos un poco de distracción! ¿Eh? …Puelche en su gesto característico subía y bajaba la cabeza, al tiempo que emitía un sonoro relincho para avisar del ciclista que casi quedaba literalmente incrustado en su pecho.

    -¡Epa! ¡Cuidado gancho! Gritaba Fernando quien, a no ser por el estruendoso relincho y corcoveo de puelche para esquivar el golpe, no se habría percatado del peligro.

    – Fernando ¿eres tú?

    Inmediatamente reconoció la voz de su cuñado Manuel y trató de torcer riendas para verlo mejor.

    – ¡Oye torpe! Que huevá te pasa que vai" tan acelerao".

    – ¡Chis! La "Javi" está desesperá" que no llegai" así que me mandó a ver si eras tú el que se veía en el bajo.

    Efectivamente, ya a pocas cuadras de llegar a la casa de su polola Javiera, Fernando mientras meditaba, no resistió a la tentación de encender un cigarrillo así que debajo de la manta y tratando de que las gotas de lluvia no le alcanzaran, encendió uno de los "Philip

    Morris" que le regalara Ruth. Destello que fue advertido por Javiera que hacía rato que vigilaba el camino desde la terraza de su casa, así que envió a Manuel, su hermano a averiguar quien era. Manuel con la imprudencia propia de un adolescente de 14 años montó en su bicicleta y se lanzó cuesta abajo sin pensar siquiera que se iba a encontrar de frente, sea quien fuere, con el jinete que venía.

    En la entrada de la casona de los Vergara, uno de los pocos inquilinos a quien la suerte aún le sonreía ya que, pese a no andar del todo bien en su matrimonio de 30 años con Ambrosia, su mujer, la fábrica de chicha, el criadero de cerdos, la fábrica de cecinas y un pequeño negocio restaurante le permitían un pasar relativamente tranquilo; especialmente en aquellos largos meses de invierno en que la escasez hacía presa de toda la comunidad. Siendo motivo de comentario obligado, por parte de sus vecinos lo rápido que había surgido en los últimos años y lo bien que se sostenía mediante todas aquellas inversiones.

    Una larga fila de manzanos a ambos costados del camino que conducían hacia la casona tornaban el trayecto un tanto tenebroso y oscuro con las ramas que, en su parte más alta se acariciaban juguetonamente, tanto así que Manuel se tuvo que bajar de la bicicleta para no tropezar con puelche que caminaba a su lado. Las luces de la casa y las risas de la concurrencia avisaban desde muy lejos que allí se celebraba una fiesta. La música ranchera, a medida que se acercaban se escuchaba cada vez más fuerte.

    Lentamente comenzaba a dibujarse la figura de la añosa pero elegante casona de la familia Vergara-Aburto, el color amarillo contrastaba vivamente con el azul colonial de marcos de puertas y ventanas. Las tejas de alerce del techo, a diferencia de otras casas vecinas, aún mantenían su vida útil y parecían no haber sentido el inmisericorde castigo de aguaceros y temporales. Una ancha escalera de barandas de coigüe tallada por hábiles manos, invitaba el acceso a la amplia terraza en donde se veían numerosas parejas conversando animadamente, "armados" convenientemente, con unos elegantes vasos de cristal azul. En los dos pisos superiores se veían luces y cabezas misteriosas que se asomaban a ver a los recién llegados.

    – ¡Fernando, hijo, que bueno que llegaste! La figura inconfundible de Manuel Vergara, padre, con su encanecida pero bien cuidada barba y su descomunal panza embutida en traje de huaso, le saludaba paternalmente desde la entrada de la casona. Al tiempo que Javiera desde el extremo de ella se adelantaba tratando de llegar antes que su padre a los brazos de su pololo.

    – ¡Don Manuel, que gustazo verlo! Profería Fernando al tiempo que de un salto desmontaba y amarraba las riendas de Puelche en una de las vigas de la terraza.

    – ¡el gusto es mío hijo, pasa!

    – ¡Fernando!… Javiera corrió por el pasillo tratando de llegar antes que éste ingresara a la casa. Él, por su parte desvió la mirada y miró la juvenil y delgada figura de Javiera vestida con unos apretados y desteñidos Jeans que dejaban traslucir unas esbeltas y hermosas piernas a la vez que una fina casaca de cuero argentino de color rojo traída por su padre en el último viaje efectuado a Bariloche, le cubrían su curvilíneo torso.

    Mientras, el resto de los presentes, ajenos a la llegada del pololo de la hija del dueño de casa, seguían conversando animadamente, Fernando fue invitado por su futuro suegro a pasar al zaguán, a fin de conversar con él más en privado, mientras observaban a los dos peones que diestramente daban vueltas y vueltas a los dos magníficos corderos que se asaban ensartados en sendos palos de luma.

    Todo el ambiente al interior del zaguán era alegría y esparcimiento. Se confundían, risas, brindis y conversaciones con el suave pero aromático olor del ulmo que impregnaba su fina esencia de bosque nativo en las tiernas carnes que chorreaban sus jugos en las brasas que, a cada gota, expedían llamas azulosas que hacían el ambiente aún más vivo y animado.

    – Fernando, ¿por qué no ha venido tu padre contigo?, si también estaba invitado.

    – Es que mañana como tiene que levantarse temprano para ir a la feria a vender los animales que le conté el otro día, no quiso trasnochar.

    – Hum, entiendo. Don Manuel, sabía que no podía ahondar mucho en el tema, pues conocía muy bien el mal momento económico por el que pasaba la familia de Fernando, así que no quiso incomodarlo más.

    – Y Diana, tu hermanita debe estar tremenda, hace varios meses que no la veo.

    – ¡Si!, el 19 de Mayo recién pasado cumplió los tres años.

    – ¡Por Dios, como pasa el tiempo! Si me parece que fue ayer no más cuando la tuve en brazos.

    – ¡Si, y apenas se la podía!… ja, ja. Fernando hacía graciosa referencia a los 4,800 Kg. que pesó su hermanita al nacer y que fue motivo de asombro para muchos, ya que su madre no aparentaba tener "tanta guata", como dice comúnmente la gente de campo refiriéndose a las mujeres que no engordan tanto durante su embarazo. Javiera, observaba y escuchaba atentamente la conversación de su padre con Fernando, tomando la mano de éste por detrás de su cintura, como es común que se abracen las parejas jóvenes ahora. Su vista parecía perdida en la llama más profunda del fuego que lentamente doraba la tierna carne.

    -¡empezó a llover de nuevo! Musitó. Efectivamente, el techo de zinc que cubría el zaguán crepitaba de una forma tal que hacía muy poco audible su conversación.

    – ¡vamos adentro Fernando!

    – ¡vamos don Manuel! Lentamente Fernando, sin soltar la mano de Javiera, sacudió sus espuelas en el tocón de madera que se encontraba a la subida de la escalera, antes de entrar a la casa, a fin de no ingresar con barro a ella.

    – ¡atención todos! Rápidamente toda la concurrencia, al reconocer la voz del dueño de casa, alzó la vista hacia la puerta del zaguán. –Mi hija con mi yerno van a bailar.

    Rápidamente, Manuel hijo que había bajado el volumen del equipo de sonido que solamente él sabía operar en forma correcta puesto que lo había elegido muy bien a su gusto en

    Osorno, puso a don René Inostroza, el rey de la guitarra campesina y del canto popular a entonar su tradicional corrido "Que más te puedo dar".

    Fernando y Javiera no dejaron mal al dueño de casa y bailaron como dos jóvenes verdaderamente enamorados y con una gracia sin igual. Los pantalones negros y casaca blanca de Fernando, cubierta por su hermoso poncho tejido especialmente para él por su tía Rosario, artesana de Curico, contrastaban vivamente con el rojo y blanco de Javiera.

    -¡Don Manuel, está listo el asado! El grito de Rosamel, uno de sus dos peones que se encontraban en el zaguán, asomando su tiznada cabeza en medio de la pista de baile, hizo que rápidamente el dueño de casa alzara las manos palmoteando fuertemente en el aire al tiempo que exclamaba: -¡a la mesa todos! Los comensales, sin mediar mayor preámbulo se comenzaron a dirigir al salón comedor en donde todo se encontraba listo y dispuesto para disfrutar del contundente asado. Sobre la mesa se extendían armónicamente ensaladas surtidas, con humeantes ollas con papas cocidas, pebres impregnados de cilantro y ají verde, bebidas, vinos Syrah, Cabernet Sauvignon, Carmenere y Blancos de diferentes años y cepas, cervezas y por supuesto la tradicional chicha de manzana.

    A un costado del salón iban llegando los platos en donde Rosamel con particular destreza cortaba los humeantes y jugosos trozos de carne que rápidamente eran conducidos hasta los comensales que, ansiosos esperaban.

    Así transcurrió la velada, entre risas y conversaciones, Fernando luciéndose al entrar al salón con la torta de cumpleaños de su polola, con su cara de huaso chileno perfectamente iluminada por las 18 velas de diferentes colores, entonando melodiosamente el cumpleaños feliz. Cuando ya el reloj anunciaba las 04:15 de la madrugada y solamente quedaban unos pocos invitados conversando acaloradamente sobre cual era la mejor máquina ordeñadora, Fernando se levantó mirando su reloj.

    – ¡Ya Javi!, es tarde, me tengo que ir o si no, mas rato mi taita ni con yunta de bueyes me saca de la cama.

    – Fernando, hijito. Repuso la Sra. Ambrosia que se encontraba al lado de la pareja de jóvenes. ¿No será muy tarde para que te vayas?

    – No señora Ambrosia, no se preocupe si estoy acostumbrao" a andar de noche y éstos dijo, apuntándose a los ojos con el dedo índice de su tosca y huesuda mano derecha, ven mejor que los de un gato.

    -Fernando, mi mamá tiene razón. Además que no ha parado de llover. Javiera no ocultaba su preocupación mientras miraba desconsoladamente el rostro de su amado al tiempo que escuchaba los chorros de agua que caían desde los techos.

    – Fernando, quédate. Más rato te vai´ en el bus de las seis y media y yo te cuido a puelche, hasta que llegues con Ernesto de la feria. La voz de don Manuel aún cuando sonaba autoritaria, sabía que no podría convencer a Fernando quién ya había tomado la decisión de irse.

    – ¡no, don Manuel! Mi taita me cuelga si no estoy a tiempo y lo acompaño a la feria más rato.

    Don Manuel, en cierto modo se sentía orgulloso del sentido de la responsabilidad de Fernando quien no dejaría sólo a su padre, menos en aquellos difíciles momentos por los cuales estaban pasando, pero por otro lado no ocultaba sus aprensiones por lo peligroso que era recorrer ese largo camino de noche y más aún en una noche como aquella en la cual, a pesar de haber luna llena, estaba tan oscura "como el corazón de una bruja", producto de la lluvia. Él conocía muy bien lo peligroso que se ponían los caminos de ripio con sus innumerables e invisibles arroyuelos que arrastraban peligrosas piedras sueltas. Además que eran muchos los forajidos que aprovechaban noches como aquellas para dejarse caer por la espalda de sus distraídas y etílicas víctimas para desvalijarlos de cuánto elemento de valor llevaban.

    -¡No se preocupen! Acuérdense que, además tengo a mi fiel compañero que no me deja a sol ni sombra. En un movimiento que solamente puelche conocía muy bien y sin que los ojos de quienes le observaban se percataran siquiera de su significado, extrajo de la montura su filosa arma. -¡Fernando! Exclamó Javiera. – ¡ja, ja! No te preocupes si este es solamente un seguro de vida.

    -¡Ojalá no tengas que ocuparlo hijo! La voz de Ambrosia sonaba preocupada y maternal.

    -¡Nos vemos mañana, les repito, no se preocupen por mí!

    -¡chao Fernando, cuídate hijo! La voz de Manuel y Ambrosia sonó al unísono, mirándose con aire de extrañeza y en un gesto que hacía mucho no se veía en ellos se abrasaron amorosamente, sin darse cuenta casi. Un sentimiento de profunda congoja inundaba a ambos padres sin que el uno reflejara al otro el motivo que les producía un extraño nudo el estómago.

    ¡Fernando! Gritaba ahogadamente Javiera al tiempo que abrazaba la pierna de apoyo en el estribo cuando ya su pololo montaba a puelche que hacía bastante rato ya que esperaba en la mampara. -¡que pasa! … -nada,… solamente quería agradecerte tu regalo… estaba… hermoso dijo Javiera con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos que no pudo disimular. Fernando desmontó para abrazarla. -¿Qué te pasa mi amor? – no sé, es que tengo un presentimiento y no quiero que te vayas. Fernando era reacio a creer en presentimientos y malos augurios, solamente creía en aquello que era evidente, además que por su juventud y asertiva personalidad casi se podría decir que desconocía la palabra miedo. -¡tranquila mi amor! Si nada malo va a pasarme, decía, al tiempo que le daba un beso en su brillante frente y de un salto montaba arriba de su amigo, evitando prolongar más su despedida.

    – ¡nos vemos mañana!

    Don Manuel, Ambrosia, Manuelito y unos alegres invitados que, tambaleándose con un vaso en la mano cada uno, llegaron hasta el borde del camino para sumarse a la despedida sólo se limitaron a saludar con sus manos. En tanto Javiera tuvo que contener las ganas de salir corriendo detrás del caballo.

    -por un momento pensé que no saldríamos nunca de allí!

    -¡Hiiiiiiiiii!… fue la respuesta de puelche.

    Fernando se sentía fatigado y el viento que hacía varias horas atrás le había acompañado, le dio la bienvenida nuevamente castigando su cabeza con furiosos embates que por poco le vuelan el sombrero y le hizo estremecerse y erizar los pelos desde los pies a la cabeza producto del brusco cambio de temperatura.

    -¿Qué te parece si nos vamos por el atajo cabeza dura? Le dijo cariñosamente a puelche. Éste no vaciló en dar su respuesta característica acompañada de un violento resoplido.

    – ¡muy bien! Por ahí nos vamos entonces. Si Fernando hubiese adivinado en ése preciso momento la larga cadena de acontecimientos que esa simple decisión acompañaría, jamás la hubiera tomado.

    Lentamente se fue adentrando en el abismo de la noche como una sombra tragada por las fauces de un monstruo siniestro.

    Los primeros Km. antes de salir del camino fueron salvados a duras penas, pues tuvieron que enfrentarse cara a cara contra el fuerte viento Norte que les golpeaba inexorable.

    – ¡tranquilo puelche, ya vamos a salir del camino y ya dentro del colegüal no habrá viento!

    Una pequeña cerca hecha de varas de luma, unidas por alambre púa era el punto de partida a través de los ocho Km. que le quedaban para llegar a casa, sorteando una espesa vegetación que azotaba violentamente sus copas al ritmo inmisericorde de la fuertes ráfagas de viento huracanado. -¡al menos con éste viento, es muy improbable que siga lloviendo!, pensaba Fernando.

    Efectivamente, a medida que se iba adentrando por un estrechísimo sendero en donde solamente cabía él y su fiel compañero, rodeado a ambos lados por una cada vez más espesa maraña de coligües de todos los tamaños y grosores, las gotas de lluvia que caían a intermitencias iban espaciándose cada vez más. Los cascos de puelche, lentamente se iban abriendo paso entre barro y decenas de coligües que yacían muertos por doquier. Llegó un momento en que ya habían avanzado aproximadamente unos ochocientos metros a través del denso follaje, cuando Fernando, quién hasta ése momento de su vida nunca había experimentado sensación semejante, de pronto sintió un escalofrío que le erizó los pelos desde los pies a la cabeza y súbitamente comenzó a sentirse, sin saber exactamente porqué, muy nervioso. Tal vez el ensordecedor ruido que llevaba puelche a través de ése insoportable sendero de coligües viejos y quebradizos que sólo hacía audible su propia respiración que cada vez se hacía más agitada, o quizá porque ya había avanzado lo suficiente como para darse cuenta que a ésas alturas ya no tenía sentido volver atrás. -¿y si me asaltan? Pensó.

    ¿Qué pasaría si hubiera alguien escondido dentro de éste denso follaje y estira su garra siniestra? – Sería muy probable que me asiría del pescuezo sin que ni siquiera vea su mano, aunque esté enfrente de mis narices-. Fernando hacía mención a esto, ya que no veía absolutamente nada…, nada ni siquiera la punta de su nariz y solamente dejaba que puelche, con las riendas completamente flojas, se fuera siguiendo el camino que tantas veces habían hecho. Incluso más de una vez, en muy malas condiciones. -¡Bah, que tontería pensó! Acordándose de "eso" de que "estos ven más que los de un gato". -¡ja, ja! Que arrogancia pensó.

    Sin siquiera darle orden alguna, puelche en la medida que encontraba espacios más despejados aceleraba el paso.

    ¿¡Qué es eso!? …Puelche sintió incrustarse con tal violencia las clavijas de las riendas dentro de sus fauces equinas con el violento tirón que Fernando le dio, que por poco queda sentado en el barro. Fernando, a su vez, sintió que su corazón latía tan fuerte que cada latido retumbaba en sus oídos. Detrás de él y sin que pudiera apreciar en forma exacta la distancia sintió un fuerte resoplido que por poco le vuela el sombrero. Fernando sin darse cuenta y sólo por instinto de supervivencia, había desenvainado y asía firmemente en su mano derecha su letal arma, al tiempo que ya hacía tragar sangre a puelche de sus encías de tan fuerte que sostenía las riendas. En vano trató de girar sobre si, a su musculoso amigo, pues lo estrecho del sendero hacía chocar contra uno y otro costado sus brillantes polainas, haciendo aún más difícil escudriñar qué o quién venía detrás de él siguiéndole por el bullicioso tintineo de sus espuelas, así que optó por desmontar de un brinco y, tendido debajo de la panza de puelche, trató de observar o escuchar algo. Tres largos minutos transcurrieron en donde Fernando, sintió por primera vez en muchos años una angustia tan atroz, como cuando supo que estaban asaltando a su padre, solamente podía escuchar la respiración de su amigo y la de él. En vano trataba de ver recortados contra el cielo la figura de los esbeltos coligües, pues la oscuridad era total y para colmo de males una densa llovizna hacía que gruesos goterones cayeran como un insoportable repiqueteo sobre hojas y ramas secas.

    – ¡Vámonos de aquí amigo!

    De un salto propio de un gimnasta olímpico, Fernando montó sobre el equino y sin importarle mucho si éste seguía o no en el camino correcto, comenzó a apurar la marcha. Habían recorrido un largo trecho ya, en el cual Fernando no se atrevió siquiera de reojo a mirar hacia atrás y cuando ya comenzaba a pensar que quizá había soñado todo o había sido producto de su imaginación, o quizá había sido una sutil ráfaga de viento que se había colado a través del denso follaje. De pronto comenzó a sentir el inconfundible sonido de otro jinete avanzando a través del colegüal, lo supo inmediatamente pues el conocía de memoria el compás de su amigo y las ramas que él escuchaba quebrarse eran de mucho más atrás y por donde ellos ya habían pasado hacía rato con puelche. -¡Que mierda! Pensó. Puelche ya sabía lo que venía, así que se adelantó al violento tirón de riendas frenando bruscamente. Fernando desmontó haciendo una media vuelta sobre la montura, colocándose esta vez, entre puelche y el que venía, blandiendo amenazantemente el helado metal. Puelche, en tanto, permanecía impasible, preparado a recibir nuevamente a su jinete. – ¿Quién viene ahí?, preguntó exasperada, pero enérgicamente. Atentamente esperó respuesta, pero nada, solamente se escuchaba el tenue silbido del viento que velozmente surcaba la parte más alta del ramaje, peinándoles de Norte a Sur sus densas copas, mientras que gruesos goterones golpeaban hojas y ramas secas. -¡que tontería! -pensó. ¿Quién viveee?, gritó furioso… nada, sólo el ruido producido por el viento y la lluvia.

    Fernando empezó a impacientarse y sin dejar de mirar hacia el inescrutable sendero, montó nuevamente y se marchó del lugar, sin mirar atrás. Ahora puelche sabía que su amo lo único que quería era salir pronto desde aquel tenebroso lugar por lo cual en forma dificultosa en los primeros metros, pero más holgadamente en la medida que se acercaban a la salida galopó briosamente. Fernando ya sin ánimo de mirar atrás y con un sentimiento que mezclaba incertidumbre, miedo y un poco de vergüenza de sentirse así comenzó a elaborar mentalmente un plan para tratar de sorprender al forajido que, supuestamente, le venía siguiendo. El conocía muy bien el camino, tanto así que confiaba plenamente que si cruzaba la tranca del potrero de los Alvarado, ésta con su chirrido estridente de sus añosas bisagras de fierro que ninguno de los peones se tomaba jamás el trabajo de aceitar, le avisarían, una vez que el hubiese cruzado, dejando cerrado detrás de él, aquél vetusto y pesado portón, cuando su "enigmático" acompañante pasase a por aquél único lugar posible para seguirle; por lo cual, él se escondería convenientemente detrás del arrayán que se encontraba unos metros mas allá a un costado del sendero y se dejaría caer, sorprendiéndole por la espalda. –

    ¡Hum, así lo haré! Concluyó sus pensamientos.

    Puelche sintió clavarse enérgicamente las espuelas, así que aceleró su galope, cruzando como un rayo el trayecto final de los últimos coligues secos que, a su paso, cayeron fulminados. ¡tacatá, tacatá, tacatá! Sonaban los cascos del esbelto corcel mientras cruzaban como un celaje el potrero de Juan Alvarado.

    El pesado portón de madera sonó estrepitosamente en un largo quejido metálico que se perdió en la inmensidad de aquella noche. Fernando puso el collarín del oxidado alambre trenzado que unía aquella pesada puerta con el musgoso estacón de alerce del cerco de púas sin prestar atención siquiera en lo que sucedía a sus espaldas.

    Rápidamente saltó con su fiel amigo a un costado del sendero, escondiéndose en medio del espeso follaje de un añoso arrayán que él conocía desde niño y tenía muy clara su ubicación.

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