Noche de terror en futacuhin (Cuento relacionado con el campo chileno, sus costumbres y tradiciones) (página 2)
Enviado por jorge ulloa
¡Chist! ¡Callado Puelche! Ordenaba inquieto a su leal acompañante de mil correrías. Con un voluminoso nudo en la garganta Fernando comenzó a contar los segundos de distancia que habrían de separarle de quien sea o quien fuera el que le venía siguiendo. Lentamente transcurrieron los minutos, Puelche disciplinadamente mantenía un absoluto silencio, escuchándose solamente el helado viento norte que azotaba la copa de su árbol- guarida.
¿Dónde mierda se metió éste fulano? Pensaba, abrumadamente, Fernando. -¡chita la payasá! Exclamó, al tiempo que, dándose por vencido montó silenciosamente en el caballo. Cautelosamente comenzó a avanzar los primeros metros sin dejar de mirar atrás, aprovechando una tenue luminosidad de unos esquivos rayos de luna, a través de una pequeña ventana dejada por los negros nubarrones, había avanzado ya unos doscientos metros y cuando ya desvió la mirada y su mente comenzaba a distraerse en otros pensamientos, de pronto escuchó el pesado y metálico chirrido del portón. Como un relámpago volteó su cabalgadura al tiempo que gritando y blandiendo su descomunal machete exhalaba ahogadamente: ¡que mier…! No alcanzó a terminar la frase, pues a la tenue luminosidad de la luna no podía dar crédito a lo que veían sus ojos… ¡nada! Una pesada ráfaga de viento voló a dos metros su sombrero, lo cual le permitió escudriñar aún mejor la noche y mirar hacia todos lados… en la pampa solamente se encontraban él y Puelche. -¡no será cosa que…! La idea de que el extraño visitante se hubiese escondido detrás del arrayán antes que él se hubiese volteado para sorprenderlo no cabía dentro de su lógica. -¡No puede ser tan rápido! Efectivamente, a lo menos se necesitarían unos 10 a 20 segundos para poder parapetarse detrás de aquél árbol, tiempo suficiente como para delatarse a los rápidos y ágiles ojos de aquél avispado muchacho campesino. No obstante ante aquella posibilidad Fernando decidió no correr riesgo alguno y emprendiendo una furiosa carrera, atravesó como un celaje la distancia que le separaba del árbol; desmontó casi encima del añoso y rojizo follaje, cortando de cuajo con su afilado acero, sin mediar palabra alguna, las primeras ramas que se le ofrecieron a su alcance; sin embargo y pese a que incluso buscó con su mirada y su arma hasta en las ramas más altas no encontró absolutamente nada. -¡Maldición! Gritó. -¡vámonos de aquí Puelche!
Se alejó airadamente desde aquél tenebroso lugar y nuevamente comenzó a pensar que tal vez el vino tinto o las cervezas que se tomó le estarían haciendo ver y escuchar cosas.
¡Hiiiiiii! Sonó largamente a sus espaldas el chirrido horrible del voluminoso portón. Fernando sintió nuevamente un escalofrío que lo recorrió entero, lentamente y con un aire de hastío, se volteó, no obstante ahora la situación era muy distinta.
-¡que dem…! A una distancia de unos 130 mts. Fernando pudo apreciar nítidamente y a unos
7 mts. Adelante del portón una figura descomunal montada en un enorme caballo negro de características tales como sólo él había visto en los campeonatos de polo. Ése absurdo deporte, como le consideraba, que jugaban los gringos en el verano en la cancha que tenía el dueño de los moteles Ñilque.
-¿quién es Ud. y por qué diantres me viene siguiendo iñor? Preguntó fastidiado Fernando. Como no obtuviera respuesta y el jinete comenzara a acercársele peligrosamente acortando las distancias que les separaban, Fernando no titubeó en desenvainar nuevamente su fiel y afilado compañero. Cuando el recién llegado se encontraba a unos cincuenta pasos de su posición Fernando repitió nuevamente: -¡por la cresta, identifíquese mierda o le juro que se va a arrepentir de venirme siguiendo!
-¡Tranquilo amigo! Dijo una tenebrosa voz que hizo titubear un momento a Fernando.
-¡no se asuste gancho, discúlpeme pero no lo vengo siguiendo a Ud. solamente quiero llegar antes que amanezca a Futacuhin e ir a ver a don Julio Yánez! Ante aquella declaración y escuchar un nombre que Fernando identificaba perfectamente, Fernando se acercó un poco a fin de saludar al extraño forastero.
-¡Fernando Yefe, mucho gusto! Dijo, estirando su mano, sin dejar de asir en la otra el machete que ocultaba inteligentemente debajo de su poncho. En vano Fernando escudriño el
rostro del recién llegado, pues la ancha ala del sombrero que llevaba, proyectaba una sombra a la tenue luz de la luna que a intermitencias se asomaba, que le llegaba casi hasta la mitad del pecho.
-¡exsetendjjsns77ehs! Fernando quedó estupefacto y al tiempo que escuchaba esa frase ininteligible con la que el forastero se presentaba ante él y le extendía una horrible, blanca, peluda, huesuda y gélida mano, Fernando sentía que su corazón comenzaba a latir cada vez más y más rápido y comenzaba a lamentar haberse quedado esperando a aquél misterioso personaje mientras sentía clavarse en su mano unas largas y descomunales uñas.
-¡y Ud. Fernando! ¿Hacia dónde se dirige?
-a mi casa que queda a poca distancia de éste lugar. Haciendo un esfuerzo supremo y como tratando de desenmascarar al extraño personaje Fernando preguntó: -oiga y tan tarde que anda por estos lados. ¿A qué se dedica Ud?
– mira Fernando, hace un par de años yo anduve por estos lugares haciendo negocios con gente que se encontraba en una precaria situación económica, les hice unos empréstitos y después de negociar la deuda que mantenían conmigo ahora ando cobrándoles; es más, ahora vengo de la casa de don Manuel Vergara, ¿me imagino que lo conoces? Fernando sintió que se le hacía un nudo en la garganta y se le secaba la boca, la forma en cómo le formuló aquella pregunta el misterioso jinete el cual, al comenzar a cambiar el viento y venírsele en la cara a Fernando desprendía un fuerte olor a pasto quemado que hacía cada vez más sobresaltado los últimos metros que, afortunadamente le faltaban para llegar a su casa.
-imagino que tus padres estarán preocupados, pues veo luces encendidas. ¿Aquella es tu casa, no es verdad? Ya a esas alturas la compañía de aquel fulano, fuera quien fuera no le hacía nada de agradable el viaje a Fernando y lo único que deseaba era llegar pronto y despreocupar a sus padres y a su suegro a quien pensaba llamar por la estación de radio HF que les habían instalado a ellos y a su suegro entre otros afortunados, el personal de Telecomunicaciones del Regimiento que pasara hace un invierno atrás, en agradecimiento a las buenas atenciones que les brindaran mientras hacían mantención a la red primaria de aquella zona cordillerana.
-¡hasta luego, que le vaya bien! Dijo Fernando, al tiempo que torcía riendas en dirección al callejón de tierra que conducía a su casa.
-¡hasta luego, saluda a tu padre de mi parte! Recién cuando comenzaba a desmontar Fernando pensó en aquello de "saluda a tu padre de mi parte". ¿Conocería su padre a semejante tipo? Si ni siquiera le había entendido el nombre.
Rápidamente Fernando sacó la montura de puelche en tanto le amarraba y dejaba un fardo de alfalfa a su lado. Miró su reloj, eran las 05:53 a.m. y ya comenzaba a amanecer en aquél
06 de Junio de 1984, comenzaba a colocar la aldaba de la puerta del establo cuando salió su padre despavorido por la puerta de la cocina y se abalanzó sobre él.
– ¡gracias a Dios que llegaste hijo!
– ¿qué le pasa papá? Don Fernando, su padre, se encontraba muy excitado y tartamudeaba, haciendo muy difícil entender lo que decía.
-¡hijo!
¡Mamá! ¿Qué pasa?
– hijo, llamaron por la frecuencia abierta hace unos tres cuartos de hora para avisar que don
Manuel falleció de un ataque al corazón.
– ¿Quéeee? Fernando no podía dar crédito a lo que escuchaban sus oídos. – Pe…, Pero ¿cómo?
– no sabemos hijo, lo único que le entendimos a Javiera, que estaba llorando y muy preocupada por ti, es que después que te fuiste, al poco rato y mientras don Manuel salía a cerrar la puerta del galpón se escuchó que conversaba con alguien y de pronto dio un horrible alarido. Cuando salieron a verle, vieron que un extraño jinete montado en un corcel negro se alejaba a todo galope por la bajada hacia el cruce… en la misma dirección en que tú venías hijo.
Fernando dio un respingo y cogió de un brazo a su padre y a su madre y los llevó al interior de la casa.
¡Yo sé quien fue, venía conversando con él! Rápidamente padre e hijo sacaron sendas escopetas Winchester de 12 mm. de un estante que mantenía siempre con llave el dueño de casa y, ante la preocupación de Mariana, salieron al establo a ensillar a puelche y tornado, un potro joven que había comprado hace poco su padre.
Desde que Fernando se despidiera del extraño, habían transcurrido a lo menos unos diez minutos, así que mientras abandonaban rápidamente al trote el callejón participaba a su padre de su extraño encuentro.
– ¡no lo vas a creer papá! El muy infeliz más encima me confesó que venía de allá.
– Fernando dime, ¿hacia donde te dijo que se dirigía?
– Dijo que iba a la casa de Julio Yánez… Ernesto Yefe sintió que se le paralizaba el corazón.
– ¡apúrate Fernando! Le dijo, en tanto que le daba un fuerte guascaso al joven potro que montaba.
Estaba claro que fuera quien fuera aquél extraño visitante, la vida de Julio Yánez se encontraba en evidente riesgo y el padre de Fernando… algo sabía.
La aurora se estremecía fuertemente al sonido de los cascos metálicos en la carretera de las cabalgaduras de padre e hijo que se acercaban presurosos a la casa de Julio Yánez.
El estupor y la incredulidad se posesionaron de ambos hombres, las luces de la casa estaban encendidas y a través de una ventana abierta se sentía el llanto lastimero de la dueña de casa y sus hijas.
-¿Qué pasó Sra. Lucía? Dijo Ernesto, al tiempo que ingresaba por la puerta de calle que se encontraba entre abierta. Su pregunta más que inquisitiva era un verdadero ahogo en su garganta pues no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Sobre las faldas de la bata de dormir de Lucía yacía el cuerpo exánime de Julio Yánez en tanto sus tres hijas reunidas en círculo en torno a ellos no cesaban de gritar y llorar. Por fin, Oriana, la mayor de ellas de 21 años se incorporó y llegó hasta los brazos de Fernando y entrelazando sus dedos por detrás del cuello de éste le decía.
– ¡no sé que le dio de levantarse a ver quien golpeaba! …Cada palabra era como un martillazo en la cabeza de Fernando que comenzaba a sentirse realmente angustiado.
– tomó las llaves y ni siquiera encendió la luz…, preguntó quien era… yo no entendía lo que decía la otra voz al otro lado de la puerta…, sólo sentimos como la puerta se abría y unos segundos después mi padre se desplomó…, junto con eso sentimos alejarse a todo galope a un jinete…, cuando llegamos adonde se encontraba mi padre, éste ya estaba muerto. Fernando y don Ernesto se miraron sin decir palabra alguna. Ayudaron a la viuda a incorporarse lentamente y dejaron el cuerpo exánime de Julio Yánez encima de la alfombra, el cual tenía una horrible expresión de pánico en el rostro.
A un año de éstos inexplicables hechos y en circunstancia en que después de mucho padecer de un fulminante cáncer al colon, que le arrebatara la vida, Ernesto Yefe, agobiado por su conciencia, confesó la verdad de lo que había sucedido aquella horrible noche del 06 de junio a su confundido hijo Fernando…
… Muchos de los inquilinos después de mucho divagar acerca de cómo salir de la difícil situación económica en la que se encontraban, decidieron finalmente efectuar un pacto con el demonio, el cual, después de un par de años vendría a cobrarse el precio de la buena situación económica en la que iba a dejarles, llevándose sus almas. Fue así como un 06 de junio de 1979 se reunieron en la enorme piedra de la cascada del Río Futaleufú: Julio Yánez, Manuel Vergara, Tircio Vega, Facundo Molina y Ernesto Yefe. Éste último al ver aparecer la negra y maloliente figura del amo del infierno huyó despavorido del lugar, prometiendo al resto de los concurrentes que jamás saldría de sus labios, ni una sola palabra de lo ocurrido aquella noche.
Finalmente y sin que éste recordara que los plazos de sus amigos estaban vencidos, vio con horror como su hijo había acompañado al amo de la oscuridad y les allanó el camino hacia el infierno en aquella abominable noche del 06 de Junio de 1984.
F I N
Autor:
Jorge Ulloa
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