El reinado de los sirios parientes de Severo fue el comienzo de uno de los capítulos mas tristes de la historia del Imperio. Elagábal o heliogábalo, como lo denominaron los romanos, era un religioso fanático que inrodujo en Roma los modales y costumbres de su teocracia siria. Muchos de sus soldados eran también devotos de los cultos orientales y sus procederes no ultrajaban a sus creencias religiosas, pero en Roma, incluso en el estado depresivo y humillante de las clases media y superior, esas innovaciones solo encontraron repugnancia y horror.
Conscientes de este sentimiento, las princesas sirias tomaron medidas para conservar el poder y, cuando el fanático Heliogábalo fue asesinado por los soldados, pusieron en el trono a Alexiano, hijo de Mamea, que era de opiniones mas moderadas y tenia costumbres menos asiáticas. Como emperador tomo el nombre de Marco Aurelio Severo Alejandro. Tanto él como su madre procuraron reconciliar a la nobleza romana con su gobierno militar. Se restauraron algunas formas antiguas de la pública y se convocó al Senado para que volviera a participar en los asuntos públicos. Pero Alejandro no podía controlar al ejército. Apenas pudo rechazar el peligro de Oriente cuando la dinastía sasánida de los reyes persas, después de terminar con la dinastía parta de los Arsácidas, invadió las provincias romanas. Pero una campaña contra los germanos, en la frontera del Rin, costo la vida al Emperador; sus propios soldados lo asesinaron el año 235.
La muerte de Alejandro fue seguida por un colapso total. El Estado se convirtió en instrumento de los soldados. Los diferentes ejércitos, uno tras otro, proclamaban emperadores sus comandantes, los desponian por las más insignificantes quejas contra su severidad o flaqueza y utilizaban su propia fuerza para saquear sin merced las pacificas y prosperas ciudades del Imperio. Entre en los años 235 y 285 hubo veintiséis emperadores y solo uno de ellos murió de muerte natural. La mayoría eran hombres que tenían un verdadero deseo de servir al Estado, buenos soldados y buenos generales que procuraban defender al imperio contra los enemigos extranjeros. Pero siempre tropezaban con el obstáculo de la hez de amotinados de un ejército y se veían obligados a defenderse contra rivales a quienes los soldados obligaban, con frecuencia, por medios violentos a competir por el trono.
Tal situación interna no era precisamente la mas adecuada para que el Estado alcanzara victorias sobre enemigos extranjeros. La frontera fue invadida en casi todos sus puntos. Se formo una fuerte alianza de tribus germanas, con el plan de apoderarse de las provincias romanas de Europa; los sajones saqueaban las costas de Britania y de Galia; Galia estaba amenazada por los francos, en el centro, y por los alemanes en el sur; los marcomanos alarmaban a las provincias del Danubio. Un poderoso reino de godos y sármatas que había surgido en el sur de Rusia avanzaba hacia el curso inferior del Danubio y llegaba por mar desde Panticapio, hasta las provincias orientales. Por ultimo, la dinastía sasánida de Persia, que en tiempos de Alejandro Severo había tomado el lugar del decrépito y desintegrado reino parto, se estaba transformando en un terrible adversario para las energías exangües de Roma.
Durante el reino de Valeriano y de su hijo Galieno, entre el 253 y el 268, el Imperio llegó a su nivel más bajo. Valeriano fue derrotado y hecho prisionero por los persas. En tiempo de Galieno, el instinto de conservación condujo a la provincia de Galia y a la rica ciudad comercial de Palmira, en Siria, a tomar en sus propias manos la misión de defender y organizar sus territorios como reinos independientes. En el año 258, Marco Casio Latinio Póstumo gobernaba Galia; en Palmira, Odenato luchó de en defensa Oriente contra los persas.
Cuanto más se agravaba la situación del Imperio, mas pujante era la presión de los bárbaros en las fronteras. Pero, al mismo tiempo, nació un fuerte sentimiento en el pueblo de que era preciso, por un medio u otro, defender la civilización del Imperio romano, salvar las ciudades del saqueo y la destrucción, y restablecer la unidad del Estado. Incluso los soldados participaban de ese sentimiento; por eso comenzaron a mostrar más tenacidad en la lucha contra los bárbaros y mejor disposición de ánimo para someterse a la disciplina impuesta por los emperadores que ellos mismos habían elegido. Una serie de emperadores fuertes y hábiles pueden servir de ejemplo de esta modalidad imperial en la segunda mitad del siglo III.
Es verdad que la mayoría murió de muerte violenta y que se vieron obligados a luchar constantemente contra motines en el interior; pero esas dificultades no los arredraron. Si un emperador era asesinado, su sucesor mostraba, en el trato con los ejércitos, la misma firmeza que había costado la vida a su predecesor; exigua disciplina y ciega obediencia a sus comandantes con el mismo espíritu inflexible. Los mismos emperadores daban ejemplo de autosacrificio, un ejemplo que resultaba más efectivo cuando la mayoría de ellos había comenzado su carrera como simples soldados.
El primero de esta serie de gobernantes fue Claudio, apodado Gótico. Reinó del 268 al 270 e infringió una decisiva derrota a los godos, con lo cual atenuó por algún tiempo su presión sobre la frontera del Danubio y las provincias orientales. Su sucesor, Aureliano, reinó cinco años. En ese tiempo, no solo defendió a las provincias del Danubio e Italia contra los germanos, sino que restableció la unidad del Imperio mediante un ejército que momentáneamente unió con férrea disciplina; durante su reinado, Galia y Siria volvieron a constituir parte del Estado. Sus sucesores, Probo (276 – 282), Caro, y su hijo Carino, lucharon con fortuna en las fronteras. Después de la muerte de Caro, asesinado, como Probo, por sus propios soldados, el ejército proclamó emperador a Gayo Valerio Aurelio Dicleciano en el año 284. después de una breve lucha con Carino, Diocleciano se convirtió en el indiscutido gobernante del Imperio y éste, agotado y deshecho, estuvo libre de conflictos internos por algún tiempo.
La causa de la terrible crisis que atravesaba el Imperio debe buscarse, en parte a las nuevas condiciones sociales y económicas que surgieron en la segunda mitad del siglo II y, también, en la organización y sentimientos del ejército. Hemos visto que el desarrollo económico siguió el camino de incrementar los recursos del Imperio, más bien que el de utilizarlos sistemáticamente, que la gente iba perdiendo su capacidad de trabajo y su ingenio inventivo, que la rutina, en fin, dominaba cada vez con más fuerza en la esfera de la producción creadora. El interés real y vivo del pueblo no estaba centrado en las cuestiones económicas o sociales, sino en las que concernían a la vida interior del hombre, en especial las cuestiones religiosas.
Por otra parte, al lado de las clases superiores de la comunidad y del desarrollo activo de la vida urbana, otra clase, que vivía en las aldeas y en el campo, comenzaba a tener mayor conciencia de sí misma; a medida que se iba incorporando a la civilización advertía con mas claridad su propio numero e importancia y, al mismo tiempo, la inferioridad de su posición social. Los emperadores de los dos primeros siglos de nuestra era hicieron mucho para desarrollar la conciencia de sí de esta clase mediante el trato que daban a los siervos que poblaban por millares los fundos imperiales del Oriente y la multitud de arrendatarios libres en Occidente.
La legislación de la primera época del Imperio hizo todo lo posible para definir de modo preciso la relación de tales arrendatarios con los propietarios de las tierras, fueran éstas particulares o del Imperio defendió sus intereses cuando estaban en conflicto con los de los terratenientes; apoyo a los pequeños propietarios como contrapeso a la clase media rica. Como consecuencia de la política imperial, el campo dejó de ser callado y sumiso; consciente del apoyo imperial, encontró una voz para defender sus derechos contra la presión de los capitalistas y los atropellos de los funcionarios.
En esa época, tuvo lugar otro cambio radical en la composición del ejército. Hemos visto ya que durante el reinado de Augusto el ejército se componía principalmente de nativos de Italia y ciudadanos romanos residentes en las provincias. Las legiones se reclutaban dentro de esas dos clases. Y aunque los provinciales que no poseyeran la ciudadanía tenían cada vez menos dificultad en ser admitidos en sus filas, los legionarios procedían de las provincias más civilizadas y el ejército todavía representaba a los habitantes mas cultos del Imperio. Sin embargo, ni siquiera Adriano pudo mantener ese sistema por mas tiempo. Su ejército se reclutaba en las provincias en donde estaban apostadas las guarniciones permanentes. La población urbana eludía la obligación del servicio militar de ahí que el ejército, tanto las legiones como las tropas auxiliares, se fuera llenando de trabajadores agrícolas de las provincias, hombres que habían trabajado en territorios urbanos o en otros. Al mismo tiempo, la profesión de soldado llegó a ser hereditaria; los hombres vivían en campamentos o en las poblaciones adyacentes y los hijos solían escoger la profesión de sus padres.
En los tiempos tormentosos de los últimos Antoninos, Roma necesitaba una constante incorporación de reclutas para defenderse de los bárbaros. Millares morían en los combates y la peste barrio con muchos más.
Además, las clases civilizadas iban perdiendo la costumbre del servicio militar y enviaban hombres de inferior categoría a las filas. De ahí que los emperadores prefieren emplear un sector mas primitivo de la población: campesinos y pastores de los confines del Imperio, tracios, ilirios, españoles, montañeses, moros, hombres del norte de Galia, gentes de las montañas de Asia Menor y Siria. De esta manera, el ejército, tracios, ilirios, españoles, montañeses, moros, hombres del norte de Galia, gentes de las montañas de Asia Menor y Siria. De esta manera, el ejército, tracios, ilirios, españoles, montañeses, moros, hombres del norte de Galia, gentes de las montañas de Asia Menor y Siria. De esta manera, el ejército vino a representar a la parte menos civilizada de la población, los hombres que vivían fuera de las ciudades, que envidiaban el lujo de los ciudadanos y los consideraban meros opresores y exploradores.
La prosperidad económica del Estado se vio también afectada por los desastres que llenaron los tiempos de los últimos Antoninos. Ya he dicho antes que el sistema tributario no era especialmente gravoso, ni siquiera para los provinciales. Pero los gastos del Estado aumentaban: había mas saldados y su paga era mayor, el numero de funcionarios crecía. El Estado no tuvo otra solución de elevar los impuestos. Los habitantes de las ciudades se habían acostumbrado al lujo y las comodidades, pero sus crecientes demandas no podían ser satisfechas solo con la generosidad privada; fue, pues, necesario aumentar las cargas.
Tanto el gobierno central como la ciudades obtenían sus principales ingresos de los impuestos que pagaban los labradores y ganaderos, y el aumento de esos impuestos no fue acompañado de un mejoramiento de los métodos agrícolas. Por consiguiente la carga se hizo cada vez mas pesada para propietarios de tierras o para los que trabajaban la tierra con sus propias manos, los pequeños propietarios y arrendatarios de los grandes fundos. El campo sufrió mas que la ciudad por el aumento de los impuestos.
Durante el desdichado periodo de revoluciones del siglo III, todos los síntomas mencionados se agravaron a un ritmo terrible. El ejército y sus dirigentes se hicieron dueños del Imperio. Conscientes de su propia fuerza, los soldados trataban de explotarla al máximo. Esperaban de los títeres que colocaban en el trono una paga mayor, grandes dádivas y permiso para saquear impunemente a sus conciudadanos, en especial, a las ciudades ricas por las que los soldados, de extracción campesina, sentían envidia y odio.
El ejército aspiraba también a la abolición de los privilegios que gozaban las clases superiores. Pedían que todos los soldados tuvieran libre acceso a los puestos superiores, tanto militares como civiles. En este punto, las aspiraciones de los soldados coincidían con las de algunos de sus jefes, quienes, desde la época de Septimio Severo, sospechaban, cada vez mas, ce las clases privilegiadas. Así, poco a poco, los oficiales, últimos representantes de la cultura superior, desaparecieron del ejército. Los nuevos eran tan rudos y toscos como la tropa: no se distinguían de ella. Cuando estos oficiales habían cumplido sus años de servicio pasaban, a menudo, a ocupar cargos civiles y, de ese modo, los funcionarios superiores se barbarizaron gradualmente y adoptaron en su actividad administrativa métodos arbitrarios y violentos, arraigados en las relaciones entre el ejército y la población civil.
Los emperadores nombrados por el ejército precisaban dinero mas que otra cosa para triunfar en los conflictos políticos. El único medio de conseguirlo era aumentar los impuestos, en especial los que pagaban los propietarios de tierras. Provisiones, armas y medios de transporte eran indispensables en las constantes guerras y movimientos de tropas. Si no había dinero, todas esas cosas había que tomarlas por la fuerza de la población. Los impuestos se elevaron constantemente en el siglo III; las requisas extraordinarias para las necesidades del ejército se convirtieron en costumbre.
Las demandas de los emperadores y de sus tropas no se hacían directamente a los contribuyentes, sino a los organismos que siempre se habían encargado de la recaudación de los impuestos y que eran responsables ante el Estado por el pago completo. Las mismas entidades eran responsables por la percepción completa de todos los tributos en especie que imponía el Estado además de los impuestos y, cuando se requería trabajo forzoso, tenían el deber de proveerlo.
Las entidades ante las que los funcionarios imperiales hacían sus demandas eran los consejos de las ciudades y sus funcionarios ejecutivos; en otros casos, eran los gremios de comerciantes, de vendedores o de artesanos. Los consejos urbanos calculaban cargas sobre la población de su territorio y respondían con sus propios bienes del pago completo. Los gremios eran responsables mancomunadamente del suministro de los artículos que necesitara el ejército y también de los medios de transporte. En tiempos de paz, la carga no era demasiado gravosa para los consejos y magistrados municipales. Ya a fines del siglo II, a medida que aumentaban las demandas del Estado, la capacidad tributaria de la población disminuyo y las deudas comenzaron a acumularse. Al mismo tiempo, las exigencias suplementarias del Estado, que las mismas entidades debían satisfacer, presionaban cada vez mas duramente sobre el pueblo.
La situación llegó a ser critica en el siglo III. El Estado elevó sus demandas de un modo excesivo; el comercio estaba ahogado por las constantes guerras y las invasiones bárbaras; la industria se paralizaba; los ejércitos de los rivales que pretendían el trono saqueaban todas las ciudades y aldeas por las que pasaban. Los emperadores y su ejército necesitaban dinero, granos, pieles, metal, bestias de carga y, para obtenerlos, hacían continuas requisas en las ciudades. Estas ultimas traspasaban la carga al campo, en donde caían sobre los hombros de los arrendatarios y los pequeños propietarios. Tales transacciones aumentaban la enemistad entre la ciudad y el campo.
Como coronamiento de todas esas calamidades, los emperadores, que necesitaban dinero, emitían una enorme cantidad de moneda. Al no poseer bastantes metales preciosos para esas emisiones, alearon oro con plata, plata con cobre y cobre con plomo; así rebajaron el valor de la moneda y terminaron por arruinar a hombres que habían sido ricos. Esas medida corto de raíz la vida de la industria y el comercio. En el siglo III, la casa de la moneda del Estado se convirtió en una fabrica de moneda de baja ley. El gobierno usaba esta moneda baja de ley para pagar a los acreedores, pero se negaba a recibirla de los contribuyentes.
No es pues de extrañar que tales condiciones trajeran consigo una crisis económica y social de suma gravedad. La población civil buscaba una salida a sus tribulaciones apoyando a uno u a otro de los aspirantes al trono, con la esperanza que pusiera fin a esa confusión y estableciera el orden sobre bases sólidas. Pero el ejército, ávido de dinero y de saqueos, derrocaba a un emperador tras otro y empeoraba la situación. Es preciso recordar que el ejército se componía, por aquel entonces, de pequeños campesinos y braceros y esta clase, que sufría mas que las otras la crisis financiera, achacaba sus desventuras a los funcionarios y a la aristocracia de las ciudades, sin ver otra esperanza de salvación que el poder el Emperador. Cuando se desilusionaban de un emperador, proclamaban otro; pero nunca flaqueó su creencia en la buena voluntad y la omnisciencia del gobernante. Esto se advierte con claridad en algunas peticiones que los soldados hacían en nombre de sus aldeas nativas, peticiones en que los campesinos se quejan de la opresión que ejercían los magistrados de las ciudades, los funcionarios y los oficiales del ejército, y en las que se manifiesta que para remediar esos atropellos solo se confiaba en la sagrada persona del emperador.
A medida que se agudizaba la crisis social y financiera, cambiaban las instituciones básicas del Imperio. Simultáneamente desaparecieron la idea del principado ejercido por el primer ciudadano y la privilegiada posición de los ciudadanos romanos. El emperador se convirtió en un déspota militar que se apoyaba únicamente en el ejército. Durante el reinado de Caracalla, los derechos de ciudadanía se concedieron en toda la población del imperio (212); pero esta disposición no significó un mejoramiento en la situación legal de las masas, sino la ruina del Estado romano, el Senado y el pueblo de Roma. El Senado no tenia voz en los asuntos públicos y los senadores perdieron todos los privilegios políticos que antes habían correspondido a su categoría.
Al mismo tiempo, se esfumo en todo el Imperio el derecho de autonomía municipal. El Estado era gobernado por un enjambre burocrático de funcionarios imperiales, graduados en la escuela del ejército; entre ellos se incluía la policía secreta, que desempeño un papel destacado al infundir terror a los súbditos. Desaparecieron los últimos signos de libertad civil: se estaba en pleno reino de la expoliación y de la violencia arbitraria e incluso los mejores emperadores eran impotentes para luchar contra ese estado de cosas.
Como es lógico, en tales tiempos había muy poca actividad intelectual. Solo algunas obras de escaso valor rompían el silencio de la literatura. El arte no produjo una sola obra de importancia. Sin embargo, debemos reconocer que el retrato escultórico y la pintura llegaron a una altura jamas alcanzada. Los bustos, las estatuas y los retratos de esta época se caracteriza por un decidido realismo. Con ellos, poseemos una notable galería de importantes personajes y de ciudadanos ordinarios. Algunos, nerviosos y enfermizos, miembros de la clase culta, con las huellas del sufrimiento en el rostro, mientras otros son hombres de fortuna, vigorosos y rudos, hombres que se habían elevado de las filas del ejército y miembros de la nueva aristocracia semibárbara de aquellos años. Y en medio de la profunda decadencia del arte antiguo crece y vive un nuevo arte cristiano que, justamente en esa época, produce sus primeras grandes obras literarias y crea nuevos tipos de escultura y pintura.
Autor:
Vladimir Raskalnikovs
Paraguay
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