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La imagen del hombre en los albores de la modernidad europea

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    "Sin dificultad he pensado que era un hombre.

    Y, ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional?"

    Renato Descartes

    Meditaciones metafísicas

    A mis amigos de la revista Raíces

    El cuarto centenario del nacimiento de Descartes constituye una buena oportunidad para retornar sobre una de sus proposiciones más importantes, que colocada al inicio del Discours de la méthode revolucionaría la visión acerca del hombre: el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo. Pues la común posesión de la razón convirtió a todos los hombres en iguales y libres por naturaleza, en la medida en que son capaces de decidir a partir del conocimiento de los pro y los contra, como mucho más tarde la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano afirmaría en la práctica.

    Esta definición tuvo por marco un medio social, cultural e intelectual heterogéneo y lleno de contradicciones, ávido de saber y plagado de herencias oscurantistas o simplemente carentes de fundamento, aunque no por ello inofensivas. El racionalismo del siglo XVII, heredero del humanismo antiguo, como lo fue toda la filosofía progresista de los albores de la modernidad, construyó sus grandes sistemas filosóficos en función del hombre y de su progreso, y en muchos casos, desde perspectivas antropológicas(1).

    La revolución renacentista(2) había colocado al hombre en el centro de las reflexiones filosóficas y culturales renovando desde las perspectivas epocales la antigua idea de Protágoras de Abdera acerca del hombre como medida de todas las cosas. Pero el sentido de este humanismo se diversifica de tal modo que llega a volverse problemática su definición. En algunos casos, antiguos principios de la teología cristiana fueron traídos a un primer plano e reinterpretados en un sentido naturalista. Un ejemplo sería la idea del hombre como cúspide y señor de la Creación. El Renacimiento conservó y cultivó la dimensión trascendente del hombre pero también acentuó el terrenal, al que la Edad Media, sobre todo tardía, había apelado, pero de forma no predominante. En otros casos, ideas de la filosofía antigua, conservadas a lo largo de la Edad Media en función de la teología, volvieron a considerarse de forma independiente. Un ejemplo sería la relación de identidad entre macrocosmos y microcosmos que sitúa al hombre a medio camino entre la naturaleza y lo trascendente. Pero también se entiende por humanismo el renovado y extendido interés por las disciplinas referentes a la cultura espiritual, a la filosofía, a las bellas letras y las artes, al lenguaje y a ciencias que, sin incluirse en las anteriores, se ocupaban de la unidad entre el cuerpo y el alma del hombre en algún sentido, como la medicina, que ocupó un lugar singular entre las ciencias de la naturaleza, todo ello como continuación y desarrollo del legado antiguo.

    A partir de este punto de vista, surgirían dificultades a la hora de valorar como posiciones humanistas las doctrinas de figuras relevantes de la época que vieron con recelo o criticaron abiertamente la herencia de la Antigüedad greco-romana, fuesen sus posturas más o menos radicales. Un ejemplo es Martin Luther en comparación con Philipp Melanchthon, cuyas ideas repercutirían con fuerza en la tradición protestante en general–pensemos en Comenius–y en la alemana en especial, hasta Leibniz. Pues no sólo se trataba de establecer una concepción teológica acerca del hombre, sino de esclarecer si el núcleo del Cristianismo, proveniente de la tradición judía, podía realmente entroncar con la herencia del paganismo, con las consiguientes implicaciones morales y simbólicas.

    Uno de los significados del humanismo fue la afirmación del poder del hombre sobre sí mismo y sobre el universo. Pero, al modo del oruroboros, la constatación práctica de dicho poder sirvió de fundamento para la mencionada convicción. Los progresos de las ciencias naturales, que proporcionaron un nuevo modelo del mundo, comenzaron a revertirse poco a poco en ingenios mecánicos que permitían avizorar la posibilidad de aplicarlos a las necesidades de la vida y facilitar las tareas más penosas para dejar mayor espacio al disfrute de la vida y al cultivo del espíritu.

    Pero el complemento más oportuno para los descubrimientos de las ciencias en la conformación de la nueva imagen del universo fueron los descubrimientos geográficos y la exploración de tierras desconocidas o casi desconocidas que comenzarían a producirse a fines del siglo XV con el descubrimiento de América por parte de Europa y se prolongarían en el siglo XVI hasta las regiones más próximas a las costas de la India, el envío de las primeras misiones jesuítas a China, y durante el siglo XVII ofrecerían muchas conclusiones totalmente modernas sobre la geografía y culturas de tales regiones y la imagen del hombre en ellas. Las expediciones del siglo XVIII podrían servir a proyectos políticos, pero también científicos sobre la base de lo aportado por las anteriores. Quizás el mejor ejemplo del expedicionario ilustrado del siglo XVIII sería Alessandro Malaspina, un hombre formado en el pensamiento del siglo XVII(3).

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