Y, también, y no con menor razón, cuando se aguardaba la ocurrencia de este o aquél suceso y, en vez de ello, aparece una sinrazón o, simplemente, no aparece nada. Sólo lo que llamamos… "tiempo perdido".
Hay aquí, desde luego, un amplio margen para el riesgo o para la duda. Pero permanece el valor del que sufre esta singular tensión o de quien cae en un intento imposible. Yo me atrevo a decir que se trata de algo precisamente POSIBLE, luego que se dio la caída o el fracaso. El cumplimiento es de otro orden, en otro lugar, en otro estilo, no menos sino mucho más VERDADERO.
Condición es, como puede verse, la existencia de la TENSIÓN, del mismo sufrimiento, que trasladan al espíritu a una dimensión diversa y real, que supera el mero cumplimiento exterior y ahonda en vetas desconocidas, donde verdaderamente ACONTECE lo mayor. Quiero decir que lo que no parece realizado exteriormente se opera en una dimensión más honda y real, cuando esa tensión y deseo (aún frustrados) los plantean en el universo interior. Y no dudamos en añadir: más allá (o más aquí) de la conciencia o de la noticia clara, o de la misma noticia de que tal cosa verdaderamente acontece.
El fracaso es, en este sentido, aparente. Caer en el intento es haber dado fin a la obra. O, si se prefiere, haber llevado a cabo algo mucho mayor. Se trata de dejarse llevar a otra zona, a otro paraje de una perspectiva diferente. Es el RELIEVE, una dimensión que el hombre no atiende…
Esta no carece de lo que se aguardaba en la otra. El modo nuevo no excluye ni suprime lo que se deseaba con anterioridad. Lo otorga, en cambio, de otro modo, más plenamente, en su meollo, en su más auténtica realidad…
Lugar no escaso tiene en ello la debilidad humana. Porque presumir de fortaleza es alejarse de la hondura. La acción de Dios es, en definitiva, la constante raíz, y el desenvolvimiento de todo esto. Todo es GRACIA y en ella se encuentra el secreto y la historia de cuanto venimos diciendo.
La GRACIA es como un hogar, siempre insospechado, lleno de sorpresas. Lo que es necesario subrayar es que no debe desvalorizársela. En efecto, puede ocurrir que, confundidos, no prestemos a las ocasiones más importantes y decisivas la atención que merecen.
Y esto es muy posible cuando se desconocen los acentos de Dios. La frecuentación y connaturalidad con lo divino sensibiliza y afina para descubrir una suerte de lenguaje, que resulta siempre nuevo. Y así ocurre cuando se padece a Dios.
Este PADECER requiere especial atención. Aquí está, en efecto, el nudo de la vida.
II
PADECER A DIOS. La expresión es muy pobre, desde luego. El lector puede pensar en mil cosas que no tendrán el menor asidero. Al menos que no se referirán, en absoluto, a lo que se quiere decir aquí. Ahora bien, es éste el constante problema, la dificultad permanente cuando pretendemos hablar o decir algo acerca de lo que nos excede.
No se olvidará que, precisamente, aquello que nos excede es la misma bienaventuranza. Quiero decir que no habrá bienandanza ni posibilidad de felicidad alguna en el inmenso campo de lo controlable, es decir de todo lo que se encuentra por debajo de nosotros mismos.
Lo tendrán en cuenta, quizá alguna vez, los feroces racionalistas -que aún los hay y no son pocos- cuando pontifican acerca de todas las cosas…
Esta realidad debiera llevarnos a vivir exultantes y de rodillas. Pero -para nuestra desgracia- son muy escasas las ocasiones en las que tomamos en serio nuestra vida profunda. Por el contrario, las distracciones y las dispersiones habituales nos tienen atados a lo perecedero y a la muerte. Y, por extraño que parezca, esto ocurre muy a menudo en los que, por una clara opción en su vida, debieran ocuparse sólo de Dios.
No se maraville el lector, si es que todavía los tiempos que corren le dejan lugar al asombro, de las contradicciones que topamos por todas partes. Esas contrariedades, lo repito a pesar de todo, AFINAN el alma de los que las sufren en modo especial.
En el mundo, pues, hay distinciones que no se pueden soslayar. Algunos PADECEN más que otros… O, tal vez, unos sufren más, mucho más de lo que la mayoría puede sospechar. Y aquí es necesario DETENERSE un poco.
Veamos ¿Qué es la materia que atrae con su peso y deja postrados a la inmensa mayoría de los hombres? O, por lo menos, ¿qué entendemos nosotros aquí por ella? Basta una somera descripción. Basta que ésta nos diga que esta suerte de atracción es un hecho complejo constatable por la experiencia y que podemos sintetizar así: hay personas volcadas con exceso al mundo exterior, interesadas en todo lo que no depende de ellas o, mejor, en todo lo que no les pertenece. Dicho en otras palabras, la mayoría de la humanidad está pendiente de situaciones ajenas o periféricas, se halla distraída, porque persigue el cumplimiento de una promesa imposible: la que en el Paraíso perdió a nuestros primeros y antiguos padres.
Cuál sea el contenido de esa promesa no nos interesa. Nos es suficiente saber que se trata de un espejismo. Y es este espejismo el que tantos y tantos pretenden hacer realidad con su actividad o activismo insoportables.
Hay, en los menos, un don especial de lo Alto, que consiste en una cierta sensibilidad interior, muy difícil de explicar, pero que, sobre todo, los vuelve especialmente vulnerables. En realidad se trata de una condición especial de PADECER. Es decir, una capacidad de recibir en sí, de acoger en una dimensión especial, una acción trascendente que, desde luego, se vuelve inmanente. Algo así como cuando la amante recibe al amado en su propia casa y se entrega, sin reserva alguna, a su huésped, que la ha alcanzado, con una singular herida, en el corazón.
Pero no es este padecer lo que hoy entendemos por pasividad. No se trata de pereza alguna ante las solicitaciones o los problemas que al hombre puedan presentarse.
La FIDELIDAD no requiere afán o desborde ansioso. PADECER es VER. Vivir como testigo que ve, como testigo presencial que sabe de SILENCIO y de CONSTANCIA. No se trata, en modo alguno, de "hacer cosas". Por el contrario, si tuviéramos que emplear una expresión más adecuada, diríamos: se trata, más bien, de DEJAR HACER. O, si se prefiere, y ya con toda verdad, de DEJAR SER el SER.
PADECER, pues, requiere una dichosa apertura al SER, en lo más profundo, en el núcleo, en la misma médula. Nada de escaramuzas antojadizas ni de sueños de afirmación. Lejos de compensaciones o de pretendidas justificaciones. Hablamos de un DESPERTAR al SER. Una afirmación del ALMA. Y este lenguaje que utilizamos es el más aproximado, el menos inadecuado quizá, para esbozar realidad tan sublime.
No hay que oponer resistencias a DESPERTAR. Tampoco desconfiar de AQUEL que, en realidad, despierta. Alguna vez parecerá que se despierta de un sueño. Otra será jornada de pesado insomnio. Pero no importa.
El testigo recibe, con docilidad, la figura que se entrega a su mirada respetuosa. Aquí hay todo un diálogo escondido, no consciente, cuando el alma reconoce, en el silencio, en su silencio, su propio lenguaje. En efecto, el alma RECONOCE. Recibe y padece lo que de ninguna manera le es extraño. En su profundidad se da este encuentro. El alma no sabe bien dónde acontece. Tal vez sea fuera de ella misma. Pero no hay ya "dentro" ni "fuera". Es otra cosa, es de otra índole.
Debiera el hombre exultar de gozo. Nada ni nadie puede arrebatarle su PADECER. Es él mismo la obra…
¿Qué es convertirse en esa figura de Amor, término de SUBLIME MIRADA, envuelta y transformada en quien la contempla? El CONTEMPLADO se vuelve CONTEMPLANTE en el ÚNICO que CONTEMPLA.
LIBERTAD SUBLIME, sin la cual no se pudiera ni siquiera ensayar un comienzo. DEBILIDAD dichosa, desde luego, sin temor ni dudas. La maravilla es imposible en ámbito duro, tosco o torpe. Requiere blandura y delicadeza.
Pero volvamos a eso de padecer. El hombre es algo así como una… recepción. Es el término del conocimiento y del amor de Dios. Es el mismo amor en un sentido, porque no tiene otra razón de ser que la de ser amado. Ser amado de Dios.
El Misterio del Padre es la cuna de sus hijos en el Hijo. Es ésta TODA LA VIDA. Y decimos que padece aquél que recibe. Está, cada uno, dispuesto y capaz. El hombre verá si desea recibirse, esto es: su propio ser. Y recibir, recibir a Dios. No se separa lo uno de lo otro. Pero el hombre ha podido rechazar…
La vida humana es, en este sentido, una especie de escuela de acogimiento, de recepción del Don de Dios. El problema puede presentarse cuando es necesario discernir en los infinitos sucesos de cualquier historia. Entonces no se sabe bien qué cosa es padecer y cuál no lo es, dónde se abre el mejor camino y cuántas son las posibilidades de errar. En fin, es en este terreno, fundamentalmente práctico, donde ocurren los combates más difíciles y se presentan los interrogantes más acuciantes…
Es necesario previamente, antes de ensayar la solución que se pretende, afirmar la confianza en el cultivo de las posibilidades del hombre, porque aceptamos, con gozo, el Don de Dios y Dios no puede, en modo alguno, engañarnos. Por otra parte no se puede intentar ningún camino fuera de la Fe. En consecuencia nos ubicamos en tal ámbito, sin pretender otra suficiencia que la misma de la Palabra de Dios.
No se puede prescindir hoy, tratando este difícil tema, de la situación de un mundo que se ha ido apartando, cada vez más, de lo religioso, formulando una concepción del hombre solo en el mundo. Es decir del hombre sin Dios. No me refiero a una concepción "atea". Hablo, más bien, de una prescindencia, o indiferencia si se prefiere, que deja de lado lo principal. Esta "concepción" (por llamarla de alguna manera) invade todos los órdenes y niveles de la vida humana.
Esbozado de esta manera, planteado así el problema, no se lo puede ignorar. El intento de pasarlo por alto resulta hasta ridículo. Ahora bien, hay quienes se tapan los ojos y los oídos, y semejante actitud complica aún más el cuadro.
La solución presentada por una especie de racionalismo, que alcanza hoy sus últimos resultados en el orbe de la técnica, no puede ser más engañosa y falsa. No se trata, en ningún caso, de procurar alivios a partir de un bienestar o de cualquier explicación del hombre que lo deje autónomo y centro de sí mismo.
El error inicial de un mundo que desconoce los valores verdaderos, es aislar al hombre de su vida y de su destino, separándolo de Dios. En efecto, el hombre es a imagen y semejanza de Dios (Gen. 1, 26), por lo tanto no halla su ejemplar ni su fin en sí mismo. Es la única creatura des-centrada, a saber que no tiene su centro en sí. Dios es el Centro de "su" hombre, y las consecuencias que de aquí se siguen plantean una dirección decididamente diversa de la que está impuesta por la moda.
Ahora bien ¿qué hacer cuando tantos y tantos han olvidado semejante realidad? No importa cuántos sean. Aquí se plantea la deslumbrante vocación del testigo, aún más del silencioso.
En la Noche del Huerto, en la plegaria de la Agonía, el Señor sostuvo el mundo y habló al Padre. Esta escena se corresponde con el relato de la Transfiguración (cfr. Lc. 9, 28-36 y 22, 39-46; Mt. 17, 1-9 y 26, 36-45; Mc. 9, 1-9 y 14, 32-41).
Los discípulos, en efecto, contemplan deslumbrados al Señor transfigurado y tan bien se hallan que así lo manifiestan y dicen de levantar tres tiendas…, esto es permanecer. La Gloria aparece y se oye de nuevo, como en la escena del Bautismo, al Padre que pone toda su complacencia en Jesús. Pero el mismo Señor les ordena no decir nada, porque El debe aún padecer a manos de los jefes religiosos del pueblo.
En Getsemaní el Señor está SOLO y se dirige al Padre quien, esta vez, calla. En realidad lo recibe en el Silencio inefable de su Voluntad que acepta la ofrenda voluntaria del Hijo y aún su debilidad, dirá San Máximo el Confesor. En Aquél supremo momento los discípulos se han quedado dormidos. No se maravillan ya de la Luz escondida que, efectivamente, resplandece en la Noche. Aún no ven. Aún no alcanzan a descubrir la Verdad porque "sus ojos están cargados de sueño". El sopor de este mundo, de las apariencias, de todo lo que se ve y se impone por su superficie o por su cáscara.
El secreto está en velar con El una hora, hasta que se abren los cielos. El testigo está presente y padece, Entonces el Huerto es Transfiguración.
Pero esta transfiguración es real y total ABANDONO, descondicionamiento total y descosificación sin retorno. DES-IDEACION, en definitiva, que no se habla de modo diferente cuando se dice ofrenda. En efecto, que el ÚNICO ocupe toda la plaza, sin excepciones ni diversificaciones. El Retorno del Hijo al Padre no es mero viaje o confusión de ideas o de una vuelta por un rato. Nada de eso. Se trata de un Misterio que todo lo abraza y que no deja resquicios a los curiosos.
Dos perspectivas, pues. En el Señor y con El. En Su Vida. Con el Nombre Nuevo, que sólo conoce quien lo recibe o lo padece. La segunda es el Misterio del Padre. Todo en el Espíritu.
Ahora bien, es esto sólo un ensayo o un balbuceo, una miserable aproximación, que no alcanza para nada y para nada basta… Entonces ¿dónde está la respuesta o el camino o las indicaciones por pobres que sean? ¿Cómo hacer para unir tantos cabos sueltos y dar, por fin, con la tecla?
Precisamente la RESPUESTA surge de la condición provisoria. El ámbito del misterio resulta por sí mismo tan invitante y consolador, que si lo pudiéramos abarcar o analizar, lo PERDERÍAMOS inmediatamente y para siempre. La respuesta, pues, es LOCURA, como la respuesta para todas las cosas, es el Misterio de la CRUZ.
Aquí se da, con toda virulencia, la provisoriedad o insuficiencia de las fórmulas o de las explicaciones y el tonto empecinamiento del hombre de trepar por escalas inexistentes o demasiado pequeñas. Sólo el SILENCIO dirá a cada uno, en la medida de su arrojo o abandono, la Verdad sin fronteras y el secreto de un DESIERTO que carece de confines.
El DESEO del sediento peregrino por los rumbos de este Desierto, es garantía de su gozo y de la Gloria. Quien desea posee en verdad en su corazón. El Deseo es la semilla que el Divino Sembrador deposita en el corazón de la tierra humana, donde germinará El mismo, Presente. Nada más auténtico que este deseo. Decía un Cartujo que el deseo de entregarse más a la oración sólo puede proceder de Dios.
Con esta, o mayor certeza aún, sabemos que Dios sólo procede de Dios. Por tanto el deseo de Dios sólo procede de Dios.
¡El deseo de sólo Dios! ¿Quién puede aguardar con indiferencia? ¿Quién no será un impaciente ante la magnitud de lo que aquí se insinúa? Tenga por cierto, el lector, que solamente se insinúa y con un lenguaje harto pobre. Pero no desperdicie la lección del SILENCIO. No busque reducir ni enmarcar lo que cree entender. En realidad estas maravillas no se entienden, se reciben con admiración y sosiego.
En efecto, comparecerán a la cita mil tentaciones para decirle, explicarle y dejarlo conforme… Pero sepa, el amigo lector, que si se queda muy conforme se queda peor que antes. Nada de indolencias ni de pruebas, o lo que sea. Todo ha de resonar en el fondo del alma con el eco propio de una armonía que no es de este mundo.
Una vez recorrido, y más que rápidamente, el panorama que se abre cuando empujamos, apenas, la puerta de nuestro interior, nos regocijamos -sin ficción posible- en la misma realidad que somos…
Y, saliendo de los apretujones de tantas palabras -que se agolpan para decir lo que las sobrepasa-, pasamos directamente a la plegaria.
Ya no esbozamos composición alguna. Simplemente, respetando hasta el infinito la delicadeza de Dios, dejamos que El hable. Que su ÚNICA Palabra diga lo que todas las nuestras no pueden.
Autor:
P. Fr. Alberto E. Justo, O.P.
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