En el mundo de las esencias, de las Ideas, de lo inteligible, que tan sólo podemos atisbar con la inteligencia (que no es la mera razón) nada es cambiante, y por tanto no está sujeto al paso del tiempo, allí tan sólo cabe una eternidad inimaginable para el nivel de nuestra conciencia actual.
Para Aristóteles (del cual puede decirse, sin restarle otros méritos, que su mayor desacierto fue el irse apartando de las concepciones de su Maestro), el tiempo va ligado a la existencia de los cuerpos, y mide su movimiento desde un estado «anterior» a otro «posterior», tal vez porque le preocupaba más definir el mundo de lo sensible que de lo inteligible. Según su concepción, sin cuerpos en movimiento no habría tiempo, pues el movimiento de los cuerpos permite comprender el paso sucesivo de un estado a otro, del pasado al presente, y de éste al futuro.
Pero la ambigüedad de las teorías de Aristóteles lejos de aportar un conocimiento no resuelve el problema del tiempo, sino que ofrece una nueva especulación, por eso es tan admirado en nuestra época actual. Necesita medir el tiempo, y por lo tanto lo asocia a un número. Necesita dividirlo en unidades y por lo tanto habla de instantes. Necesita que alguien lo mida y por tanto está en relación a un alma que lo capta, y por ello aún estando ligado a un movimiento físico, a un número, precisa de una captación psicológica del mismo, y por ello no acierta a definir si el tiempo es un ser o un no-ser. En el fondo se ve empujado a darle la razón a Platón ya que el tiempo es a la vez algo numérico y fijo y algo sensible y capaz de ser captado por un alma.
Los romanos dividían el tiempo en «ocio» y «negocio». Por una mala comprensión de su concepción vivimos inmersos en un mundo que todavía ve en el trabajo una maldición bíblica, y aún el tiempo se desea para un uso prioritariamente lúdico y festivo, pero perdemos de vista que el tiempo a la vez es la materia con que se teje la plasmación del ser interior. Tener tiempo no es tan sólo disponer de él para la holganza, para el ocio, sino disponer equilibradamente de él para la propia formación.
Según expresa Séneca, en su libro «De la brevedad de la Vida» (Tratados morales) aleccionando a aquellos que temen morir jóvenes, o se apegan demasiado a la vida, «el pasado» ya no es nuestro pues lo poseemos tan solo en el recuerdo; «el futuro» aún nos es desconocido, por lo tanto, «el presente» es lo único de lo que disponemos, pero éste es tan fugaz como un instante. Para este gran filósofo, el tiempo no tiene valor sino en cuanto se hace buen uso del mismo, y aquellos que se lamentan de la brevedad de la vida son los mismos que despilfarran su contenido en vaguedades.
Cicerón, siguiendo la máxima «tempus fugit» y la practicidad romana afirmaba que «cada momento es único», y así el tiempo individual se engarza con un tiempo histórico, un tiempo colectivo que mide el paso y la plasmación de la humanidad en un determinado momento histórico. Para su concepción pragmática e histórica el hombre tiene un destino concreto que descubrir y realizar para poder llegar a «ser», y si no alcanza a realizarlo «deja de ser», pues habría desperdiciado su tiempo, su posibilidad histórica de plasmarse y dejar un legado para el porvenir. Su visión no es la de un mundo tan sólo individual, sino de realizaciones colectivas, y su concepción es la de un compromiso histórico que llevó al mundo romano a reunir culturas, religiones, idiomas, intereses, bajo un ideal común.
La doctrina cristiana se apoyó en el aristotelismo relacionando el tiempo con el movimiento, y como todo movimiento tiene un final, quedó de este modo ligado el tiempo a la concepción del fin del mundo.
Para la Escolástica cristiana desde el comienzo de la creación hasta el fin de los tiempos, con la nueva venida del Mesías, el tiempo discurre como en una línea recta, sin ciclo alguno, y los hombres viven en un tiempo terreno, no autónomo sino creado, pudiendo llegar algún día a alcanzar la eternidad en la que se halla Dios. La eternidad es como un fondo estrellado, distante e inmóvil, pero alcanzable para el hombre que tiene fe. El tiempo lineal da un aliento de esperanza al creyente, pues al final de la larga escalera temporal ésta siempre le llevará a la cúspide de la merecida eternidad. Para la fe cristiana el hombre es un ser trascendente y la vida no es más que un estar de paso.
Para San Agustín, en cambio, más deudor de la corriente neoplatónica y de Plotino, el tiempo tiene una componente psicológica, «es la vida del alma» porque el pasado aún existe dado que podemos recordarlo; el futuro también tiene cierta existencia pues podemos anticiparnos a lo que sucederá, y el presente obviamente existe.
El tiempo dejó de ser algo objetivo o psicológico para ser marcado por los ritos, los rezos y las festividades eclesiásticas que, continuando lo que se había hecho en la antigüedad creaban un ritmo cíclico que se repetía cada año, acercando la conciencia en una espiral creciente hacia una captación trascendente. Así la idea de un tiempo lineal en lo teórico dio paso, en la práctica, a un tiempo cíclico que se repite eternamente tal como concebían las culturas milenarias y ancestrales.
A partir de aquí, en cambio, tras la aparición del reloj mecánico en el siglo XIV y los primeros pasos científicos en el siglo XV, desaparece una visión subjetiva del tiempo, y es a partir de Galileo y Newton cuando la mecánica clásica lo concebirá como un valor matemático, como algo fijo, absoluto y medible, que puede conocerse por experimentos, cuya realidad no precisa relacionarse ya con el movimiento para ser medida, y que existe desde el fondo de los tiempos hasta la eternidad, como algo ilimitado e inamovible, constante como un tic-tac que no pudiera parar.
Ya en el mundo moderno, E. Kant afirma que el tiempo no tiene una realidad fuera de nuestra mente, nosotros somos los que ordenamos nuestras percepciones del espacio y de los objetos según una sucesión temporal propia y subjetiva, que ya existe a priori en nosotros, y que no comprendemos por experimentos o por la experiencia, sino que es una intuición pura previa a la sensibilidad que capta el entorno. Del mismo modo que comprendemos lo que está arriba o abajo, relacionamos los acontecimientos en un antes y un después de modo natural.
Para Hegel, como idealista, el tiempo ya no se considera como un valor ni un marco fijo e inamovible, sino como un camino a través de lo temporal, un devenir que percibe la propia conciencia del hombre y de las civilizaciones para ir acercándose a plasmar la Idea, el Espíritu.
Tal como ya hiciera Cicerón, en contra de las corrientes positivistas que niegan un valor real al ser humano para considerarlo como masa, aparece una nueva revalorización del tiempo personal como imbricado en una realidad histórica; así, filósofos como Hegel, y otros más recientes como Ortega y Gasset, Spengler, Toynbee y Dilthey, han relacionado el «tiempo individual» con un «tiempo colectivo», han anudado el tiempo a la concepción de la historia, recalcando que el hombre en lo colectivo es un ser histórico que no puede vivir de espaldas a su época. Han profundizado en la necesidad de una conciencia histórica del hombre, pues veían en la Historia las huellas que deja en la arena del tiempo ese gran ser vivo que es la Humanidad de camino hacia su propia realización. Han concebido una Historia como experiencia acumulada para lograr unos frutos y plasmar el mejor de los destinos posibles, a la manera ciceroniana. El tiempo colectivo se mediría así por la plasmación conjunta de culturas y civilizaciones, eterna lucha cíclica, espiralada, plagada de altibajos en pos de una conquista global de valores y vivencias humanas.
Fue Toynbee quien, –demostrando que la historia es cíclica, que la humanidad ha visto sucesivas culturas que han pasado por etapas similares de esplendor o por reiterados medioevos, y que las formas gastadas parecen retornar con fuerza, con el empuje de lo novedoso pasados unos años,– preparó la idea desarrollada por Mircea Eliade de que el tiempo está sometido a un «eterno retorno».
EL TIEMPO EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Llegados a nuestra época contemporánea, y como único fruto posible de un mundo frío y mecánico, las ideas sobre el tiempo pasan por personajes como Heidegger y su postura de que el tiempo del hombre es limitado, pues «es un ser para la muerte», un ser temporal. Para él, el tiempo no es como un fondo fijo y preexistente, sino algo que concibe el propio ser por el carácter de temporalidad que tiene, pues su mayor posibilidad es la muerte.
Pero es el filósofo francés Henri Bergson quien planteó claramente la subjetividad del tiempo, dando un salto cualitativo en las concepciones anteriores. Para él, hay un tiempo uniforme, objetivo y continuo, del que podemos medir su duración mediante los relojes, y hay un tiempo auténtico -el único verdadero-, que tiene una «duración real» que conforma la propia vida interior.
Frente a la mentalidad positivista que cree tan sólo válido lo que puede ser mensurable, y que estructura los campos del saber en torno a una visión experimental, excesivamente materialista y determinista, en la que la ciencia adopta el papel de tabú, Bergson contrapone su visión de un tiempo no externo, no falseado, que mide la vida interior de la conciencia. Para las ciencias, el tiempo (t )es una magnitud concreta de valor positivo o negativo (+t ó -t) pero el tiempo que comprende nuestra intuición no es estático sino dinámico, no señalado por magnitudes fijas, sino más cualitativo que cuantitativo, no determinado sino fruto de nuestra libertad de sentir.
Pero la verdadera revolución en las concepciones sobre el tiempo se debe a la genialidad de Albert Einstein, al introducir su concepto del espacio-tiempo.
A partir de Einstein y su teoría de la Relatividad general, el tiempo ya no es una magnitud absoluta sino relativa que varía en función de quién y bajo qué circunstancias se mida. No es tan sólo que la percepción subjetiva que tenemos de la duración de un acontecimiento sea variable, sino que como magnitud física el tiempo es variable, está también en función del sujeto que la experimenta, dependiendo de la velocidad a la que se mueve, y en relación con la masa de los objetos, de la posición estática o en movimiento de quien lo mide, de su posición cercana a una masa gravitatoria o alejada de ella, y en todos estos casos precisos relojes marcarán desfases constatable, aún siendo pequeñísimas fracciones de segundo.
Así, son hechos ya constatados que el tiempo transcurre más lentamente si se mide cerca de una gran masa gravitatoria (en un rascacielos los relojes situados en la planta baja van más lentos que los situados en las últimas plantas). El tiempo a grandes velocidades (próximas a la de la luz) también se ralentiza. Einstein terminó con la concepción de un tiempo absoluto.
La ciencia contemporánea comenzó entonces a trabajar con dimensiones más allá de nuestro espacio físico. Se comenzó a hablar de hiperespacios con decenas de dimensiones y a calcular matemáticamente sus intrincadas ecuaciones, que permitían desarrollos de las propiedades físicas existentes en ellos, aunque no siempre fueran fáciles de comprender sus resultados, por la dificultad de imaginarlos.
La concepción del mundo se hizo más holística, como apuntaba Fritjof Capra e Ilia Prigogine, y las ciencias exactas se acercaron a las humanidades.
Científicos como Roger Penrose y Stephen Hawking desarrollaron las ideas básicas de Einstein, y así se comenzó a hablar de los agujeros negros como de posibles puertas hacia otras formas de materia o de antimateria, si se pudiera salir vivo de su tránsito. Se investigaron las concepciones de Einstein y Rosen sobre la posible existencia de puentes entre puntos distantes de nuestro universo, como agujeros de gusano, que podrían ser también pasos hacia otros universos paralelos, hacia otros mundos ya fueran simultáneos o regidos por otras medidas de tiempo, y se investigaron los posibles puentes hacia otras dimensiones no tan sólo físicas sino concienciales.
Cuando Gamow lanzó la idea del origen del universo a partir de una primera explosión, del big-bang, se planteó también la idea de que todos los acontecimientos anteriores a él no pueden tener relación con nuestro espacio-tiempo. El tiempo comienza para nosotros en el momento en que sucede el big-bang, hace unos 15.000 millones de años, y a partir de ahí el universo comenzó a expandirse y a existir.
¿Qué hubo antes de ese inicio? Tal como afirma S.Hawking, poco podemos decir de lo que ocurrió antes, o en el mismo momento en que comenzó nuestro tiempo, pues antes de esa singularidad, en que el universo era como una masa muy densa y caliente, el concepto de tiempo no tiene sentido para nosotros.
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