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Hacia una teoría del Derecho postmoderna

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    La labor del abogado es entendida comúnmente como aquella que consiste en buscar y ubicar en los códigos y leyes la disposición adecuada para resolver un caso y aplicar las consecuencias jurídica/s previstas en la norma a la situación de hecho controvertida.

    La Filosofía del Derecho producida y enseñada hasta ahora en las universidades de Venezuela y del resto del mundo responde a esa conceptualización.

    Los problemas fisófico-jurídicos: concepto de derecho, norma, vigencia, eficacia, etc.; las fuentes del derecho, la hermenéutica jurídica, y muchos otros han sido trabajados desde esa perspectiva ilustrada o moderna que concibe el derecho como el único sistema de normas legitimado para regular la conducta humana social a partir de la concepción legal del mundo y de la vida reflejada en las disposiciones positivas.

    Esa visión del derecho es un mito, extraordinariamente fuerte; pero un mito al fin y al cabo. Tal afirmación no es verdadera. No porque el derecho, lejos de ser un sistema completo y estático, es un sistema dinámico en permanente creación y modificación.

    Esta condición es ya un lugar común en la teoría jurídica sin que tal aceptación haya resultado en una desmitificación del derecho toda vez que la modificación y autocreación permanente del sistema de normas se cumplen siempre y necesariamente conforme a los mecanismos y criterios de valoración -legales- incluidos en el ordenamiento jurídico-positivo.

    La mencionada visión del derecho es un mito porque los conceptos e ideas que utilizamos los seres humanos para hacer el mundo que nos rodea inteligible y manejable se han alterado en su contenido y han perdido su cualidad de referentes éticos legitimadores de lo jurídico. Me refiero a conceptos tales como: responsabilidad, libertad, autoridad, conocimiento científico, justicia, correcto/incorrecto, etc.

    La comprensión (no-definición) de tales conceptos e ideas es un previo necesario para responder algunas preguntas cruciales para la regulación de la conducta social y de los conflictos derivados de la misma: ¿Cuáles son los principios y estándares que debemos acordar para hacer posible el discurrir armonioso de la vida social a escalas local y planetaria?, ¿Por qué esos principios y estándares son válidos?, ¿Cómo sabemos que lo son?, ¿Qué es lo que cada individuo debe a los otros individuos con los que comparte la praxis social?, ¿Qué es lo que yo, como individuo que interactúa socialmente, puedo creer, o decir, o hacer?, ¿Cuáles padecimientos sociales podría el derecho tratar de aminorar?,

    ¿Cómo lograrlo?, ¿De cuáles padecimientos sociales y en qué medida es responsable cada individuo?, ¿Por qué soy responsable de las consecuencias sociales de mi conducta?, ¿Es el derecho puesto por el Estado el orden legitimado para discriminar esas responsabilidades?, ¿Cómo puede ser puesto el derecho para responder a emergentes reclamos de legitimación?, ¿Cuál es el derecho bueno?…

    El diseño de respuestas a tales interrogantes y perplejidades constituyen un reto aun no aceptado resueltamente por los estudiosos del derecho y del fenómeno jurídico quienes nos empeñamos en intentar una revisión extensiva de nociones modernas que son incapaces de responder con sentido los problemas de nuestra contemporaneidad.

    No es esta la oportunidad para extenderme acerca de los argumentos que prueban tal incapacidad, de la cual, en todo caso, dan cuenta los esfuerzos y discusiones académicas y extraacadémicas cuyos intentos desesperados por proveer respuestas se traducen en producción intelectual escrita y verbal en el marco casi infinito de información que se maneja en nuestra cultura de los "webs" (o cultura de las redes de información).

    Sin embargo, ilustraré esa incapacidad con un ejemplo breve:

    La filosofía jurídica y política modernas tienden a enfatizar la noción de identidad (bien sea la identidad individual de la tradición liberal o la identidad del grupo social propia de la tradición marxista) cuando uno de los más claros y resaltantes aspectos de nuestra contemporaneidad es la erosión de las tradicionales formas de identificación personal o social: el género, la clase, la raza, el gremio, la familia heterosexual fundada en la monogamia, etc.

    Muchos, por no decir la mayoría de los individuos, funcionan más eficazmente fuera de esos parámetros tradicionales de pertenencia y se acogen a otros criterios de identidad ad hoc (todavía en construcción) que son considerablemente más fluidos.

    Nosotros no podemos fundar nuestras decisiones acerca de cómo actuar en las nociones de racionalidad o legitimidad asociadas a la noción de identidad moderna porque los individuos y los grupos, en nuestra sociedad de fines de siglo, experimentan un alto grado de inestabilidad en su pertenencia a una clase, a una etnia o incluso, a un sexo. Estos contextos identificatorios se nos presentan sólo como narrativas fragmentadas, desagregadas de una generación anterior a la que vivimos.

    La filosofía jurídica y política tiene que asumir el reto de repensar la significación de nuestras acciones imbricadas en una data social multicultural que, como individuos, necesitamos lograr comprender y reorganizar.

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