Afiche King Kong 1976
Es inevitable. Cada vez que miro algún film clásico, esos que marcaron mi niñez y la de tantos de nosotros, no puedo dejar de preguntarme a dónde han ido a parar, o en qué oscuro rincón estarán guardando polvo, los objetos emblemáticos y parte de las escenografías que aparecían en la gran pantalla.
¿Qué fue del Halcón Maltés, esa estatuilla color negro, estilo art deco, que tantos sinsabores le produjeran a Humphrey Bogart en el film homónimo de 1941? ¿Dónde habrán ido a parar los numerosos cuadros de las muchas versiones llevadas al cine del Retrato de Doran Gray, con los que se intentó sintetizar todas las perversiones morales del personaje en cuestión? ¿En qué depósito olvidado estará pudriéndose el sarcófago utilizado en el film La Momia, producido por la Universal en 1959? ¿Quedará algo del decorado pintado que hacía de fondo en la película Drácula (1931), con Bela Lugosi interpretando al vampiro transilvano?
Seguramente más de una de estas preguntas tengan respuestas certeras. Otras, no tanto. Y es probable que interese a muy pocos responderlas, o sea una tarea imposible la de rastrear por dónde anduvieron, terminada la filmación.
¿Acaso existirá un Limbo en el que todas esas cosas se reencuentran? ¿O sólo tendrán una existencia limitada a nuestra frágil y maleable memoria?
De izquierda a derecha
El Halcón Maltés, el Retrato de Dorian Gray, La Momia y el Castillo de Drácula
Una experiencia personal está en el origen de todas estas cuestiones. Ocurrió hace ya muchos años, en julio de 1979, en oportunidad de recorrer los Estudios Universal de Hollywood (Los Ángeles, California).
En aquella ocasión, habiéndome separado del grupo de turistas con el que realizaba el recorrido, y desatendiendo el expreso pedido de "permanecer juntos" que diera el guía del tour, mis desobedientes pasos me llevaron por una callejón de grandes piedras falsas (eran madera pintada) hasta las puertas abiertas de un enorme tinglado, de ladrillo y chapas, al que me asomé. No había nadie. Estaba completamente solo. Hacía calor y podía oír el trino de los pájaros sobre mi cabeza. Era una tarde perfecta. Me bastó adentrarme un poco en el interior de ese depósito para quedar maravillado. Allí, justo ante mi sorprendida miraba adolescente, se acumulaban miles de objetos en aparente desuso. Paneles decorados, gigantescas pinturas encuadradas por gruesos marcos de madera dorada, estatuas de yeso falsamente antiguas, percheros con ropa de época y hasta un descomunal tiburón con la boca abierta, colocado sobre tres caballetes. Desde la entrada partían sendos pasillos, larguísimos, con anaqueles hasta el techo conteniendo objetos de todo tipo.
Lamento mucho no haber tenido una cámara de fotos a mano. No se estilaba por entonces fotografiar todo lo que aparecía ante la vista. Estábamos más entrenados para rememorar que hoy en día. Así todo, de haber podido captar alguna imagen, lo que hubiera retratado habría sido un inmenso cementerio de cosas viejas. Retazos de cine. Un camposanto de escenografías, muebles y telas, maniquíes y vestimentas, en el que podía observarse cómo la humedad y el tiempo se fagocitaban de a poco las texturas y los colores. Incluso las formas.
No me animé a seguir. Me detuve unos segundos y recuerdo que pensé: ¿en cuántas películas habrán aparecido? ¿Desde cuándo estarían allí arrumbados? ¿Qué destino correrían tras mi partida?
Tuvieron que pasar más de dos años para sentir otra vez esa maravillosa sensación. Lo hice con la última escena de Los Cazadores del Arca Perdida (Spielberg, 1981). Ésa en la que un viejito, arrastrando una caja sellada con la inscripción Top Secret, archiva para siempre el Arca de la Alianza en un océano de objetos y cajas acumuladas.
Creí reconocer ese lugar, aunque sabía que era otro bien distinto.
Un inmenso cementerio de objetos arrumbados
(Escena final de Los Cazadores del Arca Perdida, 1981)
El curioso interés por el destino último de los objetos emblemáticos del cine comercial norteamericano, todopoderoso e influyente a lo largo de nuestra infancia, volvió a cobrar fuerza hace poco más de un año (2015) a raíz de ciertos rumores que venían circulando desde fines de la década de 1970. Referían una historia en verdad sorprendente. Según se decía en libros, artículos periodísticos y, posteriormente, en blogs de Internet, el enorme muñeco animatrónico de King Kong, utilizado en la versión fílmica de 1976, dirigida por Dino De Laurentiis (1919-2010), había terminado sus días de una forma ignominiosa para una rey de su tipo: podrido y destartalado en un terreno baldío a las afueras de la ciudad balnearia de Mar del Plata (Argentina).[1]
En esa oportunidad, decidí no quedarme con los dichos que circulaban y me puse a indagar en profundidad el tema, a fin de desentrañar si eso que se decía era o no verdad. Nunca esperé resultados importantes. De hecho, lo que me había propuesto era simplemente exponer con claridad las diferentes hipótesis que se transmitían de boca en boca sobre los últimos días del muñecote. Pero tras varios meses de investigación en archivos periodísticos y contactos con personas involucradas en la cuestión, descubrí que los restos de Kong realmente descansaban en un olvidado depósito de Carolina del Norte (EE.UU.); desacreditando así 36 años de dimes y diretes y abriendo el camino a una investigación más exhaustiva respecto del imaginario contemporáneo. [2]
Pero las películas de King Kong, como ya hemos dicho en el artículo que precede a estas apostillas, tenía otro componente lleno de simbolismo y belleza estética. Un verdadero disparador de fantasías y tan emblemático como el gorila mismo a la hora de exaltar el misterioso exotismo de la trama principal. Me refiero a la descomunal Muralla de la Isla de la Calavera.
La Muralla de Kong: otro emblemático símbolo del film de 1933
Era inevitable que me preguntara a dónde había ido a parar. Qué había sido de ella. En qué oscuro rincón de Hollywood permanecían sus restos. Pero esta vez no resultó tan engorroso encontrar una respuesta.
Estaba en Internet, convenientemente confirmada.
Las versiones mecánicas de Kong, tanto el de la primera versión de 1933 como el de la segunda del año 1976, siguieron una suerte que, a la postre, no resultó tan dramática como se suponía.[3] El de De Laurentiis, como hemos visto, acomodado en cajas a la espera de vaya a saber uno qué nuevos destinos. El anterior, el primogénito, un muñeco de escasos centímetros al que se le aplicó la técnica de stop-motion para darle vida, en la vitrina privada de un coleccionista millonario desconocido, que compró su esqueleto metálico en 2009 al módico precio de US$ 200.894 en la prestigiosa casa de remate Christies"s de Londres.[4]
De izquierda a derecha
Esqueleto metálico del "pequeño" Kong de 1933 vendido a un coleccionista en 2009 y
el animatrónic de 1976 (arrumbado en Mar del Plata), hoy en Carolina del Norte
En ambos casos, la dignidad real de este ícono del cine mundial parece haber sido respetada y tal vez con los años haya un público ávido de antigüedades que pueda disfrutar de una nueva y nostálgica exhibición de estas viejas maravillas mecánicas. Claro que quedaría por indagar adónde fue a parar el enorme busto de gorila que se usara a la entrada del Teatro Chino de Los Ángeles, el día del estreno en 1933. Pero ésta es una cuestión que quedará fuera del ámbito de este artículo (al menos por el momento).
Desguasado, desnudo, dividido en partes, Kong ha conseguido sobrevivir.
Tuvo mucha más suerte que en las películas. Pero nada de esto ocurrió con la famosa primera Muralla que lo contenía en el interior de la Isla en la que reinaba. El destino final de la misma resultó mucho más trágico, práctico y absoluto. De ella sólo quedan fotos. Hermosas por cierto.
Busto de Kong que se exhibió el día del estreno en el Teatro Chino de Los Ángeles (California)
¿En que oscuro depósito estará pudriéndose? ¿Habrá sobrevivido al paso del tiempo?
La Muralla original del Kong de 1933 resultó del ensamble de dos elementos escenográficos de primera calidad. Por un lado, los extraordinarios fondos pintados por dos artistas sobresalientes, Byron Crabbe (1844-19379 y Mario Larrinaga (1895-1979), encargados de darle a la selva de la Isla de la Calavera ese clima de abigarrado y misterioso romanticismo, que aún perdura en la memoria de muchos. En segundo lugar, el excelso trabajo realizado por los carpinteros, utileros y arquitectos de los Estudios Universal al momento de construir la inmensa puerta de la Muralla por la que Kong salía enfurecido, antes de ser capturado por los exploradores occidentales.
La primera Muralla de Kong (1933)
Fue el resultado del trabajo de dibujantes, pintores y carpinteros extraordinarios
La suerte corrida por esta inolvidable escenografía fue variada, según el caso. En tanto que los fondos pintados por Crabbe y Larrinaga seguramente permanecen archivados en algún depósito/museo del cine, la gran puerta de madera de la Muralla (esencial en las primeras escenas) terminó desapareciendo sólo seis años después de haberse estrenado el film, sacrificada por los productores de otro memorable clásico del cine norteamericano.
Los múltiples padres de Kong y su mundo
Cuando el director Víctor Fleming decidió filmar Lo que el Viento se Llevó (Gone with the wind), protagonizada por Clark Gable y Vivien Leigh, en 1939, supo desde el principio que la elección de los actores era un paso fundamental para alcanzar el éxito. Por tal motivo, el casting se prolongó más de lo normal. Pero los tiempos de la producción, siempre muy caros, exigieron que se empezaran a filmar aquellas escenas en la que los personajes principales no aparecían en un primer plano o no fueran reconocidos a mediana distancia. A tal efecto, Fleming y sus colaboradores grabaron en celuloide una de las escenas más dramáticas de la película: el voraz incendio que consume a la ciudad de Atlanta (Georgia), víctima de la Guerra Civil.
Los Estudios Universal, al tanto del proyecto, propusieron entonces matar dos pájaros de un tiro: quitarse de encima las monumentales y viejas escenografías que quedaban en pie de películas anteriores y darle un realismo sorprendente a la catástrofe de Atlanta, prendiendo fuego esos antiguos escenarios.
Nadie dudó en sacrificar la estructura que, desde 1933, ocupaba espacio y generaba más gastos que otra cosa: el enorme pórtico y parte de la Muralla de la película King Kong.
1939: La Muralla de Kong en llamas durante el rodaje de Lo que el Viento se Llevó
Fue así que los vientos huracanados de aquel incendio intencional se devoraron para siempre al icónico muro contenedor de monstruos.
No quedó nada.
Sólo cenizas y las imágenes, claro, de aquel inmisericorde Auto de Fe hollywoodense ensañándose con nuestra admirada Muralla.
Un final sin duda romántico. Tal vez el mejor que pudo haber tenido.
Aún así, me hubiera encantado encontrarla aquella tarde de 1979 mientras, subrepticiamente, recorría los estudios de filmación.
Autor:
Fernando Jorge Soto Roland
Buenos Aires
Julio 2016
[1] V?ase del autor: ?King Kong en Mar del Plata? en Todo es Historia, N? 575, junio 2015, pp. 50-53.
[2] Para la investigaci?n completa de esa b?squeda v?ase: , El Diente de Kong. Disponible en Web: http://www.revistalarazonhistorica.com/30-12/ y Apostillas al Diente de Kong. Disponible en Web: http://www.falsaria.com/2015/06/apostillas-al-diente-kong/
[3] No decimos nada de la versi?n f?lmica de 2005 porque fue un Kong totalmente digitalizado por computadora.
[4] V?ase: ?El esqueleto original del gorila King Kong se vendi? por 200 mil d?lares?. Disponible en Web: http://www.informador.com.mx/entretenimiento/2009/157012/6/el-esqueleto-original-del-gorila-king-kong-se-vendio-por-200-mil-dolares.htm