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A orillas del Aqueronte (página 2)

Enviado por José Carlos Celaya


Partes: 1, 2

Repentinamente, una completa oscuridad invadió el lugar.

            Se había interrumpido el suministro de energía eléctrica El andén se convirtió en un pandemónium de gritos, empujones y pisadas apresuradas. Los ojos de Abelardo tardaron un poco en acostumbrarse a la tiniebla que inundó el lugar.

            Observó al ángel: era de un blanco nacarado con suaves destellos iridiscentes; movía las alas, con movimientos pausados y regulares y todo su ser irradiaba una armoniosa majestuosidad. 

             A los pocos instantes, débiles luces iluminaron el lugar. Los empleados de la empresa portaban balizas y linternas. Un suspiro de alivio generalizado llenó los andenes. Una voz ronca y metálica, que provenía de una bocina portátil, anunciaba que el servicio se había interrumpido. Los pasajeros podían pasar por la boletería, les sería devuelto el valor del pasaje. Abelardo lanzó una maldición en voz baja y se dirigió hacia los molinetes, entre un mar de gente malhumorada que pugnaba por abandonar la estación. El ángel lo seguía de cerca.

            «Creo que si tu intención es matarte, vas a tener que cambiar de plan». Retumbó en la cabeza de Abelardo. él pensaba en su escopeta, mientras subía las escaleras que conducían a la salida. Una vez que estuvo en la vereda, se encaminó hacia Casablanca, enclavado en la esquina de Riobamba y Rivadavia. Ya iba fraguando sus próximos pasos.

            El ángel esperó a que Abelardo se sentara en una de las mesas del fondo, que daba a la ventana. Desde Rivadavia llegaba el rumor grave e intenso de la marea de automóviles corriendo a destino.

            Ya más sosegado, Abelardo observaba atento las bebidas. Miraba con atención una botella de Caballito Blanco.

            «No creo que sea una buena idea. Acordáte del protagonista de tu primera novela». «Y, a propósito, si tu intención es usar el automóvil para ir a San Pedro a buscar la escopeta, te recuerdo que las bujías pueden empastarse, los motores se funden…»

            Abelardo descartó el tren. Permaneció pensativo. Volvió a comunicarse con el ángel.

            «Sabes una cosa, ya me tenés harto», imaginó que le habría dicho si lo hubiera tenido frente a él. «No soporto ese disfraz celeste, con tus dulces alas y todo eso. Ah! Y otra cosa, me tenés los cojones llenos de leerme el pensamiento. Si no querés que me mate, y no te digo que no vaya a hacerlo, sólo te digo que podemos discutirlo, como seres…»  Iba a decir humanos civilizados, pero se dio cuenta de la incongruencia al recordar las alas de su interlocutor. «… te pongo dos condiciones, para poder seguir hablando: Quiero verte como un hombre, para hablar de igual a igual y que no me leas los pensamientos.»

            «Mirá, eso de adoptar una apariencia humana y lo de dejar de leerte los pensamientos…», dijo el ángel, situándose nuevamente frente a Abelardo, «no depende de mi sino de mi Padre.»

            «Preguntále a quien quieras, pero sin esas condiciones, no hay trato. Además te vas a aburrir de seguirme a todos lados hasta el momento de mi muerte, porque yo, lo que es matarme me mato, como que me llamo Abelardo.»

            El ángel desapareció. Abelardo respiró aliviado.  Ya tenía esbozado otro plan. Lo ayudaron lejanas memorias del Génesis: Jacob y su lucha con el ángel.

            Por la puerta del Casablanca ingresó un joven que recordaba vagamente al David, de Miguel Ángel. Se dirigió hacia la mesa donde estaba Abelardo.

            Ahora, él tenía frente a sí a un joven con los cabellos brillantes de gel, y que exhalaba un fuerte aroma a Kenzo. Abelardo lo miró, un poco sorprendido. Se dio cuenta de quien era. Estuvo alerta, muy alerta. Convendría tomar precauciones ante este ángel con trazas de modelo publicitario. ¿Captaría sus pensamientos?

            Comenzó a pensar concentradamente en el demonio.    

            -Viste que frío hace- dijo Abelardo, simulando naturalidad.

            -Sí, el otoño en esta ciudad a veces puede ser muy crudo. – dijo el joven.

            Abelardo respiró aliviado. Aparentemente el ángel no le leía los pensamientos, pero por las dudas, convendría asegurarse. Ahora pensaba en Silvia, desnuda. Trató de que su pensamiento fuera lo más lascivo posible. Examinaba atentamente el semblante del muchacho. Se tranquilizó ante su respuesta.

            -Te noto distraído- dijo el joven, mirándolo a los ojos. ¿No estarás tratando de idear un argumento con esta situación?

            Abelardo negó, con un gesto de la cabeza.

            – ¿Tomás algo?

            – ¿Qué se te ocurre invitarme?-, dijo el muchacho.

            -Mirá, ante todo, vamos a llamar las cosas por su nombre- dijo Abelardo. – Ya sabés que me llamo Abelardo, pero… ¿vos cómo te llamás?

            -Kevin.

            -Bueno Kevin, me parece que lo mejor es una Coca Cola– dijo Abelardo. -A no ser que prefieras algo más fuerte-.  La situación comenzaba a divertirlo. Llamó al mozo.

            El ángel se acomodaba lentamente a su traje humano.  Le daba vueltas en la cabeza su propósito principal: evitar el suicidio del escritor, o al menos convencerlo de que no se matara. No podía entrar en los pensamientos de Abelardo. Ya más relajado, comenzó a hablar.

            -Suponiendo que la inspiración se te haya ido, te quedan un montón de cosas por hacer: los talleres de literatura, las conferencias sobre tus libros, la corrección de tus textos,  sin nombrar a la hermosa Silvia- dijo el ángel.

            En ese momento, llegaba la Coca Cola.  Abelardo y el joven esperaron a que el mozo sirviera. Cuando se retiró continuaron con la conversación.

            -Mirá Kevin, vos podrás entender mucho de milagros, y de otras cuestiones celestes, pero me parece que de literatura no sabés ni jota.  A mí lo que me hace feliz es escribir cuentos. Es-cri-bir. ¿Entendés?- Por un momento, Abelardo se apasionó. -Además, sin inspiración, ¿me querés decir como  caray hago para corregir?

            El ángel estaba perplejo.  Paladeó la Coca Cola y bebió un largo sorbo. Se dijo que lo mejor era no entrar en territorios humanos y hacerle el juego a Abelardo. Trataría de convencerlo de que desistiera del suicidio. Después de todo, a pesar de la eternidad, aun quedaba mucho trabajo por hacer en la tierra.

            Abelardo miraba a Kevin con agudeza. A partir de ese momento, la ejecución de su plan dependía de ganarse la confianza del muchacho.

            Kevin volvió a la carga, ofreciendo razones contra el suicidio.

            – Abelardo, ustedes, los humanos digo, han escrito toneladas de papel sobre el amor. Vos, después de todo tenés el amor incondicional de Silvia. ¿No te alcanza con eso?

            -Podría ser- dijo Abelardo-, pero mejor discutámoslo peripatéticamente.  Caminemos un rato. Este bar ya me aburrió-. Puso un billete de diez pesos sobre la mesa.

            Abelardo se acomodó la gorra.

            Kevin y Abelardo caminaban por las veredas de Rivadavia hacia Once. En la avenida, el flujo de automóviles había disminuido y el silencio comenzaba a imponerse por sobre el ruido de los motores. Abelardo esperaba su oportunidad.

            Retrasó el paso y se abalanzó sobre el cuerpo del muchacho. Lo abrazó con todas sus fuerzas. No lo soltaría hasta que le concediera algo.

            -Devolvéme la inspiración. ¡Quiero mi inspiración perdida!

            Kevin, sorprendido por el giro de los acontecimientos, retornó a su forma angélica. Abelardo permaneció agarrado fuertemente de la parte superior de sus alas. Seguía gritando.

            -A vos, a Dios, a toda la sarta de serafines, querubines  y arcángeles: ¡Quiero mi inspiración! ¡No te voy a soltar hasta que me la devuelvan!

            El ángel, nervioso y confundido, se elevó del suelo, con Abelardo aferrado a sus alas.     

            – ¡Quiero mi inspiración!- gritaba sin cesar Abelardo.

            El ángel, con Abelardo colgado de su espalda, sobrevolaba la avenida a escasa altura. Se elevó un poco más, para que Abelardo no se lastimara los pies con los techos de los automóviles que corrían a toda velocidad. De pronto, el semáforo en rojo interrumpió la marea de vehículos. En ese momento, el ángel notó que la presión de las manos de Abelardo sobre sus alas cedía.

            Abelardo cayó pesadamente sobre su muslo derecho.

            Los automóviles, liberados por la luz verde del semáforo, comenzaron a correr nuevamente. Abelardo, conmocionado por la caída, yacía cuan largo era sobre Rivadavia; antes de cerrar los ojos vio como se perdía la iridiscente silueta sobre el fondo oscuro de la noche.

            La luz del sol, que entraba por un gran ventanal, iluminaba toda la sala. En una de las camas, con la pierna derecha entablillada, Abelardo escribía sin cesar en un cuaderno.  Garabateaba furiosamente, trazaba flechas hacia los márgenes, sobre los que escribía acotaciones o corregía lo ya escrito. Un medico se le acercó.

            – ¿Cómo es eso de que andaba haciendo piruetas por Rivadavia?- dijo el médico.

            – ¿Piruetas por Rivadavia? La gente tiene mucha imaginación, inventa cosas-dijo Abelardo. Cerrándose el cuello del pijama lo dijo.

 

 

 

 

 

Autor:

Celaya José Carlos

Partes: 1, 2
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