Ahora regresemos al momento actual. Observemos que incluso la "democratización" por la fuerza del Reino del Mal y de cualquier otro país árabe, más que conveniente puede resultar un problema para los intereses inmediatos de las corporaciones occidentales, si por "democratización" entendemos, por lo menos, la instauración de un sistema de "democracia pasiva". ¿Por qué? Sencillamente porque el actual contexto popular en esa región es crecientemente hostil al predominio occidental. En Arabia Saudí significaría la pérdida del compromiso de la familia Sa'ud. En otros países, se perdería el soporte de esos reyes, príncipes y dictadores árabes que hoy ven a Occidente más en términos económicos y estratégicos que afectivos o culturales. Los pueblos, en cambio, siempre más "irresponsables" que los gobiernos (si atendemos al razonamiento del presidente español María Aznar), tienden a pensar de forma distinta, más en términos afectivos y culturales. Esto no significa que los pueblos sean más beligerantes que los gobiernos -de hecho, siempre ha sido todo lo contrario- sino que son menos diplomáticos, más directos y menos estratégicos.
Claro que, por desgracia, los poderes corporativos y centralizados han multiplicado su fuerza de acción. Pero en contrapartida no han podido acumular inteligencia en la misma proporción, lo cual los hace más peligrosos y más vulnerables al mismo tiempo. El coeficiente intelectual no se acumula, como creen los militares, en las "centrales de inteligencia", de la misma forma que el capital se puede acumular en los bancos y en las bolsas. Con frecuencia, se obtienen resultados inversos. Algo parecido ocurre cuando mezclamos colores en una paleta de pintor. Cada vez que mezclamos más colores obtenemos menos color; de hecho, obtenemos un color muy similar al excremento humano.
Toda estrategia se mide por sus resultados, y el presente nos muestra cada día la derrota que los vencedores se niegan a ver: un mundo progresivamente inhumano e inhabitable, donde la violencia aumenta en la misma proporción en que disminuyen la seguridad y la libertad.
Pero no vale la pena entrar en un análisis periodístico del riquísimo cúmulo de contradicciones y barbaridades que usan los políticos para lavarse las manos una vez derramada la sangre a miles de kilómetros de distancia. Además, carece de utilidad. Por el contrario, tengo más esperanza en la conciencia ética de los pueblos que sólo se equivocan cuando confían demasiado en sus líderes. Porque aquí está el origen del derrumbe. Hasta hoy, han sido éstos, los supuestos líderes, quienes se han creído con la obligación y con el derecho de encabezar los movimientos civiles, de ir delante de los pueblos cuando en la guerra siempre van detrás. Detrás, incluso, de muchachas de 19 años que son enviadas al frente con el "cómo" muy claro y el "por qué" algo confuso. Tan confuso, que en su momento hasta fueron vistas como un símbolo del progreso de la mujer, lo cual no es más que el triunfo del espíritu machista y su ética de Rambo. Pero, ¿por qué es superior una mujer que mata a un niño -nobles razones mediante, no vamos a dudarlo- a una mujer que lo parió y le dio la leche de sus pechos? ¿Por qué es superior una mujer con un M-4 a una mujer con un biberón? ¿Por qué es más libre una recluta que no se pudo negar a la guerra a una madre que quiso serlo -a pesar de su ignorancia?
Esta idea del mesianismo, del héroe de vanguardia, bien puede proceder de los tiempos en que los líderes intelectuales eran, a la vez, los líderes en el campo de batalla. Ganar una batalla facultaba a dirigir el destino de un pueblo, su economía, su organización civil y su fundación moral (David, Alejandro, Mahoma, Napoleón, Washington, Artigas, San Martín, Bolívar, etc.), con suertes dispares, está de más decir. Este anacronismo tuvo su máxima expresión en las dictaduras militares de América Latina en el siglo XX. Dominar las armas -el Orden- legitimaba la dominación de un pueblo –la Moral. Pero el mundo se fue haciendo demasiado complejo para este tipo de liderazgo. Después de la era de los caballos -la era de los caballeros-, los líderes han pasado de la vanguardia a la retaguardia, llegando al extremo de promover guerras y batallas en las cuales nunca participarán, haciendo del nuevo guerrero el oficio más seguro del mundo, mientras el pueblo y los soldados que van a morir aceptan este hecho sin ningún escándalo, como algo lógico y natural.
Hasta que llegue el momento en que el destino de los pueblos deje de estar en la retaguardia y regrese a la vanguardia, es decir, esta vez al pueblo mismo. Más esperanza tengo en que llegará el día en que sean los pueblos quienes indiquen el camino a sus dirigentes o, mejor, que puedan decidir sus propios destinos sin la complicidad de una supuesta impotencia. No cada cinco años y en el momento más deliberadamente confuso, sino todos los días.
Superado este período en que la libertad será acorralada desde los cuatro puntos cardinales, sobrevendrá su expansión en lo que antes he llamado la "Sociedad Desobediente", ese estadio maduro de la globalización donde los individuos serán menos proclives a la manipulación de sus pensamientos y más responsables de su libertad. Incluso antiguas organizaciones de resistencia social, como los actuales sindicatos -en decadencia, si se me permite- continuarán su declive hasta convertirse en otra cosa. Podrán seguir jugando un papel tímido de resistencia, pero serán totalmente incapaces de oponerse a los poderes centrales. Mucho menos como instrumentos de cambio. Los gremios que no han sido absorbidos por el "pragmatismo" del poder central han sucumbido al dogma y al corporativismo. Sus estrategias de lucha y de organización, que significaron un importante aporte a los derechos humanos del siglo XX, comienzan a evidenciarse estériles a gran escala.
La alternativa de cambio estará en la interacción casi contradictoria del individuo y la sociedad global. Cuando el desequilibrio entre fuerza bruta y razón ética se vuelva evidente e insostenible, los individuos del mundo se volverán concientes de su poder social. Entonces, la antigua "democracia pasiva" se mostrará obsoleta y divorciada de su primera razón de ser: el pueblo. Dado su carácter mestizo, unos de sus principales enemigos serán las corporaciones racistas, que aflorarán por su parte con mayor fuerza. Pero la Sociedad Desobediente tenderá siempre a oponerse a los poderes predominantes, siguiendo de esta forma un padrón psicológico antiguo, probablemente inmanente a toda sociedad desde sus orígenes y hasta hora nunca puesta en práctica en toda su plenitud. Durante toda la historia, los individuos y los pueblos han tendido a la liberación. Solo que, paradójicamente, ese proceso ha pasado por largos períodos de sometimiento a poderes individuales o centralizados -reyes, tiranos, sacerdotes, iglesias, sistemas religiosos, militares o civiles-. Pero este padecimiento, que casi siempre pagó seguridad con libertad en el antiguo mercado del miedo y del terror, nunca fue un objetivo social sino un medio engañoso de dominación por parte de las minorías de las clases poderosas.
Libertad y poder conforman un par dialéctico: no se puede ser libre sin cierta dosis de poder. Ni siquiera se puede ser libre si el otro posee un poder excesivo. En un mundo donde aumentan las diferencias sociales y geopolíticas, donde la libertad y el poder se encuentran privatizadas o estatizados en beneficio de microminorías, la tensión irá inevitablemente en aumento hasta que se produzca la ruptura. No es posible mantener un determinado orden basado en la injusticia, indefinidamente y sin ejercer algún tipo de dictadura. Y si bien en este sentido se pueden prever muchos escenarios, podríamos nombrar alguno de ellos a modo de ejemplo: la deuda externa de la mayoría de los países subdesarrollados nunca se pagará. Mejor dicho, nunca será cancelada. Las deudas históricas que desangran a los países periféricos se extinguirán, junto con los acreedores, poniendo fin de esa forma al sistema capitalista, tal como lo entendemos hoy.
Esta etapa de la humanidad autoresponsable, más madura y equilibrada, con mayor dominio de su propio destino, significará también un progreso espiritual. ¿En qué sentido? Debemos entender que desde un punto de vista existencial y ontológico, cada uno de nosotros no es solo el sujeto que se relaciona con los demás. Sobre todo, los humanos somos esa-relación. No hay moral de ningún tipo sin sociedad, ya que la moral es, en su camino Tierra, renuncia del individuo a favor del grupo, la conciencia de la especie (en su camino Cielo es renuncia del sexo en beneficio del más allá*). Por ende, tampoco hay individuo sin sociedad; no hay "yo" verdaderamente humano sin el otro, aunque ese otro se encuentre físicamente ausente. Si el otro está enfermo, yo también lo estoy, lo que equivale decir que no existe individuo sano en una sociedad enferma -considerar la situación "privilegiada" de un hombre rico en una ciudad con fabelas y con violencia callejera: su privilegio es su condena.
Si en algún momento de la historia hemos tenido una profunda y crítica conciencia de nuestra soledad metafísica (la pérdida de Dios del hombre renacentista y luego moderno, destilado de la naturaleza mucho antes, en el Gótico) ha sido, precisamente, en función de nuestra relación con el otro. Dicho de otra forma, el espíritu humano y la relación que mantenemos con el otro, con los otros -vivos y muertos- son la misma cosa.
A una escala familiar, esas relaciones son principalmente afectivas. Pero a una escala mayor, la relación se establece en términos de poder y de libertad. El desequilibrio entre estos dos términos significa, para una sociedad, la misma catástrofe que para una familia puede serlo el conflicto entre la obediencia y el afecto.
Pero no me voy a extender más sobre este punto. El sol ya se ha sumergido en el mar y no hay luna ni luces de sodio por aquí cerca. Mañana estas piedras seguirán donde están y yo me habré ido.
Autor:
Jorge Majfud
Fuerte Dalt Vila, Mar Mediterráneo
4 de junio de 2003
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