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Partes: 1, 2

    1. A manera de introducción
    2. Definiciones
    3. Casos concretos
    1. No es de hoy que historia y política mantengan relaciones contrastantes y a veces tormentosas. Al circunscribirse en el tiempo, la política hace necesariamente referencia al pasado, ya sea para desligarse o para tomar de él ejemplos y argumentos a manos llenas.

      Como lo deja expresado René Rémond "… la relación que se establece a través de la interpretación de la historia es ineluctablemente ambivalente: la historia es al mismo tiempo cimiento de la unidad de un pueblo y germen de discordia que alimenta discrepancias y desacuerdos. Es por esto que los poderes públicos no pueden desatender por completo la escritura de la historia y su transmisión, y consideran, no sin razón, que tienen alguna responsabilidad al respecto. Entonces no hay por qué extrañarse de que a veces los políticos se vean tentados a inmiscuirse en su manufactura y en su instrumentalización. Es un rasgo de los regímenes totalitarios al arrogarse el derecho de torcer la historia para su beneficio así como el de ejercer un control sobre aquellos cuyo oficio es establecer la verdad histórica. No hay más banal que la instrumentalización del pasado. De manera particular, su calificación es objeto de carácter ideológico y enfrentamientos políticos propiamente dichos." (1).

      Lo expresado por Rémond, y en dicho contexto; esta agitación no amerita la atención del ciudadano si no fuera porque la situación, además de los aspectos tradicionales de este debate, presenta irrefutables novedades y acarrea múltiples implicaciones. En ella se ven involucrados tanto el problema epistemológico de la búsqueda de la verdad histórica como el papel del Estado en este caso concreto; la reparticipación de responsabilidades entre el legislador y el historiador, el papel de la ley y el acceso de toda persona al conocimiento objetivo del pasado, que no es de interés menor a la idea y práctica de la democracia.

      Más validas unas que otras, son las consideraciones que han modificado de manera profunda nuestra relación con el pasado tienen consecuencias en el estatus de la historia en la sociedad. Han justificado la intervención de lo político; dado que recordar era un deber cívico, ¿podría el legislador admitir que se enunciaran públicamente afirmaciones contrarias a la verdad respecto de acontecimientos a propósito de los cuales la justicia o, en su defecto, la conciencia colectiva se había pronunciado? Sería como si al mismo tiempo se faltara al deber de piedad y se condenara por segunda vez a las víctimas, se atentara contra el respeto a su sufrimiento y se permitiera que la duda se introdujera en las mentes de quienes no pudieran hacerse una opinión motivada propia; sería como ir en contra de la educación de los ciudadanos. ¿No tendría la obligación los responsables políticos de tomar medidas al respecto, en resumen, de legislar?

      Es evidente, pero no es ocioso poner esto en claro: en el debate sobre las leyes, los parlamentarios echan mano de su investidura para argüir el hecho de que como su mandato emana del pueblo soberano, ellos supuestamente tienen las facultades para establecer la verdad histórica. Se confunde la legitimidad política con la que confieren las facultades adquiridas mediante el trabajo científico. Ningún parlamentario imaginaría que su estatus le otorga facultades para pronunciarse sobre los fenómenos sociales, en virtud de los roles que les son conferidos; es cómo se han creado las instancias de reflexión que sirven para delimitar el trabajo del legislador y la decisión de los poderes públicos. ¿Por qué habría de ser diferente para la historia de las sociedades?

      Al manifestarse contra el principio de estas leyes, denominadas por Rémond "de la memoria", los historiadores hacen un llamado a respetar la diferencia entre las ciencias y la distribución de profesiones, y reafirman que la historia, garante de la memoria colectiva, le pertenece a todos. Por lo demás, la lista de estas leyes muestra claramente cuáles son las consideraciones al momento de su adopción: consideraciones básicamente electorales que, ciertamente, no son despreciables, pero que dejan ver más pasión que razón, que no tienen ninguna legitimidad científica y que confunden la memora con la historia. Todas proceden de la misma aspiración de comunidades específicas, religiosas o étnicas, para que la comunidad nacional considere su memoria particular teniendo como intermediaria a la historia que ha sido tomada como rehén. Los historiadores se han declarado en contra de esa instrumentalización que conlleva una fragmentación de la memoria colectiva.

      Esto de la limitante para que los políticos intervengan en la organización del discurso histórico tiene que ver con su forma: la experiencia y la controversia actual demuestra que esta no debe ser de una ley. Los políticos tienen todos los derechos a pronunciarse acerca de la historia, pero no el de hacerlo a través de la figura que les es propia: el voto de una ley. Porque la adopción de un texto de ley no consiste en una toma de partido como tantas otras que la opinión olvidó rápidamente, tal es el caso de las peticiones intelectuales. Definir reglas, prescribir normas y establecer obligaciones es lo propio de la ley. (2)

    2. A manera de introducción

    3. Definiciones

      La iniciativa legislativa es el acto mediante el cual se da origen a al proceso de elaboración de una ley. Es por ello que existe lo que la teoría constitucional clásica reconoce como derecho de iniciativa, que –de manera específica– es potestad del Presidente de la República y de los Congresistas. (3) Al que debo de agregar –de manera general–, también es facultad del Poder Judicial, de todo Tribunal de Garantías Constitucionales; al que también –por necesario que resulta, se deben de citar a otras Instituciones organizacionales, de acuerdo a la ley de la materia que las regula.

      Manuel Osorio (4), cita que, la iniciativa en la formulación de leyes se refiere como expresión en el Derecho Político, no a quienes pertenece dictarlas sino a quienes corresponde proponerlas. Agrega el citado autor que, en lo que se refiere a la manera de gestarse las leyes, en su sentido estricto, resulta imposible establecer una norma general ni siquiera generalizada, porque se trata de cuestión relacionada con la organización del Estado. No es lo mismo tratándose de un régimen autocrático (tiránico, totalitario, dictatorial) que de una monarquía absoluta, de una monarquía constitucional o de una república representativa; como tampoco lo es según se trate de un Estado unitario o de uno federal. Ni siquiera cabe establecer una norma única referida a los sistemas constitucionales, ya sean monarquías, repúblicas parlamentarias o repúblicas presidenciales. A título de mera orientación cabe señalar que en los Estados democráticos, con separación o equilibrio de poderes, la formación de leyes está atribuida a los Poderes Legislativos, sean estos unicamerales o bicamerales.

      En ese sentido, la ley es una prescripción dictada por el órgano competente del Estado, según las formas prescritas en la constitución, que manda, prohíbe o autoriza algo en consonancia con la justicia y para el bien de todos los miembros de una comunidad. La prescripción legal es dictada sobre la base de la descripción social. Sin embargo, la ley como norma de conducta de carácter obligatorio aparece mucho antes que el Hombre descubriera la función legislativa.

      Maurice Duverger sostiene que la iniciativa, es sentido estricto, consiste en el derecho de depositar un texto –de ley, de resolución, de presupuesto, etc– para que sea discutido y votado por el Parlamento. (5)

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