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Tres flores blancas en el muladar (página 2)


Partes: 1, 2

Aquella pequeña vereda era como un paraíso, el refugio ideal donde acudían pájaros arroceros, azulejos y periquitos de pico amarillo.

La entrada al plantel estaba enmarcada por amplios corredores de baldosas antiguas, limpias y relucientes, decorados con macetas colgadas de orquídeas y helechos majestuosos que inclinaban sus hojas delicadas y esbeltas, hasta los barandales, como haciendo una venia de amistoso saludo a todos los alumnos que alegres conversaban, dirigiéndose en fila hacia los salones.

Ante sus ojos nublados y tristes, vio la mirada  de hielo de la rectora, con la nariz rojiza, respingona y gesto autoritario militar, parada muy erguida frente al estandarte tricolor, entonando orgullosa, con la mano en el pecho, las extensas estrofas del himno nacional.

La maestra Paulina…ese era su nombre; la autoridad estricta, a quien todos con fervor respetaban: Los docentes, el cura, los padres de familia, el boticario y hasta el jardinero.  Ella era inconmovible, rígida, aunque a decir verdad, tenía también su lado vulnerable y por cierto, en el pueblo y regiones aledañas ya todos lo sabían.  Por alguna razón dice el adagio de que "En pueblo chiquito, infierno grande".

El secreto de la maestra Paulina quedó expuesto frente a una gran parte de sus alumnos (por no decir de todos ellos) cuando en cierta ocasión provocó un ataque de histeria colectiva: Ante la tímida aparición de un pequeño ratoncillo que asomó sus barbitas temblorosas por el cajón entreabierto de su escritorio, la maestra gritó con agudos chillidos que se escucharon en todo el plantel.  El zapateo convulsivo de la rectora alertó a todos los estudiantes de su clase, entonces se formó la algarabía, el patatús y el pánico; pero al descubrir el motivo verdadero de todo este alboroto, surgieron estruendosas carcajadas incontrolables entre los alumnos.

       El domingo siguiente, después de aquel suceso, la maestra un poco abochornada comprobó que todo el pueblo ya estaba enterado, cuando al llegar a la iglesia y dirigirse al señor cura, él hizo un gran intento en controlar su risa y antes de empezar la ceremonia, las personas que allí estaban presentes, cuchicheaban entre ellas y reían.

       Del lunes hasta el viernes para Mariana y Daniela el día  comenzaba a las seis de la mañana, cuando sentían el aroma a café fresco y el canto matutino de la abuela Isabel, era como el preludio de armonía familiar, la caricia intangible pero segura que se manifiesta en pequeños detalles y hasta se percibía en las nubes de humo que llenaban la cocina, cuando encendía el fogón de leña.

Simón, el padre de Daniela y Mariana, era un labrador dedicado y en constante comunión con la naturaleza.  La mayor satisfacción que se reflejaba en su mirada coincidía con el tiempo de la cosecha, entonces su semblante irradiaba felicidad, como si juntamente con las pinceladas de bellos colores y olores cítricos y dulces que aromatizaban su entorno y mudaban el aspecto del campo, también se transformara su hombre interior, renovando su vida.  Aunque a decir verdad, su padre pocas veces sonreía.  Debió ser muy difícil para  el, después de luchar contra la furia indomable del creciente río, fallar en el intento de rescatar a su esposa.

       ¡Qué lejanos están ahora aquellos tiempos! El recuerdo de su madre Lucia, parece emerger de entre las páginas de un bello cuento de hadas.  Sus grandes ojos negros se quedaron por siempre en su memoria, como aquellos luceros que resplandecen profundos y enigmáticos en las noches de luna llena.  Ella entonces veía todo desde otra perspectiva, con la mirada de una niña tierna, inocente, feliz. ¡Pero era tan grato verlos juntos! Para entonces su mayor anhelo consistía en cumplir quince años.  Ahora daría todo porque el tiempo se hubiera detenido.  ¡Como duele crecer! Pensaba muchas veces, pero el crecer también tiene sus beneficios.  Así es la vida, indescriptiblemente extraña, injusta y bella, aunque a veces laceran las heridas.

       ¿Será posible que nuestro ser interno se logre transformar y embellecer con el dolor que causan las vivencias amargas, así como en las ostras, la herida se transforma en una hermosa perla?  "El color de las cosas, depende del cristal con que se miren" (reza una corta, pero sabia frase).  Si las hondas heridas embellecen, en las frías entrañas de mi patria, entre surcos inmensos de violencia y tristeza, matizadas del ocre de la tierra, yacen ocultas muchas perlas negras…esqueletos anónimos de niños, de mujeres y ancianos, de valientes soldados, humildes campesinos, de guerrilleros y de hombres letrados.

¡Como duele crecer! Y en mi sangrante patria ¡Como duele ser niño! Ser huérfano, ser viuda o desplazado y sentirse como una ínfima hormiga ante el Goliat infame de la prepotencia.

       En su niñez temprana, Daniela nunca imaginó que fuera de su ámbito familiar, efervescia  un mundo de violencia.

Cuando miraba atenta los ojos de su padre, ella jamás vio en ellos un vestigio de odio, aunque después de la muerte de su madre, llegó a comprender la frustración y enojo que lo convirtió en un hombre diferente que buscaba en sus largas jornadas de trabajo, olvidar un poco su tragedia.  Algunas veces, papá era un tanto huraño, pero esto no le convertía en un mal padre.  Las pequeñas estaban plenamente seguras del amor que les profesaba.  En ocasiones el solía llamarlas "Mis Flores Blancas" y es que la candidez de sus rostros serenos e inocentes, realmente le conmovía.  Aunque distaba mucho de ser un hombre intelectual, el poseía una belleza interna inextinguible.

Sin atreverse a expresarlo con palabras, ella pensaba que su padre había envejecido prematuramente. Aunque aún era un hombre joven cuando aquello sucedió, a partir de ese momento se vislumbraba sobre sus hombros el peso de toda una vida.  Experiencias que dejaron una dolorosa huella en su alma, cincelando heridas muy profundas.

       Entre la austera soledad del cuarto, Daniela no dejaba de pensar: ¡Si estuviera Mariana, todo sería distinto! Ella tenía la magia, el toque angelical de transformar los momentos sencillos cotidianos, en experiencias gratas. 

Si estuviera Mariana, con sus catorce años apenas por cumplir, ella sería su fuerza, la razón más valiosa para hacer frente a la adversidad y al temor que le causaba su actual condición.

       Los inquietos pensamientos invadían su mente, como trémulos pajarillos asustados, que no logran encontrar un refugio seguro.

Una y otra vez veía entre sus sueños el rostro inolvidable de su hermana, los hoyuelos pequeños definiendo con gracia el candor de su risa y su cabello despeinado al viento enredado en las hojas de los árboles, cuando subía en sus ramas para alcanzar los mangos amarillos y curiosear de cerca, los nidos solitarios.

La tímida sonrisa dibujada en el pálido rostro de la niña mujer, que tiritaba con escalofrío tendida boca arriba sobre el vetusto catre, más que sonrisa, parecía una mueca, un gesto de dolor perdido en el silencio, sin más testigo cerca, que Peggi, la consentida gata parda que tierna ronroneaba recostada a sus pies.

Pensó en un episodio que nunca olvidaría, la experiencia de su primera menstruación, cuando Mariana descubrió las sábanas manchadas,  y asustada corrió hasta la cocina en busca de la abuela.  Todavía recordaba las pócimas calientes de menta y de canela que ella le preparó y el cataplasma tibio de laúdano alcoholado que colocó en su vientre.

       Si estuviera Mariana, seguro haría una broma al recordar y sin duda a sus pies, estaría ella en vez de Peggi, brindándole una frase de alivio y esperanza, haciendo camisitas, gorras y calcetines de sus enaguas viejas y buscándole un nombre gracioso y ocurrente al futuro bebé.

 Dos años han pasado, tan lentos y sombríos, que quisiera arrancar de su memoria todos esos recuerdos, con la facilidad que se desprenden las hojas desteñidas del almanaque de su habitación.

En aquel tiempo, todos en la región estaban preocupados por el calor intenso y cuando a torrenciales la lluvia desgajaba extensos platanales y el río embravecido inundaba las viviendas paupérrimas, el calor no cesaba y a los estragos de la fuerte lluvia, se sumaban las nubes de mosquitos insaciables de sangre y las salamandras sagaces y escurridizas, se ocultaban debajo de las almohadas para dormir tranquilas, arrulladas por el goteo constante que provenía del techo de las húmedas casas, emitiendo su lúgubre sonido al caer entre las ollas viejas de aluminio esparcidas por el suelo.

Así fue aquel anochecer sombrío de hace dos años atrás.  Daniela cumplía catorce años, la abuela y su padre bromeaban bajo la mirada suspicaz de la pequeña Mariana, mientras en la cocina, iluminados por la tenue luz de una lámpara de kerosene, todos se disponían a degustar el platillo especial que para ésta ocasión con esmero y amor la abuela había preparado. Abruptamente cinco hombres armados, con ropas camufladas y el rostro cubierto, irrumpieron en el lugar.  Todo pasó tan rápido, podría decirse que en cuestión de segundos, sus vidas tomaron un rumbo diferente.   El que parecía ser el líder, entre malévolas carcajadas dirigiéndose a los otros, dijo: -Tenemos carne fresca… ¡Justo lo que necesitamos!

Daniela y su hermana fueron obligadas a unirse a ellos.  Mariana corrió

tratando de escapar, cuando fue alcanzada por las mortales balas que acabaron con su vida. Acto seguido los hombres regaron combustible y tomando la pequeña lámpara de kerosene que estaba sobre la mesa, la tiraron para iniciar el devastador incendio.  El rostro de pánico de su padre y su abuela, aún permanecía en su memoria; desde entonces no los ha vuelto a ver.

       Dos años han pasado, rasgando la inocencia de su vida, de callado martirio, de violencia y terror, de sollozos ahogados, de ilusiones marchitas y de noches febriles entre rastrojos húmedos que albergaron cadáveres sin nombre, alimañas, serpientes y borrachos lascivos, de violencia y de sexo.

       Dos años anhelando que el tiempo se hubiera detenido un día antes de su cumpleaños, cuando su padre recogía los frutos y la abuela cuidaba su precioso jardín, mientras el exquisito aroma de los naranjales coronados de flores, jugaba en su cabello y en las rígidas trenzas de Mariana, adornadas con cintas de colores.

       Dos años anhelando ir al colegio, al cine y a la plaza; noches enteras recordando su cálida familia y la comida recién preparada con sabor a laurel, cilantro y leña.  Dos años dibujando entre sus sueños la silueta delgada de la abuela, en el umbral lejano de su infancia, cuando tomada de la mano de Mariana, se perdían entre risas y juegos infantiles, por el sendero de los platanales.

       Entre el ligero y apreciado cúmulo de imágenes borrosas que esperaban ansiosas,  les concediera un pensamiento breve, vio la figura gentil y coqueta de

 su amigo Manuel y el gesto sin igual y algo nervioso retirando el mechón de su cabello que rebelde insistía en caer a su frente.  Pensó en ese momento que estaba acariciando sus mejillas pecosas y hasta creyó perderse ilusionada en la mirada verde de sus ojos.  Una vez mas, quiso sentir el roce de sus labios, volviendo a revivir el mágico momento que fue ese primer beso… y luego la incontrolable risa de Mariana espiando oculta, tras el inmenso tronco de un árbol marañón.

Siempre creyeron ser el uno para el otro.  Manuel tenía sus metas muy bien definidas y su anhelo trazado a largo plazo era el de convertirse en Arquitecto.  Se conocían de toda la vida, desde pequeños solían compartir la misma bicicleta, los libros de la escuela y el anhelo común de que pronto llegara el día sábado  para irse de pesca.

       ¿Qué será de papá? Siempre se preguntaba, recordaba sus manos campesinas tan ásperas y fuertes como si después de tantos años en contacto directo con la tierra, ella agradecida, se propusiera recompensarle con parte de su gran vitalidad.  Y recordó la frase con que el las consentía a Mariana y a ella, papá solía llamarlas: "Mis Bellas Flores Blancas".

  Creyó  ver una nube, deslizarse con gracia entre sus dedos y llegó hasta su oído el ronronear mimado y hechicero de su gatita parda.  Luego una luz sublime, acarició su frente y la canción de cuna que su madre cantaba, invadió las montañas quedándose su eco en los nidos pequeños solitarios y posando sus alas en el pálido vientre cristalino, pretendiendo arrullar en su seno marchito, al pequeño capullo  que se extingue, sin llegar a nacer.

                           A unas pocas cuadras de allí, en un paraje oculto entre la selva, hay un destacamento que custodia fielmente toda aquella región.  Son jóvenes soldados bachilleres que ingresaron al ejército hace muy poco tiempo y entre ellos se ha difundido un rumor misterioso: "Hablan de un tal espanto con ropa camuflada.  Dicen que es una joven de mirada sombría, de silueta espigada y hermosa cabellera castaña que casi llega hasta su cintura".  Algunos ya la han visto y todos en las noches, a pesar de ser hombres muy valientes, oyen ruidos extraños y lamentos ahogados que los hace temblar.  Es tan cierta esta historia, que cuando esto sucede, los búhos también se asustan y a toda prisa, emprenden el vuelo.

Muy cerca de este sitio, camino a la cañada se escucha  un arroyo pequeño y a unos cuantos pasos, subiendo la pendiente, hay una región callada y enigmática, donde una gata parda solitaria se pasea y por las noches ronronea con mucha tristeza, como si dialogara con la luna y le contara que bajo el techo de la vieja casita que desde allí se ve,   yace sin vida su apreciada amiga,  como una flor sin alma.

       Aún permanece tirada en el rincón la mochila olvidada y el álbum con las fotos familiares.  El almanaque amarillento mudo, descansa suspendido en la pared, impávido ha marcado la fecha exacta de esta historia, la historia de Daniela, la mujer niña que descansa inerte sobre el vetusto catre abandonado y al mirarla, parece sonreír.

       El paso de los días, los meses y los años, los absorbió la tierra y los cubrió con lluvias y veranos que transformaron su pesada marcha, dando a luz bellos árboles con frutos suculentos de preciosos colores.  Los pajarillos cantan, hay nuevas mariposas, exóticas iguanas y ardillas con la cola espelucada, pasean tranquilamente por allí.

       Desde hace algunos meses, Simón el labrador y la abuela Isabel, han visto con asombro que entre risas y cantos, dos niñas se pasean tomadas de la mano por el sendero de los platanales, las dos parecen ir rumbo a la escuela.  A veces correteando, la más pequeña arroja sobre el lecho del río, las cintas de colores que sostienen sus trenzas y su cabello alborotado al viento, se enreda entre las hojas y ramas de los árboles, cuando observa los nidos pequeñitos y pretende coger mangos maduros.  La otra muy feliz, corriendo junto a ella, parece divertirse, en el fallido intento de alcanzarla.

       En la morada aquella perdida y solitaria, donde duerme Daniela para no despertar, el muladar cercano se vistió de alegría y primavera.  Dicen que han escuchado a dos niñas cantar y la voz dulce y tierna de un pequeño bebé, se esparce con la brisa y traviesa se esconde entre las grietas de la pared raída de la casita vieja.

Justo desde ese día que marca el almanaque que se halla suspendido a la pared, han brotado tres flores primorosas, fragantes y divinas, blancas como la nieve y las perlas de nácar, que parecen sonrisas brotando de una herida  que se esconde en el mar…"Coincidencia casual" ¿Quién lo diría?

¡Tres Flores Blancas en el Muladar!

TRES FLORES BLANCAS EN EL MULADAR

(En homenaje a la flor silvestre que una vez fue niña)

Obra participante en el Premio Juan Rulfo Radio Francia Internacional año 2006

Incluida en el libro El Otoño En Los Ojos de un Niño

http://www.lulu.com/content/1407977

Y  en Cuentos Solidarios (Los Gestos del Suicida) publicado por

Escritores Club

http://www.lulu.com/content/3479890

 

 

 

 

Autor:

Marta Lilián Molano León

http://martamolano.blogspot.com

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