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Robledo Puch: más allá de la sombra

Enviado por Hugo Marietan


Partes: 1, 2

    1. Ibáñez, el sólido
    2. Robledo, el pibe
    3. Treinta años después
    4. La larga lengua del preso
    5. La maldición de Robledo
    6. A modo de análisis
    7. Más allá de la sombra
    8. Notas consultadas

    Carlos Eduardo, el hombre del que nos vamos a ocupar, fue condenado en 1980 por diez homicidios calificados, un homicidio simple, una tentativa de homicidio, diecisiete robos, una violación, una tentativa de violación, un abuso deshonesto, dos raptos y dos hurtos. El período que llevó esta faena comenzó en 1971 y terminó a principios de 1972, cuando Carlos rozaba los 20 años.

    Cuentan las crónicas que el 4 de febrero de 1972, un par de policías se presentaron en una casa de Villa Adelina, conurbano bonaerense. Apenas estacionaron el auto, se les acerca un muchacho rubio, de pelo largo y ensortijado, montado en una moto:

    –¿A quién esperan, señor? –preguntó el muchacho.

    –Pibe, ¿vos conocés a un tal Somoza?

    –¿Somoza? No, ¿quién es?

    –Debe ser un amigo tuyo, porque tenía esto –y le muestran un papel rectangular.

    Y sí, lo conocía. Cuatro días antes Somoza y él entraron a una ferretería de Carupá. Al aparecer el sereno de guardia, Carlos Eduardo Robledo Puch, sin decir agua va, le dispara con una pistola 32 y lo mata. Buscan por todas partes la llave de la caja fuerte. No la encuentran. Somoza toma un soplete y comienza a fundir el acero de la puerta de la caja. Está a medio camino cuando se cansa y Carlos Eduardo lo reemplaza. Somoza, sin saber que era su última broma, abraza sorpresivamente a Robledo Puch quien gira y le dispara al pecho.

    Los 20 años de Somoza caen de rodillas. Somoza intenta decir algo, pero un segundo balazo le agota toda intención. Cuando le preguntan a Robledo por este segundo disparo, se limitó a comentar que Somoza era su amigo, y no quería que sufriera. Con dos cadáveres en el local, Robledo termina de sopletear la puerta y abre la caja fuerte. Saca la plata. Y, soplete en mano, se dedica a quemarle la cara y las manos a Somoza, para evitar que lo identificaran. Luego sale a la noche.

    Sin embargo, Somoza, rencoroso, se venga de Robledo: a la mañana, cuando la policía registra los cadáveres, en un bolsillo de Somoza encuentran la cédula de identidad. Los policías hablan con la madre de Somoza, ella les dice del amigo, del pibe rubio, de pelo largo, ensortijado, que se llama Carlos. Y lo van a buscar.

    Robledo y Somoza se cargaron unos cuantos cadáveres, y robaron varios comercios, pero Robledo ya había formado una dupla anterior con Ibáñez.

    Ibáñez, el sólido

    Ibáñez tenía el vicio de las minas y no tenía tiempo para seducir, así que las violaba. Robledo, por orden de Ibáñez, era el encargado de traer, a como dé lugar, a la mujer que elegía Ibáñez, al auto. Robledo manejaba y su compañero sometía en el asiento trasero a la mujer. Robledo no participaba en esta parte de la cosa; sí cuando Ibáñez se satisfacía, y dejaba ir a la mujer: ella se alejaba unos pasos, Robledo calculaba la distancia, y la mataba a balazos.

    Con Ibáñez asaltaron y mataron. Ibáñez daba las órdenes, Robledo obedecía. En mayo del 71, fuerzan una ventana y entran a una boite de Olivos. Buscan plata y encuentran un buen botín, más que suficiente. Se están yendo y Robledo repara en una puerta. Va y espía. Dos hombres duermen. Robledo dispara eternizándoles el sueño. Cuando el fiscal le pregunta por qué los mató, Robledo contesta: "Qué quería, ¿qué los despertara?".

    Robledo, el pibe

    ¿Qué hace Robledo con la plata? La despilfarra, compra ropa, autos, motos, se hace ver.

    Sobre su relación con la familia, dejemos que el informe del psiquiatra forense nos ilustre:

    "Procede de un hogar legítimo y completo, ausente de circunstancias higiénicas y morales desfavorables".

    "Tampoco hubo apremios económicos de importancia, reveses de fortuna, abandono del hogar, falta de trabajo, desgracias personales, enfermedades, conflictos afectivos, hacinamiento o promiscuidad".

    Carlos le cuenta al psicólogo que lo asiste: "Yo me llevaba bien con mis padres. La primera vez que mi papá se enteró de que había robado me habló mucho, se enojó. Pero no me levantó la mano".

    Un pibe como cualquier hijo de vecino. Estudia piano durante siete años; dice la profesora: "Carlos tiene gran facilidad y es un chico respetuoso". Habla alemán, conversa en inglés; juega fútbol con los otros chicos del barrio. Los domingos va a la iglesia con su madre. Hijo único, mimado por su madre, su padre y sus abuelos. A los 14 años de Carlos, muere el abuelo. El padre de Carlos, luego del velatorio, lo lleva a que presencie la cremación de su abuelo alemán. Mientras el fuego hace su trabajo sobre el cuerpo de ese viejo afectuoso, Carlos permanece en silencio, inmutable.

    El padre quiere que Carlos sea ingeniero, y lo convence para que entre al Industrial. Y en ese colegio Carlos conoce a Ibáñez. En ese entonces, Ibáñez tiene 15 años, pero ya desafía a sus profesores, se pelea con sus compañeros, va al cine cuando se le ocurre, no pide permiso a nadie: muestra una libertad desconocida para Carlos. Hay un robo en el colegio; acusan a Carlos. Debe irse. El padre lo anota en otro colegio, pero al poco tiempo Carlos abandona los estudios, dice que ya sabe lo que hará: mecánico de motos. Ibáñez también es expulsado.

    Una tarde Robledo roba una radio en un comercio y la vende. Se hace de unos pesos, fácilmente. Ve una moto; le gusta; la roba. Va al bar, se encuentra con Ibáñez; conversan… se dan la mano. Ibáñez tiene armas en la casa, practican.

    En febrero de 1972 queda detenido, pero el 7 de julio de ese año se escapa del Penal de Olmos. Vaga por la zona de Olivos durante 64 horas. Lo avista un patrullero:

    –¿Robledo Puch?

    –Sí, soy yo.

    –¡Párese, está detenido!

    –No tiren.

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