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Terrorismo en Madrid: La versión de los medios

Enviado por Salvador Alsius

Partes: 1, 2

    1. La desinformación como ejercicio
    2. La mentira puede tener un precio
    3. Uso y abuso de los medios públicos
    4. ¿Comunicación alternativa? ¿Reacción popular?
    5. La publicación de fotos de muertos y heridos
    6. La rumorología
    7. Cosas del idioma

    El día 11 de marzo de 2004, exactamente dos años y medio después del derribo de las Twin Towers de Nueva York, se cometía en Madrid el más sangriento atentado terrorista jamás perpetrado en España y el segundo en Europa, tras el estallido en 1988 del vuelo 103 de Pan Am sobre Lockerbie, en Escocia. A partir de aquella siniestra mañana, los cuatro días comprendidos entre el 11 y el 14 de marzo marcaron una serie de hitos realmente históricos en la esfera de la comunicación social. Y si admitimos la premisa de que la comunicación es algo consubstancial para la democracia, habremos de añadir que ese lapso de tiempo pudo establecer un antes y un después en el devenir de la convivencia mundial. El domingo 14 de marzo, día de elecciones generales en España, se producía un giro político de gran trascendencia para este país y, por ende, para todo el mundo, habida cuenta de los equilibrios internacionales relacionados con la guerra de Irak y con la tensión entre Occidente y Oriente. Lo que en otro contexto hubiera podido quedar en un mero episodio de política interior resultó ser un conjunto de acontecimientos que han obligado a reflexionar al mundo acerca de una serie de cuestiones, muchas de ellas relacionadas con la comunicación. Dicho de otra manera, nunca más podrá abordarse el estudio de la comunicación institucional y de la comunicación política, sin tener en cuenta el referente que supusieron esos cuatro días de marzo.

    Aunque muchas cosas deberán darse por conocidas, recordemos un elemento clave. El gobierno español monocolor, derechista y centralista, presidido por José María Aznar, se había alineado de forma incondicional con la política belicista de Bush, conjuntamente con los ejecutivos británico e italiano presididos, respectivamente, por Blair y Berlusconi, y frente a un eje franco-alemán comprometido con el sentir común de Naciones Unidas y crítico con la contundente intervención en Irak un año antes. La opinión pública española había vivido los últimos tiempos dividida en dos mitades, una de las cuales acataba silenciosamente los dictados de los hijos sociológicos del franquismo, mientras que la otra -compuesta por un variopinto mosaico de mentalidades, en el que hay que incluir como mínimo a toda la gama de las izquierdas, a los nacionalismos vasco y catalán, más o menos radicales, y a diversos movimientos sociales de nuevo cuño- aprovechaba cualquier ocasión para mostrar un rechazo rotundo al belicismo y a las actitudes monolíticas y prepotentes derivadas de una mayoría absoluta forjada cuatro años atrás. Las encuestas pre-electorales, publicadas hasta pocos días antes del atentado, daban por sentada una nueva victoria del Partido Popular y, si acaso, ponían en duda la revalidación de la mayoría absoluta por parte del candidato Mariano Rajoy, el elegido de Aznar para su sucesión. Y es que, a pesar de que la mitad opositora era la más ruidosa en la calle, la otra vivía extremadamente condicionada por una relativa bonanza económica y por el contundente y abrumador trabajo de propaganda realizado desde algunos medios privados de comunicación y, lo que es mucho más grave, desde la pública Televisión Española.

    La desinformación como ejercicio

    El día 11, minutos después de las siete y media de la mañana, unas cuantas bombas revientan los vagones de cuatro trenes de la red de cercanías de Madrid. La carrera de la información es a partir de ese momento muy rápida: pasados unos minutos de confusión, pronto se sabe que los muertos se contarían con un número de tres cifras (fueron finalmente cerca de 200) y que las bombas viajaban, junto con trabajadores y estudiantes que se desplazaban a la capital desde poblaciones de la periferia, en unas mochilas que habían sido colocadas estratégicamente, para maximizar el daño, por un grupo de jóvenes que habían conseguido pasar desapercibidos cuando subieron a los convoyes y descendieron de ellos en la estación de Alcalá de Henares.

    Pero si la carrera de la información fue célere, más lo fue todavía la de la desinformación. No parece que pueda haber dudas acerca del cómputo que hizo el gobierno aznarista: si se alentaba la tesis de que el atentado tenía la autoría en Al Qaeda, el precio electoral por el apoyo a la guerra de Irak le podía costar muy caro; si por el contrario, se daba por descontado que estábamos ante la enésima actuación de ETA, la mano dura preconizada por el aznarismo contra los nacionalismos vasco y catalán (incluso para sus versiones más moderadas) podía ofrecer unos magníficos réditos en lo que a votos se refiere. A posteriori, los ya ex-ministros populares han jurado por activa y por pasiva que no hubo dolo en el engaño. Pero la gran mentira de facto comenzó a forjarse desde que el ministro del Interior, Ángel Acebes, hacía sus primeras apariciones públicas para explicar lo sucedido.

    Debe reconocerse que, en las primeras horas, la prueba de cargo de la historia apuntaba a ETA, la organización armada del independentismo vasco más enloquecido, con más de mil muertos ya en su funesta cuenta. Incluso el jefe del gobierno nacionalista vasco, Juan José Ibarretxe -el más madrugador en su aparición pública- fue tajante en la atribución de la masacre a "esas alimañas", refiriéndose a sus compatriotas abrazados a la lucha armada. Pero pocos minutos después, el portavoz de Herri Batasuna, la organización ilegalizada que pasa por ser la cara política del terrorismo vasco, salía a la palestra para condenar el atentado y negar que hubiera de ser atribuido a ETA. La fuente, claro está, no podía merecer mucha fiabilidad en las esferas oficiales, pero comenzó a poner en cuestión lo que en un principio se daba por evidente.

    Antes de mediodía ocurrían algunas cosas más, que comenzaban a hacer dudar a los analistas políticos y demás forjadores de opinión. Se repasaban los anteriores atentados de ETA y se recordaba que el de ese día no encajaba, en diversos aspectos, con el modus operandi de la organización. Y, sobre todo, ya a las once y diez, la policía encontraba aparcada junto a la estación de Alcalá una furgoneta que había sido robada previamente en un barrio con fuerte presencia de inmigración magrebí y que alojaba en su interior un teléfono celular (que se convertiría pronto en una prueba clave), siete detonadores, un guante, varias prendas de vestir y una cinta de casete cuya carátula estaba escrita en árabe.

    El ministro Acebes, a pesar de conocer ya los indicios hallados por la policía, que decantaban rápidamente la balanza hacia la pista de Al Qaeda, se aferraba en sus sucesivas comparecencias públicas a la convicción de que la autoría del atentado correspondía a ETA. Las evidencias le obligarían a ir rebajando paulatinamente el énfasis de su tono. De un matutino "no cabe ninguna duda de que ha sido ETA" se pasó ya muy avanzada la tarde a un "no se descarta ninguna vía de investigación, pero la prioritaria sigue siendo ETA". Mientras tanto, sus compañeros de gabinete estaban trabajando febrilmente. La ministra de Exteriores, Ana Palacio, cursaba un telegrama a todos los embajadores con esta orden: "Deberá Vuestra Excelencia aprovechar aquellas ocasiones que se le presenten para confirmar la autoría de ETA de estos brutales atentados, ayudando así a disipar cualquier tipo de duda que ciertas partes interesadas puedan querer hacer surgir". Al mismo tiempo, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la presión española consiguió una resolución de condena que citaba a ETA, cosa que no se atrevía a hacer más que de una manera implícita el propio Aznar en una alocución televisiva. Pero Aznar sí que se ocupaba personalmente de otra cosa: él mismo telefoneaba a los directores de los principales periódicos de Madrid y de Barcelona para decirles textualmente: "no os quepa la menor duda: ha sido ETA". Y en palabras pronunciadas por él mismo y amplificadas por Acebes, "cualquier otra hipótesis es una intoxicación miserable".

    La mentira puede tener un precio

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