-¿Has comido?
-No, arrojo toditito- una verdad evidente, se encontraba deshidratado, completamente deshidratado, mostrándome su lengua áspera y seca, y… ¿los ojos?, ni se diga metidos en un juego de azar hasta el fondo de sus mismísimas concavidades huesudas.
Inmediatamente ordené al personal auxiliar: dextrosa, electrosoles, complejo B, canalizar vía.
El diagnóstico, ya prácticamente se encontraba realizado.
-¿Sabes, lo tuyo es de operación y aquí en el hospital lamentablemente no tenemos cirujano, tendremos que trasladarte a Loja.
-¿Seguro doctor?, nunca me he enfermado- replicó ingenuamente, negándose a aceptar esa crudeza del momento.
Puchicas, ¡lo que me costó explicarle!, hice acopio incluso de un libro de medicina, ilustrado hasta la saciedad con unos gráficos de miedo para los profanos a esta ciencia, al fin… pareció comprenderme.
Con un desgano de franca pena, resignadamente viró su cabeza, para dormirse con un melancólico cansancio, e irse a introducir en su propio sueño engarrotado.
-¿Qué soñaría?- me quedé pensando -¿en qué sueñan los desheredados de esta tierra?- continué pensando, con aquellos minutos eternamente destartalados, llenos de un vacío infinitamente trivial.
Acto seguido, como una especie de comedia trágica, entre bostezos de madrugada perezosa acondicionamos la ambulancia, ¡para qué!, todos ayudaron, solidarios con la vida, esa vida que carcome y consumirá huellas incomprendidas, esa vida expresada por Víctor Hugo en sus Miserables.
Media hora transcurrida, con una neblina negra de un ambiente gangoso, Juan, mojado por las inclemencias, fue introducido con una suavidad que rayaba en franca lentitud, en la parte posterior de la ambulancia.
Su madre mascando un dolor arrugado decidió acompañarlo, le daba ánimos depositando sobre su pecho una estampita, las creencias de su fe.
Partió la máquina, no miento si digo que sonaba como una tetera que iba a estallar, abriéndose camino entre lodo y lluvia, entre truenos y exclamaciones. Y… ¿la ciudad?, empezó a perderse fugaz y lentamente, transformándose en un puntito luminoso empañado por una lluvia de gotas de con –tornos inconstantes.
Treinta minutos de viaje, las luces de los faros delanteros apenas cubrían el metro de distancia. De pronto… Gilbert el chofer –carajo- detuvo en seco el automotor, desprendió furiosamente las llaves, con una furiosidad de impotencia, de quemante frustración.
-¿Qué sucede?- le pregunté un tanto aturdido.
-Mire al frente- me respondió.
¡Tenía razón!, ¡qué razón tenía!, el camino irritablemente tétrico, mojado, impasible, con su lodo, piedra y ramajes, completamente perdido en la penumbra de su propia neblina, no dejaba atravesarlo, en forma egoísta no dejaba que lo atravesaran.
Comprendí el momento, fatal momento, volví mi cabeza a Juan, era mi despedida, sabía que cargaba como un ataúd su propia apendicitis que de un momento a otro reventaría.
¿Mañana?… sería tarde, bestial y macabramente tarde.
Sí, no quepa el menor vestigio de duda, a Juan lo asesino el camino, sí, lo asesino el camino, etc.…etc.
Y este cuento volverá a repetirse, tantas y tantas ocasiones, cayendo en un resbaladizo conformismo profundo de voces y voces atormentadas.
Datos del Autor:
Patricio Guzmán Cárdenas
Zumba-Ecuador, 19 de Mayo del 2009.
El autor es médico-cirujano, especialista en anestesiología que en sus tiempos libres se dedica a leer y escribir. Y navegando por el Internet encontró este espacio de: Monografías.com
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