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El Camino (Cuento)


Partes: 1, 2

    1. Primera parte
    2. Segunda parte

    Introducción

    Este cuento, que se gesta en el abandono, viene a constituirse en una parte de mi libro: Éxtasis, Por medio de las letras es un honor compartir, algo de lo que somos.

    EL CAMINO

     Primera parte

        No quepa duda, duda no quepa, a Juan lo mató el camino, sí, lo mató el camino, lo afirmo y  lo  vuelvo a afirmar,  aquel camino apergaminado  que entre precipicios, misterios, leyendas, peñascos, sonidos de aves, riachuelos, cascadas, va somnolientamente perezoso con su forma de serpiente ambulante de Loja a Zumba, el mismo que agarrando y agarrándose su cuerpo de ciento ochenta kilómetros, se niega a desaparecer, absolutamente a desaparecer, impolutamente a desaparecer.

         No obstante que… en épocas de invierno, ¡válgame! se dedica a la ingrata tarea, ingratísima tarea de destruirse, sus manos siniestramente verdes caen sin orden ni compás, tratando de aprisionar con sus grilletes a la  lluvia, amada lluvia, en una especie de rictus epiléptico donde emite su risilla que se traslada por los ecos agrietados de una naturaleza brutalmente desparramada, no dejando pasar a nada ni a nadie, egoístamente no dejando pasar a nada ni a nadie.

       Todos, o casi todos, vale la corrección, han olvidado la muerte de Juan,  el  tiempo, el miedo, el silencio con su inocencia a  cuestas, se  convirtieron en  las espirales  de su propia existencia, encargándose de borrar gran  parte de la memoria, de tacharla,  ponerla en el anonimato, absurdo anonimato.

        ¿Qué digo a los diez años?  ¿Qué se puede decir?  ¿Qué se  puede agregar?

        Nada… creo… absolutamente nada, me cansé de hablar, de reclamar, de vivir ese recuerdo de fuego que como el ave fénix resucita y resucita.

        Mejor… supongo… sea abandonarse a mis letras, enteramente náufragas que sobreviven marginalmente en la barandilla del tiempo,  en esta  habitación,  mi  ambiente  de moho,  y sean estas, absolutamente estas las  que relaten el presente cuento.

      

    Segunda parte

         Tres de la mañana de un día lívido, que iba a ser inmensamente agitado ¡cómo no recordarlo!, si me encontraba sentado en aquella banca mal iluminada de hospital, pensando… en no se que fangosidades propias del insomnio.

         ¡No sé!, si en los rayos que asomándose por aquellas horas, con su estruendo de voz  ronca despertaban al horizonte, y este escupía su letargo de ombligo que husmeaba.

         ¡No sé!, si en el agua que corría esquizofrénicamente por esos ramajes agitados, por un abandono de largarse y no volver.

         ¡No sé!, si en esa amante que con ingenua furia de la parte interesada fuera bellamente destrozada hace unas cuantas horas.

        ¡No sé!, si en estas letras que furiosas lamían hambrientamente un papel de anotaciones por ahí arrugado.

         ¡No sé!, si en el vacío que zurcía a esta soledad agitada de caminos ya recorridos.

        Palabra… pensaba en no se que.

        De pronto… ¡sentí un tétrico escalofrío!, especie de corriente eléctrica que me sacudiera, con un miedo empalagoso lo sentí, y así lo pongo, y lo vuelvo a poner.

        -Doctor… en emergencia hay un paciente.

        -Vaya con los sustos, pero si es doña Teresa, uf… Volví a nacer como dicen, recorriendo con la intensidad de la duda, el pasillo de esas paredes pustulosas, que sin duda me estaban guardando inmensos secretos flagelados.

         Llegué a emergencia, el paciente, un adolescente de pelo descuidado, ropa mal cosida y rostro agujereado por las necesidades, se encontraba ahí, recostado en aquella camilla, negra pálida, de todos los días.

        Empecé el interrogatorio, convirtiéndome en una especie de juez, que sin necesidad de tribunal emitiría un veredicto.

        -¿Cómo te llamas?

        -Juan

        -Dime… ¿qué te sucede?

         -Viera doctor, hace dos días que me duele aquí hartisìsimo y no pasa con nada, pss,  pss, hasta la  respiración se  me seca -lo hizo  señalando con el dedo índice su fosa iliaca derecha completamente desnuda.

         Inicié el examen físico, mis manos empezaron a deslizarse suavemente por la parte del abdomen por él señalada, ¡percibí un endurecimiento! que al deprimirlo, -ah, ay… a… ya no más- suplico y volvió a suplicar.

         El estetoscopio, ese aparatito de manguera larga y fina que fuera colocado entre mis oídos, no me hizo escuchar ruido hidroaèreo en absoluto.

    Partes: 1, 2
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