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Casualidades (Cuento)


    Conocí a Mary casi por casualidad, allá por los años setenta, en Madrid, en la universidad, en uno de esos días grises y gélidos de diciembre en los que las nubes amenazaban con descargar su agua, convertida en nieve, sin compasión sobre los infelices que, tiritando de frío, esperábamos pacientemente al autobús para llegar a la primera clase de la mañana, cargados de libros pero desprovistos de paraguas.

    Era alta, muy delgada y un poco desgarbada. Tendría aproximadamente unos veinte años. Creo recordar que llevaba una trenca marrón un poco desgastada, una bufanda negra que apenas dejaba ver tras ella unos hermosos y vivaces ojos, aunque inquietantes, y una visera de las que hacían furor en aquellos años. Pero, sobre todo, me llamaron la atención sus altas y un poco estropeadas botas, distintas de todas cuantas había visto hasta el momento, no solo por el material y la forma que tenían, sino por la marca grabada, un tanto enigmática y extraña.

    Apenas si crucé con ella unas pocas palabras, las suficientes como para comprobar que, aunque se expresaba con fluidez en castellano, este no debía ser su idioma materno.

    Quise saber quién era y qué había venido a hacer a nuestro país. ¿Era solo curiosidad o una incipiente atracción hacia ella? Todavía hoy no lo sé. Solo puedo asegurar que tenía la sensación de que nos habíamos conocido anteriormente…, algo así como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. Sin embargo, era evidente que nunca habíamos podido coincidir en sitio alguno con anterioridad.

    Aunque ciertos compañeros malintencionados quisieron relacionarme con ella y otros, no sé si por envidia o malicia, aseguraron que nos habían visto salir juntos de mi casa en varias ocasiones, lo cierto es que no la llegué a ver más allá de dos o tres veces por los pasillos y algún que otro día en que coincidimos con amigos comunes en el bar. A decir verdad, tampoco me hubiera importado que lo que insinuaban hubiera sido realidad pues ciertamente me resultaba muy atractiva. Un año después desapareció sin dejar rastro; fue como si se la hubiera tragado la tierra y yo, entregado a mis estudios, no volví a recordarla.

    Fue aproximadamente a los ocho meses de haber terminado la carrera cuando, un día, el cartero me entregó personalmente una extraña carta, sin matasellos ni remitente alguno. La abrí extrañado.

    Me ofrecían la oportunidad de sumarme a un equipo de arqueólogos e ir a trabajar a Escocia, cerca de un pueblo que se hallaba a varios kilómetros de la costa. Acompañaba a la misiva un reportaje que seguramente había sido publicado en alguna revista, donde se daba cuenta del descubrimiento de unos restos arqueológicos, aparentemente de gran valor, que un equipo de expertos llevaba ya meses intentando sacar a la luz, muy cerca de un castillo. Las fotografías que lo ilustraban, aunque poco nítidas, eran sugerentes y ejercían sobre mí una fascinante e inexplicable atracción. En caso de aceptar el empleo, me decían, debía ponerme en contacto telefónico con un tal señor Román Belluz, que me facilitaría los billetes y todo lo necesario para el viaje.

    Me extrañó sobremanera aquella invitación. Volví de nuevo a mirar el sobre. No había duda, mi nombre aparecía claramente escrito y la dirección era correcta. Pero, ¿quién podía conocerme fuera de mi país que reclamara mis servicios cuando me había apenas licenciado y no precisamente con notas brillantes? ¿Por qué sin experiencia alguna me invitaban a incorporarme a semejante empresa para la que, sin duda, habría tantísimos candidatos? Ciertamente no acertaba a comprenderlo.

    Desconcertado, llamé a mis antiguos compañeros y les pregunté si habían intervenido en lo que tenía todos los visos de ser una pesada broma. Pero la respuesta fue siempre negativa; es más, con indisimulada envidia, me aconsejaban que no desaprovechase una oportunidad que les parecía única. ¡Realmente, nunca pudieron sospechar cuánto lo fue!

    Dadas las circunstancias, la posibilidad que se me ofrecía de poder practicar mi profesión y la atracción que ejercía en mí la aventura, no lo dudé. Llamé al señor Belluz, que me recibió con una sonrisa complaciente, quizá un poco burlona y que, efectivamente, me proporcionó todo lo preciso.

    Resolví algunos asuntos y, transcurridos diez días, metí en una maleta algunas de mis pertenencias y me dispuse a ponerme en camino, no sin antes haberme despedido de mi madre, hermanos y amigos.

    Tomé el avión y, tras un accidentado viaje repleto de turbulencias, no sé si preludio de lo que vendría después, logramos aterrizar en el aeropuerto. Recogí inmediatamente la maleta y me dirigí a la estación de ferrocarril que me habían indicado para subirme, de nuevo, a un viejo y destartalado tren, que parecía sacado de una fotografía del siglo XIX. Llegado el momento, fatigado por el largo y agotador viaje, descendí del vagón y me encontré en un pequeño y solitario apeadero. Allí, según habíamos acordado, debía esperarme un chofer para llevarme hasta el lugar donde se encontraba mi futuro alojamiento.

    Efectivamente, un individuo de mediana edad, bajito, regordete, medianamente calvo pero con aspecto bonachón se acercó a mí. Calzaba zapatos negros de cuero atados con cordones. Vestía un ancho pantalón de pana gruesa, de un color verde oscuro y un jersey, haciendo juego con el pantalón, del que sobresalía un impoluto cuello de camisa.

    Con educados modales, que en aquel instante me parecieron casi excesivos, y con una voz ronca y potente me preguntó en un perfecto castellano:

    – ¿Es usted don Elías?

    – -Sí, -contesté yo.

    – ¿Tiene la amabilidad de acompañarme?

    Nos pusimos en camino. Frente a la estación, en una pequeña y abandonada plazoleta había un coche aparcado. Era negro, de época, como aquellos alemanes que vemos en las películas de la Segunda Guerra Mundial. Estaba muy cuidado y limpio pero, no sé por qué sentí al verlo un escalofrío. Intenté que no se me notara para lo que, con paso firme y decidido, me dirigí hacia el auto. No era cuestión de arrepentirme ahora que no había hecho más que empezar mi vida laboral y, además, tampoco tenía dinero para regresar. Bien pensado, el frescor y el verde intenso del paisaje invitaban a relajarse. No había ningún motivo de aparente de preocupación, el recibimiento había sido cordial e incluso me habían hablado en mi propia lengua. ¿Por qué sentía yo entonces aquella inquietud y aquella rara sensación que no podía ni siquiera definir?

    Sir Thomas, que así se llamaba quien yo tomé por chofer, pareció no haberse percatado de mi reacción. Me cogió la maleta para introducirla con cuidado en el maletero y, abriéndome la puerta del coche, con extremada cordialidad, me invitó a subir a él. No obstante, casi todo el camino, lo recorrimos en silencio.

    El sitio donde debía alojarme no era un hotel al uso. Se encontraba a dos leguas del núcleo urbano más próximo y desde él se podía divisar una amplia extensión de terreno cubierta de centenarios árboles. Se trataba de un viejo castillo-fortaleza de altos muros de estilo gótico, que conservaba aún casi intacta la mayor parte de sus torres y almenas. Estaba situado en lo alto de una colina rocosa de origen volcánico, rodeado de un bello y muy cuidado jardín que, sin duda, ocupaba el lugar que, en siglos anteriores, había servido de separación entre las murallas defensivas hoy ya inexistentes.

    Nada más traspasar el coche la puerta principal, que todavía conservaba su viejo rastrillo de hierro con el que evitaban ataques enemigos, penetramos en un patio. Tras bajar el equipaje, nos adentramos en el interior del castillo, el cual estaba completamente reformado y no guardaba de su antiguo pasado más que una vetusta capilla, la biblioteca, algunos vestigios ornamentales en puertas y ventanas y unos cuantos tapices que cubrían las paredes de alguna estancia, como pude observar después de haber ingerido una ligera colación y haber descansado varias horas en el austero aposento que me había sido asignado.

    Fue el mismo sir Thomas -que, como descubriría tiempo después no era chófer- quien, tras comprobar que todo estaba en orden, a mi gusto y que no faltaba nada de aquello que pudiera necesitar, me trajo a la habitación varios libros relacionados con el castillo, su entorno y la historia del lugar. Además, me sirvió de cicerone aquella misma noche, enseñándome todos los recovecos y comentándome hasta los más mínimos detalles e incluso leyendas que, sobre la fortaleza, se relataban en el lugar.

    Y cosa extraña, aquellos sitios por los que íbamos pasando me resultaban terriblemente familiares. Hubiera podido recorrerlos uno por uno sin necesidad de guía. Recordaba incluso el color de las cortinas y la imagen de los cuadros que estaban colgados en cada una de las paredes. Mas, para mi asombro, yo no podía haberlos visto nunca antes puesto que nunca había abandonado mi país. ¿Por qué, entonces, tenía esa sensación?

    Le hice numerosas preguntas y amablemente satisfizo toda mi curiosidad, mejor dicho, casi toda porque, cuando quise saber en qué consistiría realmente mi trabajo y con quiénes debía colaborar, me respondió solo con evasivas, limitándose a decir que debía esperar al día siguiente. Solo me adelantó que el equipo lo formábamos doce personas y que el lugar de excavación estaba muy próximo al castillo donde nos encontrábamos, por lo cual se podía llegar a él incluso andando.

    Cuando regresé de nuevo a mi habitación, me tumbé encima de la cama y comencé a leer con avidez los libros, tanta que acabé por perder la noción del tiempo. De pronto, no sé realmente cómo ocurrió, me sentí transportado a otro lugar, una estancia amplia y confortable en la cual un adolescente, ¿o tal vez era yo, el adolescente?, se encontraba feliz, rodeado de juguetes, junto a una niña rubia de unos doce años, bajo la mirada atenta de una bellísima mujer que mecía una cuna. Y la niña… ¡La niña tenía la misma marca en las botas que Mary aquel día en que la conocí cuando iba a la facultad!

    Un hombre robusto penetró en la habitación sigilosamente. Tenía un aspecto siniestro y la mirada enrojecida. Sin mediar apenas palabras, la dama, aterrorizada, se levantó y se interpuso entre él y la cuna pero fue inútil. El malvado individuo, de un empujón, la lanzó al suelo y, cogiendo al pequeño, que lloraba tras haberse despertado por el ruido, salió del aposento para desaparecer definitivamente amparado por la oscuridad de la noche.

    Recobré de nuevo la conciencia; comencé a palparme por ver si estaba viviendo un sueño o era una realidad. La visión había desaparecido. No obstante, durante toda la noche siguió atormentándome esa escena.

    A la mañana siguiente me presentaron a mis compañeros y me explicaron el trabajo que debíamos desempeñar. Se trataba de recuperar todo los aledaños del castillo y devolverles su estado original. Uno de los pasadizos secretos parecía indicar que este se comunicaba con lo que hoy no eran más que unas semidesenterradas ruinas, pero cuya importancia debió haber sido vital para sus dueños. Fue así como comencé mi trabajo de arqueólogo, cuya labor cotidiana no sería digna de reseñar si no fuera porque las tareas de excavación avanzaban, inexplicablemente, muy deprisa, sobre todo a partir de las doce de la noche en que se turnaban varias cuadrillas de hombres para trabajar incansablemente, haciéndonos más liviano el arduo trabajo que debíamos desarrollar durante el día. ¿De dónde salían estos trabajadores? ¿Por qué desaparecían inexplicablemente durante el día sin dejar ni rastro?

    La escena de la primera noche siguió repitiéndose en las sucesivas, rodeada de una tenue neblina que daba la sensación de que se podía casi, sin apenas dificultad, traspasar, aunque nunca lo logré. Solo variaban pequeños detalles que iba observando conforme se repetían y la mirada fija del adolescente que parecía reclamar mi atención.

    No quise comentarlo con nadie. Hubieran pensado que no estaba en mis cabales. Decidí, por tanto, investigar por mi cuenta, acudiendo a la biblioteca a rastrear entre documentos y legajos cualquier dato que pudiera aportarme alguna luz, aprovechando que era allí donde debíamos acudir en busca de información para clasificar los objetos que íbamos encontrando en la excavación.

    Fue entonces cuando, de nuevo, irrumpió Mary en mi vida. La encontré, por casualidad, un día mientras manoseaba uno de los manuscritos antiguos. Ayudaba en las labores administrativas a Thomas que, sin duda, la protegía y trataba con gran cariño. Tras la sorpresa por verla, sentí una enorme alegría. El azar volvía a cruzar nuestros caminos. Vivía en los alrededores del castillo, en una humilde y solitaria mansión que, en su tiempo debió formar parte de un núcleo de viviendas destinadas a la servidumbre. Se mostró muy interesada en mi trabajo y se ofreció a ayudarme en lo que pudiera, algo que le agradecí sinceramente.

    Coincidimos algunas veces más. Fue ella la que un día, como por descuido, dejó sobre la mesa, mientras estaba en la biblioteca, un legajo de papeles amarillentos y medio destruidos por la polilla, que incitaron mi curiosidad. Los observé y, no sé por qué extraña fascinación comencé a leerlos. Allí se contaba una vieja historia en la que se entremezclaban el amor, la envidia y la lucha por el poder; algo casi tan viejo como la historia de Adán que, seguramente, no dejaría de ser una invención más de las muchas que se habían escrito sobre el castillo. No le di mayor importancia y me dispuse a atarlo de nuevo cuando algo llamó poderosamente mi atención. Una imagen que coincidía prácticamente con aquello que me atormentaba noche tras noche.

    Debí palidecer, porque Mary, que me observaba con disimulo desde su puesto se acercó a mí casi sin pestañear. Entonces comprendí… No había sido la casualidad la que nos había unido; ella había forzado al destino recomendándome para el trabajo. Por primera vez tuve la sensación de que alguien, intencionadamente me podía estar manejando.

    Por lo que me contó tiempo después, también había contemplado una visión similar, que le había comenzado a obsesionar. Y en ella, al igual que me había ocurrido a mí, se había creído reconocer.

    La estancia era la misma, pero en sus visiones, la mujer que acunaba al recién nacido, mientras la niña corría y jugaba con un amigo que, identificaba conmigo, la llamaba por su nombre y la trataba como si fuese una hija. Un hombre joven y muy cariñoso acudía cada noche al recinto, le contaba cuentos y la colmaba de besos antes de dormirse. Eran felices. Pero sentía -su percepción era difusa- que, de repente, todo se había truncado. Después…, solo percibía vagamente, el cálido contacto de la mano de una mujer con la que, al parecer, huía y se escondían. Al hombre nunca más le volvió a ver salvo una noche, entre neblina, en que parecía venir a despedirse de ella y le daba el último adiós.

    Sin quererlo nos veíamos impelidos a investigar, aunque, en el fondo, los dos inconscientemente nos preguntábamos qué nos importaba algo que habría ocurrido cientos de años antes y que, aparentemente, nada tenía que ver con nosotros. Sin embargo, la marca de las botas ¿por qué seguía apareciendo en su ropa y aún en su propio cuerpo? La misma Mary parecía desconocer su verdadero significado.

    Las excavaciones siguieron su curso y cuatro años después se había desenterrado y reconstruido la casi totalidad de lo que había aflorado. Fue entonces cuando cedió de forma fortuita parte de un muro, quedando al descubierto unas escaleras que conducían a un pequeño pasadizo, similar a otros varios de los que conducían al castillo, muy oscuro y cubierto de telarañas.

    No me pregunten qué ocurrió. Me sentí trasladado por una misteriosa fuerza hacia el fondo donde, ante mi asombro, como si las paredes se abrieran, me encontré en el mismo recinto de la visión, frente a la actual Mary y un raro personaje vestido con un estrafalario traje negro, que no tardé en identificar con el hombre siniestro de mi visión, mientras, al fondo, se oía la enorme carcajada del señor Belluz, que no era otro que el propio diablo. Entonces comprendí el significado de la sonrisa complaciente y burlona del día en que le conocí y la trampa en la que había caído.

    La historia contenida en los legajos que Mary había puesto a mi alcance en la biblioteca no era ficción. La dama que acunaba el niño era la verdadera esposa del príncipe Enrique, de cuyo matrimonio habían nacido Mary y su hermano, los legítimos herederos del trono. Un hijo bastardo del rey había depuesto al monarca y había usurpado el poder, obligando al heredero real a ocultarse para salvar la vida. Sin embargo ninguno de los dos pudo salvarla. ¿Qué había ocurrido después? Fue la propia Mary la que me contestó:

    -Mi madre y yo logramos huir con la ayuda de fieles amigos y los nobles no quisieron reconocer al usurpador mientras no mostrase en su cuello el amuleto que tradicionalmente portaba la familia real, que aseguraba la paz y el bienestar a todo el reino.

    El usurpador, fuera de sí, pactó con el diablo entregarle su alma si lograba su objetivo, mas no contó con que, según la tradición, no lo podría conseguir mientras alguien de la familia real portara sobre su cuerpo o ropa la marca regia.

    – ¡La marca de tus botas! -exclamé yo.

    -En efecto -respondió Mary-. Pero para lograr su objetivo debe hacerme desaparecer al tiempo que logre el amuleto, que se halla en esta estancia. De ahí la prisa de Belluz en desenterrar este recinto y el esfuerzo realizado por las cuadrillas de hombres que oías trabajar por la noche mientras todos dormían, porque el pacto que hizo con el diablo expira hoy a las seis. Si no logramos encontrar el amuleto a tiempo desapareceremos todos para siempre.

    -Mas, ¿qué relación tengo yo con esta historia? ¿Por qué me habéis hecho venir hasta aquí? -demandé yo.

    Fue en ese preciso momento cuando apareció sir Thomas detrás de mí.

    -El joven que viste en tus visiones era mi sobrino, el hijo de mi hermana, al que eduqué como propio tras la muerte de su madre. Yo era íntimo amigo del padre de Mary y juré por mi honor que mientras hubiera sangre en mis venas defendería con mi vida la de la heredera. Por eso, aunque mi sobrino y Mary eran muy amigos, para salvaguardarlo lo envié de nuevo a España. Después, siguiendo un viejo rito secreto hice un conjuro para neutralizar el poder del diablo y paralizar el tiempo, cuyo efecto, como Mary te ha dicho, finaliza hoy. Solo tú, descendiente directo de mi sobrino, puedes lograrlo. Por eso Mary debía encontrarte y ambos debíamos asegurarnos de tu verdadera identidad. Tu reacción ante el legajo de papeles y la imagen lo confirmó. El amuleto solo aparecerá si los dos, unidos por vuestra vieja amistad, lo buscáis al unísono. Vosotros, lo escondisteis en un lugar secreto durante uno de vuestros juegos. Debéis reproducir la misma escena para lograr recordar el lugar exacto donde lo depositasteis.

    Durante unos instantes dudé si debía prestarme a semejante juego. ¿Qué me importaba a mi si se conseguía o no encontrar el amuleto? Al fin y al cabo, ¿no formaban ya parte del pasado? ¿Podría echarse atrás el tiempo? ¿Qué ganaba yo? ¿No era una nueva trampa que me tendían para no desaparecer en el olvido? Iba a huir cuando la mirada fija y amorosa de Mary me perdió. Olvidé mi recelo, uní mi mano a la suya y comenzamos la búsqueda.

    Efectivamente dimos con el amuleto. Lo logré alcanzar al mismo tiempo en que finalizaba el efecto del conjuro. ¡Pero ya era demasiado tarde! Todo a mí alrededor desapareció y yo me quedé con él en la mano, convertido en uno de los cuadros que cada día admiran los cientos de turistas que visitan el recinto y ante el que se asombran de su realismo.

    Cada 11 años el cuadro deja escapar unos misteriosos sonidos y aquellos que son elegidos pueden escuchar algo muy parecido a una poesía triste.

    Poesías para Mary:

    Me pides que te recite una poesía alegre

    Pídele al mar que se seque

    Al ruiseñor que deje de cantar

    Al niño sentado en el sillón de ruedas que se pare y vaya a jugar.

    ¡Y a mí que te quiero tanto que te deje de amar!

    Llueve, llueve.

    Limpia la tierra con tu corriente.

    Llueve, llueve.

    Arrastra deseos, deseos dementes.

    Llueve, llueve eternamente.

    Arrastra con la corriente

    la sangre de los inocentes.

    Llueve, llueve.

    Arrastra corriente,

    huida de gentes.

    Llueve, llueve eternamente.

    Arrastra corriente,

    ¡y con ella la muerte!

    Es una noche muy bella

    y me decido a alumbrarla aún más con mi figura.

    El tiempo es corto para poder lucir como una luna y poder conquistar a mi lucero.

    De pronto me ilumina una luz que encandila mis ojos,

    toca a mi puerta la mañana y no lo puedo creer

    Mi hermoso lucero se fue con otra luna.

     

     

    Autor:

    Jorge Alberto Vilches Sanchez