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Ambigüedades. El transgénero en la posmodernidad

Enviado por Gabriel Cocimano

Partes: 1, 2

    1. Trans-identidades
    2. Bibliografía

    Todos los órdenes de la sociedad posmoderna están atravesados por signos híbridos, heterogéneos e indefinidos: la política, el arte, la moral, el sexo, la historia. Esa sociedad se ha adolescentizado, y todos los síntomas típicos de la adolescencia —la edad ambigua por excelencia— están presentes en la cultura posmoderna: hedonismo, identidades híbridas, ambigüedad sexual. El viejo modelo de identidad genérica fija e inmutable del hombre moderno se desvaneció, y la era contemporánea avanza hacia un mundo dentro del cual la diferencia y la diversidad se toleran y se celebran. La multiplicidad de identidades y el rechazo de la feminidad y la masculinidad como categorías monolíticas comienzan a derrumbarse: la liberación sexual, que representó en otros tiempos una trasgresión a las formas instituidas, ha mutado en un erotismo diluido y ambiguo, acaso por exceso y saturación. La ambigüedad aparece entonces como producto de la indiferencia, la incertidumbre y la competencia entre los sexos, paradójicamente como un modo de alimentar la obsesión —negativa— de la sexualidad.

    Por todas partes, la era actual ofrece unos signos híbridos e indefinidos, unos síntomas aleatorios y unas identidades heterogéneas. Ya no parece posible oponer —como en la modernidad— las formas clásicas: el bien al mal, lo masculino a lo femenino, lo verdadero a lo falso, el capitalismo al comunismo. Las viejas dualidades se han desvanecido. Parece existir una yuxtaposición de todos los géneros, de todas las disciplinas, que antes tenían una definición y, por ende, un fin, una determinación. Los sistemas se retroalimentan, se contaminan, intercambian sus caracteres antaño distintivos.

    Las categorías monolíticas e inmutables de la vieja lógica positivista han virado hacia el desencanto y la incredulidad: aparecen nuevos discursos integradores de perspectivas personales y subjetivas, organizaciones fragmentadas y plurales relacionadas con los cambios en las modalidades laborales y tecnológicas, nuevas identidades colectivas, basadas en el género, la raza, la edad, la orientación sexual. Con todos sus ingredientes, la posmodernidad refleja el eclecticismo que parece ser la característica fundamental del mundo contemporáneo . En su afán por romper con los viejos códigos, la nueva era ha tomado por asalto y fusionado todos los estilos, voces, textos, sonidos, sistemas y creencias. Esta urgencia por quebrar el antiguo molde ha generado productos flexibles, maleables y opcionales, híbridos y desestandarizados. Fluyen los signos y síntomas ambiguos, polisémicos e indefinidos.

    Lyotard postuló que el eclecticismo es el grado cero de la cultura general contemporánea. Para él, la estética por excelencia de la posmodernidad es el kitsch o todo vale, lo que no se puede gobernar con reglas preestablecidas, lo que no se puede definir. A su vez, Fredric Jameson identificó la discontinuidad como

    uno de los fundamentos de la era posmoderna, cuyos rasgos lo constituyen la ruptura de fronteras entre alta cultura y cultura popular, la falta de profundidad, la desaparición del sujeto individual, la aparición del pastiche y el nuevo sublime posmoderno basado en la réplica, el simulacro y la tecnología

    .

    Paradoja, ambigüedad, ambi-valencia: la política, el arte, la moral, el sexo, la historia, la sociedad, están atravesados por estos síntomas. Por un lado, la necesidad de una ruptura con el pasado y, por otro, un guiño, una complicidad a la tradición, a lo establecido. En eso consiste la paradoja: el desprecio por las formas antiguas y, a la vez, la necesidad de una retrospectiva infinita de lo acontecido, un reciclaje del pasado y de la historia, un homenaje en versión melancólica. Las formas de una atractiva desilusión. Las modas retro, por ejemplo, aparecen como desprovistas de su contenido original, fuera de su contexto propio y, por lo tanto, remiten a otro significado, otra esencia. En eso consiste su ambivalencia: conviven superpuestas con las tendencias del momento, como una forma supérstite, despojada del sentido original. A su vez, las fronteras de las artes y las ideologías han asistido a su propio derribamiento: para algunos, «el ruido es música, cualquier desperdicio es una escultura, ninguna inflexión deja de ser poesía, todos estamos en capacidad de liderar nuestra casa o el país en que habitamos: ¡todos somos creadores! El arte y sus héroes se agotaron en un extremismo estereotipado»

    . En eso consiste precisamente el narcisismo para Gilles Lipovetzky. Cualquier cosa servirá de gadget estético, dirá Jean Baudrillard, con lo que el arte mutará en una especie de kitsch universal.

    En el campo literario, la estética posmoderna ha priorizado el relato breve y fragmentado, que exige la participación activa del lector y ofrece una multitud de interpretaciones. Es precisamente el cuento o micro-relato el que se ha manifestado como una categoría transgenérica, porque se ha ido apropiando del estilo de otros ámbitos discursivos como el anuncio publicitario, el diario o el informe policial, rechazando las categorizaciones puras y planteando la necesidad de explorar nuevas posibilidades estéticas. A su vez, frente a las narrativas clásicas, que persiguen secuencias más o menos fijas y establecidas, la narrativa de la televisión se caracteriza por la fragmentación y el montaje múltiple, por la hibridación de géneros, su ambigüedad, discontinuidad y mezcla. El cine también ha roto las barreras literarias, produciendo entrecruzamientos y alquimias impensables en la etapa literaria anterior. Giménez Gatto describe las mutaciones que ha producido el séptimo arte respecto de figuras como Drácula, el mítico personaje de la novela de Bram Stocker: de viejo monstruo victoriano que sexualiza a las mujeres castas gracias a su bautismo de sangre, el cine lo ha ido convirtiendo —a través de sus diferentes versiones— en un ser desgarrado, en un héroe romántico, antihéroe del spleen terrorífico. En Carmilla, de Sheridan Le Fanu, aparece su ambigüedad sexual, y The Hunger, de Tony Scott, tal vez constituya uno de los más logrados ejemplos del polimorfismo sexual del vampiro. De la criatura elegante, refinada y transgresora, ha mutado en antihéroe sufriente y marginal. Las nuevas relecturas fílmicas lo recrean como un trágico héroe ávido de amor: el temible monstruo de antaño ha metamorfoseado en un ser cada vez más humano, «el vampiro ha dejado de ser, en la cultura contemporánea, el símbolo del mal, para convertirse en el emblema del outsider, la mítica figura de la alteridad del fin del siglo XX».

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