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La hipótesis «Causa sui»

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     La vida es un sistema organizativo que se perpetúa en un contexto cambiante, en un proceso invasivo y asimilador de la materia y la energía disponible en su entorno. Este mecanismo ha llegado a desarrollar la capacidad de construir y ejecutar modelos cada vez más potentes de su entorno cuya tendencia es, en el límite, crear un modelo del propio universo en el que se inscribe, y ejecutarlo. En ese momento, el Universo será creado. A esta hipótesis se la denominará «Causa sui». Su propia causa

    Desde nuestra perspectiva observamos que, desde el momento mismo de su surgimiento, el Universo ha comenzado a organizarse a sí mismo, o autoorganizarse, en minúsculos fragmentos, partículas subatómicas, átomos, &c. relacionados con sus vecinos y con el resto de materia y energía en delicados equilibrios de acuerdo con unas reglas bien determinadas.

    Este conjunto de elementos se han ido agrupando en estructuras cada vez más grandes y articuladas: las pequeñas piezas que constituyen los ladrillos del universo se agruparon en átomos, y la unión de éstos pronto dio lugar a los primeros elementos químicos, los más ligeros, hidrógeno y helio.

    La aparición de la vida

    Enormes masas de estos elementos dieron lugar a otros elementos de estructuras más pesadas, y éstos a las moléculas. La nueva diversidad mostró una enorme capacidad para combinarse en nuevas figuras de arquitectura cada vez más diversificada. De entre todas ellas, algunas de estas estructuras se combinaron de modo tal que parecían tener un objetivo: mantener su propia organización.

    Los inmortales

    Por cuánto tiempo lograron estas estructuras su propósito de permanencia es irrelevante: fueran capaces de lograr su objetivo por largos períodos de tiempo o tan sólo por breves instantes, estas organizaciones fueron, para nosotros, los primeros seres vivos que habitaron el universo.

    Cuánto había de nuevo en este proceso resulta difícil de valorar: al fin y al cabo, las partículas que las formaban también parecen haberse creado, no menos establemente, partiendo de una sopa cósmica inicial. Además, los primeros seres vivos podrían considerarse con toda propiedad, y de manera muy similar a las propias partículas que los formaban, inmortales, únicos seres vivos que de hecho lo han sido. Y esto porque no incorporaban aún en su estructura plazos marcados, curvas de eficiencia, relojes biológicos de ningún tipo que les condenaran a la mortalidad. Estos seres primigenios habrían sido permanentes en el tiempo si no fuera porque el entorno ante el cual reaccionaban habría de sufrir, tarde o temprano, dramáticos cambios.

    Como ningún entorno resultaba eterno los primeros seres vivos, aptos para mantener su organización en un determinado entorno, pero sin recursos para perdurar en otros, se veían abocados una y otra vez a la desaparición. Así sucedió que una y otra vez estas organizaciones inmortales existieron y desaparecieron.

    Pero la definición de la vida ya podía ser establecida: los seres vivos eran organizaciones de materia y energía que, dentro del universo, se oponían al fluir incesante del entorno, estableciendo mecanismos de preservación de su estructura.

    El intento de la copia perfecta

    Podemos imaginar como una simple cuestión de tiempo que, existiendo las piezas precisas para ello, en la gran danza de partículas del Universo algunas de estas estructuras fueran capaces, no ya sólo de reponerse ante eventuales perturbaciones exteriores, sino de facturar, salidas de su propia construcción, un cierto número de réplicas, copias indefinidas de ellas mismas.

    El experimento, sin embargo, se revelaría fallido en términos de la obtención de la inmortalidad a través de la replicación. Las copias, espejos perfectos de su creador, estaban condenadas a desaparecer junto al original ante un cambio suficientemente drástico del entorno en el que se desenvolvían.

    El éxito de la imperfección

    Pero si las copias perfectas resultaron no ser extensivas, si el proceso no triunfó, sí lo hizo en cambio una variante, algo más sofisticada, del mismo procedimiento replicativo: otras organizaciones también generaron copias de sí mismas, pero con una condición añadida: las copias habrían de ser no exactamente iguales al original, sino muy similares. Similares hasta el punto de no perder la coherencia de sus funciones, caso que las llevaba al caos y la disolución, pero a la vez lo suficientemente diferenciadas del original como para que alguna de ellas fuera capaz de mantener, en el entorno surgido tras la siguiente crisis ambiental, sus funciones de conservación y replicación.

    Así, esta vez sí, de entre todas las copias así producidas, cuando inevitablemente la siguiente crisis ambiental llegó, algunas sobrevivieron. Pero ya no era necesario comenzar de nuevo de cero.

    El nuevo paso a dar estaba próximo. Tras miles, o millones, de generaciones amparadas por esa hábil imperfección en el copiado, estas organizaciones fueron precisando el nivel óptimo de transformación generacional: demasiada homogeneidad no aseguraba la persistencia en caso de crisis, demasiada heterogeneidad en cada salto generacional conducía al caos.

    Con este criterio de supervivencia como norma, sucesivas generaciones de estos seres vivos, ya convertidos en evolutivos, fueron diferenciándose cada vez más los unos de los otros, desarrollando estrategias de supervivencia cada vez más variadas, y en entornos cada vez más diferenciados.

    La vida había quedado marcada, ya para siempre, como un proceso «imperfecto».

    La aparición de la diversidad

    Cuando alguna de estas colonias fue capaz de saturar el espacio ambiental disponible los seres vivos debieron aprender a relacionarse, no ya sólo con un entorno en permanente movimiento, sino también con otros seres vivos.

    Luchar por sobrevivir, disputarse los repuestos en un entorno repentinamente menguado, conllevó a su vez la aparición de relaciones en diferentes niveles de complejidad: Amigos o enemigos, el resto de seres vivos exigió, repentinamente, ser clasificado. Había comenzado el camino hacia la diversidad biológica.

    El fin de la inmortalidad

    Si el proceso fue enriquecedor y positivo para los seres vivos como categoría las consecuencias fueron, sin embargo, devastadoras para el ser vivo entendido como unidad, como individuo. En un entorno evolutivo cualquier criatura mayor –más antigua– que la media se encontraría rápidamente rodeada por otras más jóvenes, más evolucionadas, más agresivas, más capaces de interactuar con el ambiente en competencia por unos recursos limitados…

    La muerte no nació junto a la vida. Los primeros seres vivos, de hecho, no estaban marcados con el signo de la muerte; pero la replicación evolutiva había evidenciado ser más efectiva para la subsistencia que la simple inmortalidad. En un mundo siempre cambiante los seres vivos inmortales, simplemente, no sobrevivieron.

    La vida, proceso invasivo

    Pero a cambio de esta renuncia, la vida, lejos de ser la frágil arquitectura que aparenta si analizamos a sus individuos aisladamente, se había convertido en una organización dotada de un mecanismo de expansión muy poderoso. A costa del sacrificio del individuo, la replicación mediante pequeños cambios en la estructura dejó de ser un simple recurso intrascendente mediante el cual, y temporalmente, ciertas estructuras habían evitado la disolución, para convertirse en un sistema profundamente invasivo.

    Entendida como una determinada manera de estructurarse la materia y la energía con el fin último de lograr su propia preservación, la vida se extendía inexorablemente.

    La invención de la memoria

    El elemento clave para que una organización viva disponga de posibilidades de mantener su organización ante un entorno hostil es su capacidad para ejecutar determinadas acciones que tengan por fin, precisamente, reponer los elementos dañados en esa organización.

    Pero tras sucesivos cambios ambientales, entre dos sistemas vivos capaces de llevar a cabo tales acciones será más resistente el que integre en su estructura, además de las herramientas necesarias para perdurar en el entorno en que se encuentre, un recuerdo de los recursos empleados en crisis anteriores.

    A su vez, ante una crisis ambiental genuinamente nueva, la forma más básica de sobrevivir es el ensayo y error. Ahora bien, la pregunta es: ¿qué es más eficaz para garantizar el mantenimiento de esa estructura, reaccionar primariamente, ciegamente, ante cada uno de las transformaciones que se sucedan alrededor o, mediante el uso del recuerdo de experiencias anteriores, aprender a predecir los próximos cambios, adelantándose a sus efectos?

    La aparición de los modelizadores

    Ya no se trata entonces de reaccionar primariamente, ciegamente, ante cada uno de las transformaciones que se sucedan alrededor de las estructuras, sino de recordar experiencias anteriores y aprender a predecir los próximos cambios, adelantándose a sus efectos.

    Los resultados son conocidos: el análisis fue una habilidad que permitió a las primeras organizaciones dotadas de la misma no necesitar ejecutar un acto para conocer sus consecuencias. .

    Podemos descomponer el proceso en dos partes:

    • —por un lado la generación de modelos de reacciones posibles ante un evento dado.
    • —por otro la posibilidad y capacidad de seleccionar y ejecutar realmente una de las opciones.

    Como sabemos, la posibilidad de evitar peligros mediante la observación y la reacción más adecuada generó un nuevo tipo de estructuras y, naturalmente, una nueva carrera armamentística entre nuevos seres cuya capacidad para sobrevivir dependía ya no sólo de su capacidad de reaccionar ante los riesgos, sino también de predecirlos y anticiparse a los mismos.

    La posibilidad de elegir la opción más favorable entre varias con el fin de garantizar la subsistencia, además de mostrarse extremadamente útil para el propósito de la supervivencia, tuvo como consecuencia la emergencia del reino animal.

    Metamodelizadores

    Nos aproximamos de este modo a nuestra propia experiencia: la siguiente generación sería ya capaz no solamente de construir modelos, sino modelos de modelos, y modelos de modelos de modelos en progresión creciente. Los nuevos seres vivos eran ya capaces no ya de predecir un peligro y actuar en consecuencia, sino de anticipar un rango de posibles conductas de los rivales potenciales, o de las posibles modificaciones del entorno, así como de tener preparadas diferentes respuestas para cada una de las posibilidades. En los hombres, los más potentes metamodelizadores en nuestro entorno, esta capacidad ofreció a sus poseedores la posibilidad de prevenir las actividades de sus rivales de otras especies, y finalmente controlarlas con el fin de gestionarlas según sus necesidades.

    Con ser un cambio trascendental, la aparición de los metamodelizadores, pese a su capacidad de administrar la vida y la muerte de sus rivales de otras especies, o de transformarlos en sirvientes, no supuso una novedad radical en el camino evolutivo, puesto que en esencia comparten con sus ancestros sus reglas básicas, su estructura y su composición, así como sus procedimientos y condicionamientos para perdurar y expandirse. El verdadero cambio, el auténticamente sorprendente, se había producido en el nivel anterior, con la interiorización de las capacidades de reacción: la auténtica novedad, previa a la aparición del género humano, fue la aparición de la capacidad de realizar modelos virtuales. Modelos de realidades probables, o simplemente posibles.

    De todo el proceso puede extraerse una conclusión: el universo se muestra como un conjunto de materias y reglas tales que son capaces de organizarse en un modo tal que genera modelizadores, que, poco a poco, van evidenciando las simetrías de la naturaleza. Modelizadores que cada vez, inexorablemente, se vuelven más capaces de crear modelos sobre las actividades del universo, incluyendo su tendencia a la creación de modelos, modelos cada vez más potentes, de la actividad del propio universo.

    Redefiniendo la vida

    La supervivencia a través de la mutación no es sino una de las formas de la vida para perpetuarse, además la más primitiva, puesto que precisa la extinción de la forma no adaptada al medio (serán sólo sus descendientes los que puedan sobrevivir, y esto dependiendo del azar). Lynn Margulis y Dorion Sagan nos han descrito otras, al menos la simbiosis, y el intercambio de fragmentos que irán desde intercambios del propio ser vivo en sentido literal, en los seres vivos más primitivos, a intercambios de los modelos que los seres vivos realizan de su entorno (información) en los más evolucionados. La simbiosis, a su vez, alcanza una enorme variedad de formas, desde la integración de un ser vivo en otro (el citoplasma que se introduce en el núcleo para adaptarse juntos a un nuevo entorno oxigenado), pasando por cualquier forma de vida comunitaria dentro de la especie, hasta llegar a los ecosistemas, equilibrios entre múltiples especies. Lo interesante es que, indefectiblemente, son siempre sistemas vivos que se unen para formar otro sistema vivo, es decir, sistemas organizados siempre con el fin de perpetuarse.

    La idea de sistema se sobrepone ampliamente a la de individuo. Cuando existen, los grupos de individuos de una especie reparten tareas, cumpliendo funciones diferentes. Esa organización, de hecho, es prioritaria, también por definición, a la supervivencia individual. Así, no importa de la especie de que se trate, ningún individuo puede saltarse determinadas reglas de convivencia, siendo éstas tales que facilitan la supervivencia del grupo. El proceso es en todo similar a aquel por el cual las células, e incluso los órganos, se someten a las necesidades del cuerpo del individuo.

    La sociedad así formada es un nuevo organismo, no menos real y vivo que el individual. La asimilación de la sociedad humana a un organismo vivo fue realizada ya por Spengler, quien hizo un cercano paralelismo entre el individuo y el cuerpo social, expresión ésta que en sí misma resume la intencionalidad de esta filosofía. En biología se contempla desde esta perspectiva denominada sociobiológica y propuesta en primer lugar por Edward O. Wilson, a cualquier sociedad animal. Ludwig von Bertalanffy va aún más lejos en su Teoría General de Sistemas, puesto que para él el sistema es el fundamento no sólo de la biología, sino de todas las ciencias sociales e históricas.

    Aquí, igualmente, lo que se trata de afirmar aquí es que lo realmente invasivo de la vida no es la mera estructura física que soporta a los individuos, estructura que, efectivamente, tiende a expandirse incesantemente, sino más bien su sistema organizativo, el conjunto de relaciones que se establecen entre partes de un sistema y que conducen al mismo a un fin específico que es, indefectiblemente, el de su propia preservación. El sistema más amplio en cada momento es el que debe ser considerado prioritario en términos de supervivencia, y los sistemas que lo componen (especies, relaciones entre especies, individuos y elementos de los mismos) deben ser considerados subsistemas de ese sistema. No se trataría tanto de que los sistemas sociales sean, al igual que los hombres, seres vivos, sino que los hombres, o cualquier otro animal o vegetal son, al igual que ciertas organizaciones sociales, sistemas vivos. La vida es un determinado sistema organizativo, sujeto a unas reglas específicas, e independiente de cuál sea su soporte.

    Redefinimos de nuevo la vida: la vida es un determinado sistema organizativo, necesariamente expansivo, que regula una cierta cantidad de materia y energía, administrando sus relaciones con el entorno y con otros sistemas vivos con el fin último de perpetuarse.

    Por último, hay que distinguir un sistema de un estado de equilibrio. El llamado «sistema planetario», o la estructura atómica, no son sistemas, sino estados en equilibrio. La diferencia con un ser vivo, un sistema vivo, es que éste último dispone de mecanismos de recuperación de su estado. El «sistema planetario» y la estructura atómica, sin embargo, no disponen de tales mecanismos: si un cometa, por ejemplo, golpease con la suficiente energía uno de los planetas que lo componen, podría incluso en un caso extremo sacarlo de su órbita, sin que el conjunto hiciese nada por evitarlo. Similar ejemplo podríamos encontrar en un acelerador de partículas. La palabra sistema sólo es aplicable a un sistema vivo y a los subsistemas que lo sostienen. La vida es el único sistema organizativo del universo.

    Y por fin, modelizadores de universos

    Si los sistemas vivos (o simplemente sistemas) tienen la tendencia de crear modelos cada vez más potentes y ejecutarlos, la pregunta evidente es hacia dónde conduce esa tendencia.

    Observando nuestro entorno concluimos que un sistema con capacidad de modelizar y ejecutar los procedimientos necesarios para regular su persistencia sobre todo un planeta comprendería su fragilidad y se dedicaría de inmediato, de forma ya sistemática y en todo acorde a su naturaleza expansiva, a la tarea de poblar otros mundos.

    Pero ni siquiera poblar otros mundos será al cabo suficiente, porque: ¿Qué garantiza la supervivencia? ¿Cuántos mundos habría que poblar en una cierta galaxia antes de aceptar la inevitabilidad de que está condenada a ser sumida en un agujero negro? Y entonces, ¿cuántas galaxias habrían de poblarse para garantizar la pervivencia? Aún entonces: ¿Qué sucedería cuando todas las galaxias estuviesen agotándose? ¿Qué sería necesario hacer en ese momento?

    ¿Habría encontrado para entonces la vida, el gran sistema invasivo, metamodelizador cada vez más potente, una respuesta?

    Sobre cómo el universo pudo haber salido «gratis»

    Una de los hallazgos más justamente famosos por más fecundos de la historia de la ciencia es la ecuación de la relatividad de Einstein. En este breve apartado se propone una hipótesis extraída a partir de dicha fórmula a la que se denominará como la hipótesis del «Universo gratis», también conocida en otras versiones como «free lunch». Pero antes se hace imprescindible una brevísima digresión:

    Es en las tradiciones orientales donde la simetría se sitúa conscientemente como reguladora del universo pero, aunque no de modo tan evidente, la simetría también está en la base de la tradición científica occidental: Es la observación de la simetría lo que nos ha hecho comprender que el universo es reproducible y, por tanto, multiplicable o reductible. La matemática es simetría, y su símbolo-espejo es el igual: los más grandes castillos lógicos se han erigido a ambos lados de ese símbolo, pero siempre han de atravesarlo. Una relación de equivalencia está siempre detrás de cualquier descubrimiento físico o químico.

    La hipótesis del «universo gratis» que se propone a continuación se limita a extender la idea de simetría al propio universo. Lo que esta hipótesis sugiere es que existe, al menos, la posibilidad de que materia y energía estén en equilibrio en el universo, un equilibrio puramente cuantitativo que atendería a la fórmula de Einstein. Según dicha fórmula, universo en equilibrio significaría entonces que las cantidades totales de materia y energía del universo estarían relacionadas por dicha fórmula, es decir, toda la energía del universo equivaldría a toda su materia multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado.

    En resumen: materia y energía estarían de este modo a los dos lados de una igualdad, una especie de espejo en el que, para que exista una forma sería necesario, y suficiente, crear simultáneamente su reflejo. Así visto, y de cumplir con este delicado equilibrio, el universo podría haber salido, digamos, «gratis».

    Puede objetarse, razonablemente, que nuestra experiencia nos dice que no resulta fácil obtener cosas de la nada, aún si se encontraran en tan perfecto equilibrio como el descrito. Sería necesario para lograrlo disponer, en todo caso, de unos conocimientos a los que nosotros no tenemos acceso.

    Pero la hipótesis, razonable o no, nos sirve al menos para ayudarnos a despejar lo esencial de la cuestión. Incluso aunque fuera posible extraer determinados equilibrios desde la nada, aún quedaría sin responder la gran pregunta: ¿por qué habría esto de haber sucedido?

    Para proponer una respuesta a esta pregunta final es el momento de revisar una de las implicaciones de lo descrito anteriormente: el universo, en su evolución, generó estructuras, o sistemas, a los que llamamos vida, cuyo fin es la permanencia. Estas estructuras se caracterizan por ser invasivas, es decir, tender en el límite a identificarse con el propio universo, así como por ser capaces de crear modelos cada vez más completos y precisos de fragmentos cada vez mayores del universo.

    El universo no tiene edad

    Es preciso también aceptar que el tiempo es una de múltiples dimensiones del universo, que afecta, y es afectada, por otras de ellas, pero no necesariamente por todas. Es decir, el universo, pese a la apariencia ofrecida desde nuestra perspectiva, no está regido por el tiempo. No hay un «comienzo del universo» en sentido temporal. En otras palabras: el tiempo es una especie de artificio que el universo integra, pero el universo no está sometido al poder del tiempo. Carece de sentido hablar de «universos anteriores a éste», o de «un universo después de este universo». Carece igualmente de sentido estricto hablar de «antigüedad del universo».

    La hipótesis «Causa Sui»

    Basándonos en esto, y para concluir, aventuraremos una hipótesis de porqué el universo es tal y lo conocemos y además debe ser, necesariamente, de ese modo.

    Se ha hecho notar ya en múltiples ocasiones el hecho de que el universo parece estar constituido en forma tal que propiciara la aparición de modelizadores como nosotros (principios antrópico débil y fuerte, &c.). Se ha sugerido como explicación que, quizás, éste es uno de los múltiples universos posibles y realmente existentes, quizás infinitos, algunos de los cuales pueden haber producido modelizadores como nosotros mientras que otros no habrían llegado a desarrollarlos.

    Lo que aquí se sugiere es que quizás estos planteamientos no hayan dado la suficiente importancia a un hecho: el universo debe haberse creado a sí mismo, es decir, si el universo es todo lo posible, no puede haber una fuerza ajena a él que lo haya animado, y por tanto, y necesariamente, ha de haberse dado vida, ha de haberse creado a sí mismo. Pero eso tiene una exigencia: el universo, para darse existencia a sí mismo, habrá de incorporar en su ser una construcción capaz de crearlo. Esa organización habrá de cumplir la condición de ser capaz de crear un modelo del universo, y llevarlo a cabo. Una organización, por tanto, inteligente, dentro de nuestros parámetros.

    La hipótesis «causa sui» sugiere que, para llevar a cabo este proceso, el universo incluye necesariamente dentro de sí, pero no identificada con él mismo, una matriz capaz de desempeñar esa función. Dicha matriz evolucionará dentro de unos cánones, vistos desde nuestra perspectiva, temporales, pasando desde un estado indefinido hasta uno definido, tal que durante el proceso se geste en su interior una capacidad de crear modelos cada vez mayor, modelos que irán ganando en potencia, desde la gestión de una minúscula parte de su entorno hasta la gestión de porciones cada vez mayores de dicha matriz.

    En uno de estos pasos la inteligencia gestada en esa matriz comprendería que el universo, ese universo que la albergaba, era inteligente, y que ella representaba, precisamente, la inteligencia de ese universo. Comprendería igualmente que esa capacidad que disfrutaba, según la cual era capaz de crear modelos cada vez más completos y precisos del universo que iba conociendo, haría que en el momento apropiado, el momento alpha, fuera capaz de crear un modelo no ya de una parte del universo, sino de todo él, y ejecutarlo.

    Y que en ese momento de lo que nosotros, desde nuestra perspectiva, percibimos como futuro, pero que no sería sino un estado diferente de complejidad de la matriz que albergaba a la inteligencia, el universo sería creado.

    Alfredo González Colunga