Confusión de identidades del patriarca (El otoño del patriarca de Gabriel García Marquéz)
Enviado por Rafael Bolivar Grimaldos
- La mujer más hermosa de la Tierra
- El cenagal de amores prestados
- Mi compadre de toda la vida
- El paseo por la ciudad
- El asalto del puerto
- El anciano crepuscular
- El paseo fuera de la ciudad
- El general desde el limbo de la gloria
- Con los antiguos dictadores de otros países
- Con las mulatas mansas
- Con su madre Bendición Alvarado
- Con el nuncio apostólico
- El mal presagio de la gallera
- Con Patricio Aragonés
- Su lucha feroz por existir
- Rumores de su muerte
- Fuente
Gabriel José de la Concordia García Márquez (1927 – ) es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabo.
La mujer más hermosa de la Tierra
Aquella confusión de identidades alcanzó su tono mayor una noche de vientos largos en que él encontró a Patricio Aragonés suspirando hacia el mar en el vapor fragante de los jazmines y le preguntó con una alarma legítima si no le habían echado acónito en la comida ya que andaba a la deriva y como atravesado por un mal aire,
y Patricio Aragonés le contestó que no mi general, que la vaina es peor, que el sábado había coronado a una reina de carnaval y había bailado con ella el primer vals y ahora no encontraba la puerta para salir de aquel recuerdo, porque era la mujer más hermosa de la tierra, de las que no se hicieron para uno mi general, si usted la viera,
pero él replicó con un suspiro de alivio que qué carajo, ésas son vainas que le suceden a los hombres cuando están estreñidos de mujer, le propuso secuestrársela como hizo con tantas mujeres retrecheras que habían sido sus concubinas,
te la pongo a la fuerza en la cama con cuatro hombres de tropa que la sujeten por los pies y las manos mientras tú te despachas con la cuchara grande, qué carajo, te la comes barbeada, le dijo, hasta las más estrechas se revuelcan de rabia al principio y después te suplican que no me deje así mi general como una triste pomarrosa con la semilla suelta,
pero Patricio Aragonés no quería tanto sino que quería más, quería que lo quisieran, porque ésta es de las que saben de dónde son los cantantes mi general, ya verá que usted mismo lo va a ver cuando la vea,
El cenagal de amores prestados
así que él le indicó como fórmula de alivio los senderos nocturnos de los cuartos de sus concubinas y lo autorizó para usarlas como si fuera él mismo, por asalto y de prisa y con la ropa puesta,
y Patricio Aragonés se sumergió de buena fe en aquel cenagal de amores prestados creyendo que con ellos le iba a poner una mordaza a sus anhelos, pero era tanta su ansiedad que a veces se olvidaba de las condiciones del préstamo, se desbraguetaba por distracción, se demoraba en pormenores, tropezaba por descuido con las piedras ocultas de las mujeres más mezquinas, les desentrañaba los suspiros y las hacía reír de asombro en las tinieblas,
qué bandido mi general, le decían, se nos está volviendo avorazado después de viejo, y desde entonces ninguno de ellos ni ninguna de ellas supo nunca cuál de los hijos era hijo de quién, ni con quién, pues también los hijos de Patricio Aragonés como los suyos nacían sietemesinos.
Así fue como Patricio Aragonés se convirtió en el hombre esencial del poder, el más amado y quizá también el más temido,
Su enemigo natural más temible
y él dispuso de más tiempo para ocuparse de las fuerzas armadas con tanta atención como al principio de su mandato,
no porque las fuerzas armadas fueran el sustento de su poder, como todos creíamos, sino al contrario, porque eran su enemigo natural más temible, de modo que:
les hacía creer a unos oficiales que estaban vigilados por los otros,
les barajaba los destinos para impedir que se confabularan,
dotaba a los cuarteles de ocho cartuchos de fogueo por cada diez legítimos
y les mandaba pólvora revuelta con arena de playa mientras él mantenía el parque bueno al alcance de la mano en un depósito de la casa presidencial cuyas llaves cargaba en una argolla con otras llaves sin copias de otras puertas que nadie más podía franquear.
Mi compadre de toda la vida
protegido por la sombra tranquila de mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar, un artillero de academia que era además:
su ministro de la defensa y al mismo tiempo
comandante de las guardias presidenciales,
y uno de los muy pocos mortales que estuvieron autorizados para ganarle a él una partida de dominó,
porque había perdido el brazo derecho tratando de desmontar una carga de dinamita minutos antes de que la berlina presidencial pasara por el sitio del atentado.
Se fue haciendo cada vez más visible
Se sentía tan seguro con el amparo del general Rodrigo de Aguilar y la asistencia de Patricio Aragonés, que empezó a descuidar sus presagios de conservación y se fue haciendo cada vez más visible.
El paseo por la ciudad
Se atrevió a pasear por la ciudad con sólo un edecán en un carricoche sin insignias contemplando por entre los visillos la catedral arrogante de piedra dorada que él había declarado por decreto la más bella del mundo.
Atisbaba:
las mansiones antiguas de calicanto con portales de tiempos dormidos y girasoles vueltos hacia el mar,
las calles adoquinadas con olor de pabilo del barrio de los virreyes,
las señoritas lívidas que hacían encaje de bolillo con una decencia ineluctable entre los tiestos de claveles y los colgajos de trinitarias a la luz de los balcones,
el convento ajedrezado de las vizcaínas con el mismo ejercicio de clavicordio a las tres de la tarde con que habían celebrado el primer paso del cometa.
Atravesó:
el laberinto babélico del comercio,
su música mortífera,
los lábaros de billetes de lotería,
los carritos de guarapo,
los sartales de huevos de iguana,
los baratillos de los turcos descoloridos por el sol,
el lienzo pavoroso de la mujer que se había convertido en alacrán por desobedecer a sus padres,
el callejón de miseria de las mujeres sin hombres que salían desnudas al atardecer a comprar corvinas azules y pargos rosados y a mentarse la madre con las verduleras mientras se les secaba la ropa en los balcones de maderas bordadas.
Sintió:
el viento de mariscos podridos,
la luz cotidiana de los pelícanos a la vuelta de la esquina,
el desorden de colores de las barracas de los negros en los promontorios de la bahía.
El asalto del puerto
Y de pronto ahí está:
el puerto, ay, el puerto,
el muelle de tablones de esponja,
el viejo acorazado de los infantes más largo y más sombrío que la verdad,
la estibadora negra que se apartó demasiado tarde para dar paso al cochecito despavorido y se sintió tocada de muerte por la visión del anciano crepuscular que contemplaba el puerto con la mirada más triste del mundo,
El anciano crepuscular
es él, exclamó asustada, que viva el macho, gritó, que viva, gritaban los hombres, las mujeres, los niños que salían corriendo de las cantinas y las fondas de chinos,
que viva, gritaban los que trabaron las patas de los caballos y bloquearon el coche para estrechar la mano del poder, una maniobra tan certera e imprevista
que él apenas tuvo tiempo de apartar el brazo armado del edecán reprendiéndolo con voz tensa, no sea pendejo, teniente, déjelos que me quieran,
tan exaltado con aquel arrebato de amor y con otros semejantes de los días siguientes
que al general Rodrigo de Aguilar le costó trabajo quitarle la idea de pasearse en una carroza descubierta para que puedan verme de cuerpo entero los patriotas de la patria, qué carajo,
pues él ni siquiera sospechaba que el asalto del puerto había sido espontáneo pero que los siguientes fueron organizados por sus propios servicios de seguridad para complacerlo sin riesgos.
El paseo fuera de la ciudad
Tan engolosinado con los aires de amor de las vísperas de su otoño que se atrevió a salir de la ciudad después de muchos años,
volvió a poner en marcha el viejo tren pintado con los colores de la bandera que se trepaba gateando por las cornisas de su vasto reino de pesadumbre,
abriéndose paso por entre ramazones de orquídeas y balsaminas amazónicas,
alborotando micos, aves del paraíso, leopardos dormidos sobre los rieles,
hasta los pueblos glaciales y desiertos de su páramo natal en cuyas estaciones lo esperaban con bandas de músicas lúgubres, le tocaban campanas de muerto, le mostraban letreros de bienvenida al patricio sin nombre que está sentado a la diestra de la Santísima Trinidad,
le reclutaban indios desalojados de las veredas que bajaban a conocer el poder oculto en la penumbra fúnebre del vagón presidencial.
El general desde el limbo de la gloria
Y los que conseguían acercarse no veían nada más que los ojos atónitos detrás de los cristales polvorientos, veían los labios trémulos, la palma de una mano sin origen que saludaba desde el limbo de la gloria,
mientras alguien de la escolta trataba de apartarlo de la ventana, tenga cuidado, general, la patria lo necesita, pero él replicaba entre sueños no te preocupes, coronel, esta gente me quiere,
En el buque fluvial de madera
Lo mismo en el tren de los páramos que en el buque fluvial de rueda de madera que iba dejando un rastro de valses de pianola por entre la fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas de los afluentes ecuatoriales.
Eludiendo:
carcachas de dragones prehistóricos,
islas providenciales donde se echaban a parir las sirenas,
atardeceres de desastres de inmensas ciudades desaparecidas,
hasta los caseríos ardientes y desolados cuyos habitantes se asomaban a la orilla para ver el buque de madera pintado con los colores de la patria
y apenas si alcanzaban a distinguir una mano de nadie con un guante de raso que saludaba desde la ventana del camarote presidencial.
Pero él veía:
los grupos de la orilla que agitaban hojas de malanga a falta de banderas,
los que se echaban al agua con una danta viva,
un ñame gigantesco como una pata de elefante,
un huacal de gallinas de monte para la olla del sancocho presidencial, y suspiraba conmovido en la penumbra eclesiástica del camarote, mírelos cómo vienen, capitán, mire cómo me quieren.
Con los antiguos dictadores de otros países
En diciembre cuando el mundo del Caribe se volvía de vidrio, subía en el carricoche por las cornisas de rocas hasta la casa encaramada en la cumbre de los arrecifes
y se pasaba la tarde jugando dominó con los antiguos dictadores de otros países del continente, los padres destronados de otras patrias a quienes él había concedido el asilo a lo largo de muchos años y que ahora envejecían en la penumbra de su misericordia soñando con el barco quimérico de la segunda oportunidad en las sillas de las terrazas, hablando solos, muriéndose, muertos en la casa de reposo que él había construido para ellos en el balcón del mar después de haberlos recibido a todos como si fueran uno solo,
pues todos aparecían de madrugada:
con el uniforme de aparato que se habían puesto al revés sobre la piyama,
con un baúl de dinero saqueado del tesoro público
y una maleta con un estuche de condecoraciones, recortes de periódicos pegados en viejos libros de contabilidad y un álbum de retratos que le mostraban a él en la primera audiencia como si fueran las credenciales,
diciendo mire usted, general:
éste soy yo cuando era teniente,
aquí fue el día de la posesión,
aquí fue en el decimosexto aniversario de la toma del poder,
aquí, mire usted general, pero él les concedía el asilo político sin prestarles mayor atención ni revisar credenciales
porque el único documento de identidad de un presidente derrocado debe ser el acta de defunción, decía,
y con el mismo desprecio escuchaba el discursillo ilusorio de que acepto por poco tiempo su noble hospitalidad mientras la justicia del pueblo llama a cuentas al usurpador,
la eterna fórmula de solemnidad pueril que poco después le escuchaba al usurpador, y luego al usurpador del usurpador como si no supieran los muy pendejos que en este negocio de hombres el que se cayó se cayó,
y a todos los hospedaba por unos meses en la casa presidencial, los obligaba a jugar dominó hasta despojarlos del último céntimo,
y entonces me llevó del brazo frente a la ventana del mar, me ayudó a dolerme de esta vida puñetera que sólo camina para un solo lado, me consoló con la ilusión de que me fuera para allá,
miré, allá, en aquella casa enorme que parecía un trasatlántico encallado en la cumbre de los arrecifes donde le tengo un aposento con muy buena luz y buena comida, y mucho tiempo para olvidar junto a otros compañeros en desgracia,
y con una terraza marina donde a él le gustaba sentarse en las tardes de diciembre no tanto por el placer de jugar al dominó con aquella cáfila de mampolones
sino para disfrutar de la dicha mezquina de no ser uno de ellos, para mirarse en el espejo de escarmiento de la miseria de ellos
Con las mulatas mansas
Mientras él chapaleaba en la ciénaga grande la felicidad, soñando solo, persiguiendo en puntillas como un mal pensamiento a las mulatas mansas que barrían la casa civil en la penumbra del amanecer,
husmeaba su rastro de dormitorio público y brillantina de botica,
acechaba la ocasión de encontrarse con una sola para hacer amores de gallo detrás de las puertas de las oficinas
mientras ellas reventaban de risa en la sombra, qué bandido mi general, tan grande y todavía tan garoso,
pero él quedaba triste después del amor y se ponía a cantar para consolarse donde nadie lo oyera, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, mírame cómo estoy de acontecido en el patíbulo de tu ventana, cantaba,
Con su madre Bendición Alvarado
Tan seguro del amor de su pueblo en aquellos octubres sin malos presagios que colgaba una hamaca en el patio de la mansión de los suburbios donde vivía su madre Bendición Alvarado y hacía la siesta a la sombra de los tamarindos,
sin escolta, soñando con los peces errátiles que navegaban en las aguas del color de los dormitorios, la patria es lo mejor que se ha inventado, madre, suspiraba,
pero nunca esperaba la réplica de la única persona en el mundo que se atrevió a reprenderlo por el olor a cebollas rancias de sus axilas,
sino que regresaba a la casa presidencial por la puerta grande
visitaba a su madre Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios cuando aflojaba el calor,
se sentaban a tomar el fresco de la tarde debajo de los tamarindos, ella en su mecedor de madre, decrépita pero con el alma entera, echándoles puñados de maíz a las gallinas y a los pavorreales que picoteaban en el patio,
y él en la poltrona de mimbre pintada de blanco,
abanicándose con el sombrero,
persiguiendo con una mirada de hambre vieja a las mulatas grandes que le llevaban las aguas frescas de fruta de colores para la sed del calor mi general,
pensando madre mía Bendición Alvarado si supieras que ya no puedo con el mundo, que quisiera largarme para no sé dónde, madre, lejos de tanto entuerto,
pero ni siquiera a su madre le mostraba el interior de los suspiros.
Con el nuncio apostólico
Exaltado:
con aquella estación de milagro del Caribe en enero,
aquella reconciliación con el mundo al cabo de la vejez,
aquellas tardes malvas en que había hecho las paces con el nuncio apostólico y éste lo visitaba sin audiencia para tratar de convertirlo a la fe de Cristo mientras tomaban chocolate con galletitas,
y él alegaba muerto de risa que si Dios es tan macho como usted dice dígale que me saque este cucarrón que me zumba en el oído, le decía,
se desabotonaba los nueve botones de la bragueta y le mostraba la potra descomunal,
dígale que me desinfle esta criatura, le decía, pero el nuncio lo pastoreaba con un largo estoicismo, trataba de convencerlo de que todo lo que es verdad, dígalo quien lo diga, proviene del Espíritu Santo,
y él lo acompañaba hasta la puerta con las primeras lámparas, muerto de risa como muy pocas veces lo habían visto,
no gaste pólvora en gallinazos, padre, le decía, para qué me quiere convertido si de todos modos hago lo que ustedes quieren, qué carajo.
El mal presagio de la gallera
Aquel remanso de placidez se desfondó de pronto en la gallera de un páramo remoto cuando un gallo carnicero le arrancó la cabeza al adversario y se la comió a picotazos ante un público enloquecido de sangre y una charanga de borrachos que celebró el horror con músicas de fiesta,
porque él fue el único que registró el mal presagio, lo sintió tan nítido e inminente que ordenó en secreto a su escolta que arrestaran a uno de los músicos, a ése, el que está tocando el bombardino,
y en efecto le encontraron una escopeta de cañón recortado y confesó bajo tortura que pensaba disparar contra él en la confusión de la salida,
por supuesto, era más que evidente, explicó él, porque yo miraba a todo el mundo y todo el mundo me miraba a mí, pero el único que no se atrevió a mirarme ni una sola vez fue ese cabrón del bombardino, pobre hombre,
y sin embargo él sabía que no era ésa la razón última de su ansiedad, pues la siguió sintiendo en las noches de la casa civil aun después de que sus servicios de seguridad le demostraron que no había motivos de inquietud mi general, que todo estaba en orden,
Con Patricio Aragonés
Pero él se había aferrado a Patricio Aragonés como si fuera él mismo desde que padeció el presagio de la gallera,
le daba de comer de su propia comida, le daba a beber de su propia miel de abejas con la misma cuchara para morirse al menos con el consuelo de que ambos se murieran juntos si las cosas estaban envenenadas.
Y andaban:
como fugitivos por aposentos olvidados,
caminando sobre las alfombras para que nadie conociera sus grandes pasos furtivos de elefantes siameses,
navegando juntos en la claridad intermitente del faro que se metía por las ventanas e inundaba de verde cada treinta segundos los aposentos de la casa a través del humo de boñiga de vaca y los adioses lúgubres de los barcos nocturnos en los mares dormidos,
pasaban tardes enteras contemplando la lluvia,
contando golondrinas como dos amantes vetustos en los atardeceres lánguidos de septiembre, tan apartados del mundo
Su lucha feroz por existir
Él mismo no cayó en la cuenta de que su lucha feroz por existir dos veces alimentaba:
la sospecha contraria de que existía cada vez menos,
que yacía en un letargo,
que había sido doblada la guardia y no se permitía la entrada ni la salida de nadie en la casa presidencial,
que sin embargo alguien había logrado burlar aquel filtro severo y había visto:
los pájaros callados en las jaulas,
las vacas bebiendo en la pila bautismal,
los leprosos y los paralíticos durmiendo en los rosales.
Rumores de su muerte
Y todo el mundo estaba al mediodía como esperando a que amaneciera porque él había muerto como estaba anunciado en los lebrillos de muerte natural durante el sueño
pero los altos mandos demoraban la noticia mientras trataban de dirimir en conciliábulos sangrientos sus pugnas atrasadas.
Aunque él ignoraba estos rumores era consciente de que algo estaba a punto de ocurrir en su vida,
interrumpía las lentas partidas de dominó para preguntarle al general Rodrigo de Aguilar cómo siguen las vainas, compadre, todo bajo control mi general, la patria estaba en calma,
acechaba señales de premonición en las piras funerarias de las plastas de boñiga de vaca que ardían en los corredores y en los pozos de aguas antiguas sin encontrar ninguna respuesta a su ansiedad,
Fuente
El otoño del patriarca de Gabriel García Marqués
Texto adecuado para facilitar su lectura.
Enviado por:
Rafael Bolívar Grimaldos