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Asterión y el laberinto del eterno retorno

Enviado por luis b martinez


    Asterión y el Laberinto del Eterno Retorno – Monografias.com

    Asterión y el Laberinto del Eterno Retorno

    -Lo creerás, Ariadna? – dijo Teseo -. El minotauro apenas

    se defendió.

    La casa de Asterión, J.L. Borges

    Ya las mentes más poderosas de los más lejanos millares de siglos, siguiendo las mismas líneas de reiteración que llegaron a descubrir, lo habían vislumbrado. Todo lo que veían ya había sucedido. Se trataba de una repetición incesante y exacta, por ciclos indetectables, del mundo y de la vida. Leyendas de tradiciones eternamente virginales y predecesoras de aquellas que para nuestra actualidad nos llegaban como originales de los sapientes griegos, que nos las contaron como últimas versiones, recopiladas y aparecidas y narradas miles de veces antes de nuestros días, fueron acumuladas desde esas presencias lejanas en segmentos y más segmentos de tiempos vueltos a vivir dentro de un mismo mundo reinventado. Fueron colocadas en multiplicaciones de retornos, sin rectificaciones, como copias perfectamente calcadas que explicaban que hubo siempre una historia paralela y no menos cierta alrededor de todas las vidas y los mitos, sin que ninguno escapara, tal que el de esta legendaria caverna que como ejemplo Borges quiso visitar saltando en el tiempo.

    Es la misma en que Asterión ha muerto en tantas ocasiones dentro del laberinto que él mismo se inventó. Igualmente se conocía que en ella, y en su oscuridad, se dibujaban todas las rutas, de todas las rosas de los vientos, en enredos incontables de galerías y simuladas puertas (catorce veces catorce, con un producto inverosímil de entradas y caminos, que es el número secreto de Asterión, por nadie conocido, donde cada catorce es un infinito contenedor en sí mismo de innumerables series interminables, emulando y venciendo a las posibilidades de posiciones de una partida de ajedrez sobre móviles escaques, pero también a su vez jugadas infinitas veces cada una de ellas. Que es equivalente a decir estar repartiendo en el tablero del Universo escandalosas posiciones y combinaciones donde peones y Reyes vagan por su espacio, surcando el éter, guiados por una mano de Magia y Sabiduría que un día inevitablemente las repetirá una por una ante los magníficos jugadores, sin importar el resultado de las partidas). Y que el Minotauro, antiguo y redundante residente de los intestinos y recovecos que han sido las entrañas del asombroso Laberinto, deambulando también entre ellos como elemento fundamental de esas tenebrosas galerías, ya en sus últimos días, echado jadeante sobre las piedras que se borraban cubiertas de humedad y de musgo verdoso en las noches de esas grutas, y sin la energía que lo afamaba, ya estaba agotado y extralimitado en el tedio de los siglos de tanto andar con sus carreras y bramidos por los túneles y altares de la soledad de tales telarañas intrincadas.

    Hasta que un día, por la gracia de una inadecuada e injusta Fatalidad, que quiso jugar con el destino por demás invariable de la Bestia, sin medir la imposibilidad y las consecuencias de tal acto, lo enloqueció al permitirle salir al exterior para que viera el mar por vez primera. Y que frente a tal grandeza abierta y móvil, ante tanto espacio, el Minotauro imaginó despavorido que se trataba de un laberinto circular y sin paredes que superaba al suyo al juntar la infinitud del cielo con las aguas del horizonte, inescrutable, gigantesco, abarcando el mundo por encima de él y de su alrededor en todas direcciones. Y entonces quiso ir a esa línea invariablemente lejana para descifrar en cada paso que daba hacia dónde conducía su infinita duplicidad de círculo y de recta. Y se enloqueció aún más cuando vio que ni un solo punto de esa línea, invariablemente horizontal a su visión, se aproximaba a él por más que avanzara en su búsqueda dentro del mar. Sólo el asombro de no vislumbrar desbordes sino el acostumbrado y terco movimiento del agua buscando esa horizontal fue la respuesta que encontró. Y se admiró de pasmo fulminante, con temor y con golpeante locura. Y se devolvió, no queriendo ver más de aquella maravilla, corriendo entre la gente que lo rechazaba. Y ya de regreso en la cueva que era su claustro, desilusionado, enajenado, próximo al colapso definitivo, una vez más este monstruo perdió su molesta y escasa razón. Y entonces, en su soledad renegada de descubrimientos, rechazándolos, deambulando en su ámbito como antes, ya no reconocía el principio ni el fin de las cosas al no encontrar para él una opción de aquel mágico círculo de mar y cielo dentro de cada gruta ni dentro del total de corredores de su escaso laberinto. Ni tan siquiera podía imaginarlos para los que correspondían a las multiplicadas galerías que tantas veces había recorrido con sus pisadas y carreras retumbantes, en las que ahora también andaba desorientado y dando tumbos. Le resultaban demasiado sencillas. Y que recostado allí contra una piedra, jadeante, lejos del brocal por el que se había regresado, se lamentaba con bramidos y gritos lastimeros que volaban por todos aquellos subterráneos donde ya no quería seguir siendo inexpugnable como lo fue de siempre en su temido y sangriento recinto de eternidad. Ahora despreciaba su mugriento laberinto que sabía mezquino y de poca trascendencia frente a las magnitudes del cielo y del mar. Después, ya derrotado, en su aparte de renacer miles de veces, dando traspiés, y con torpeza animal, se buscó más adentro y se reconoció en sí mismo, y supo de su debilidad y también de que ya no podía recordar cuándo hubo de renunciar a los privilegios y poderes que sus arcaicos dioses le otorgaran, desde un inicio que siempre creyó absoluto e irrepetible, como los mismos dioses, todos heredados de la acumulación de innumerables antigüedades, con sus millones de veneraciones y blasfemias surgiendo de las luchas infames entre esos dioses y sus iguales y descendencias. Y que inclusive había echado abajo, y pisoteado, y destruido, para levantarlos de nuevo en la repetición inagotable de los hechos que no se pueden diluir en un único pasado, por muy largo que sea, los correspondientes altares de cada uno de esos dioses, quedando él entonces, por voluntad propia, sin fe, sin futuro y sin historia. Quedando aún más solo y huérfano de empeños de escapatorias que nunca antes. Y entonces supo la verdad de su aparente encierro. El mundo exterior, con su gente monótona y sorprendida, y temerosa, y hostil ante lo inexplicable, no le era afín. Y los había conocido, débiles y asustadizos, pobres de invención, no maravillados junto al mar circular e infinito del bello horizonte. Y la luz de ese mundo tan incompatible le cegaba y horrorizaba y le impelía a esconderse para también huir de ellos. Igual que él los había despavorido cuando al verle y sentirse indefensos ante lo inexplicable de su estructura de bestia y persona, en un miedo mutuo de asombro, corrieron espantados sin voltearse a mirarle aunque fuese una vez más. Y que entonces, desanimado en abandono por la conciencia de su absoluta soledad unitaria, y en un cansancio casi total, despreciado, vencido de antemano sin enfrentamiento alguno, hundido en un pozo de ocultamientos de toda posible memoria, idiotizado, aunque vio venir la Muerte en la determinación dibujada en los ojos ardientes del deseoso y sediento Teseo, y en el brillo de la espada que empuñaba, se dejó matar por éste sin pelear ni presentar oposición alguna.

    Fue un pasivo suicidio, sin defensas, sin siquiera un ruego de protección y ayuda dirigido en un postrer bramido de súplica y desamparo al mundo de sus dioses. Y que Borges, al arribar, en el momento que haya sido, indagando con sus olfateos y su imaginación entre el moho y el polvo de la Historia, en realidad había llegado tarde al mentido Laberinto de la mano de una adulterada Ariadna que tan sólo portaba un simulacro del hilo original, que constantemente se iba quebrando, y que por demás ya era innecesario por inútil. Ésta no era sino una caricatura horrenda de la consabida hija de Minos, dentro de otra historia, que estaban repitiendo por un camino de trampas y falsedades que en otra repetición le dictaban a Borges al oído. En ella se carecía de ovillos bien enrollados y de coronas luminosas con los que emprender cualquier imposible y fingido regreso en aquel intento por hacer cumplir la ley al estar bajo las circunstancias de un retorno forzado por la imaginación y la fantasía de este gigantesco escritor. Toda una parodia. Y destaca que posiblemente esta Ariadna, con su olor de mujer, engatusó a Borges que siempre estuvo carente del Amor y del beso, y melosa lo engañó al no decirle que el Laberinto, por los muchos años de esperarle, había estado y permanecía clausurado y negado del sacrificio de los siete mancebos y las siete doncellas que por períodos de siglos alimentaron al mental engendro híbrido y maloliente que identificaban como toro y que tampoco era tal. Los lapsos del eterno regreso al mismo punto y a las mismas acciones, segundo sobre segundo y con iguales circunstancias, fueron violentados, y no podían ser predecibles para los personajes improvisados. Y por contraídas eternidades ya nadie se acercaba ni llamaba con gritos a la entrada de la gruta, quedando aquel infierno deplorable entre tinieblas, sin testigos, como otra infinita soledad que se hacía dueña del espacio y del silencio entre las confusas galerías miles de veces multiplicadas y agotadas. El escenario era tan falso como ellos mismos, y como la endeble misión inventada que el tiempo debilitaba y por instantes iba borrando como castigo a su origen y lineamientos violentados para ser montados en escena. Ninguno percibía ni podía tener conciencia de memoria de las existencias anteriores que no concordaban con estos supuestos hechos. Y por eso lo intentaron repetir en vano. No se derramaba una gota de sangre como justificación del afamado terror.

    La casa de Asterión no era entonces otra cosa que el manantial engendrador del tedio más negro. Y así mismo, esta falaz impostora no le dijo tampoco a Borges que el piso de la caverna era en ese momento de su advenimiento, al igual que por un incontable tiempo de olvidos y temores, un enjambre de arenas movedizas, lentas y pesadas, que sólo comunicaban por sus bases a falsos portones y muros de apariencias infranqueables de extremado grosor que a su vez eran movedizos también. Obstáculos que ahora, en su presencia, imposibilitaban la continuación y el acceso al único pasillo que conducía al centro del Laberinto, donde había vivido y dominado la Bestia, no protegiéndose del mundo externo, sino resguardando su íntimo secreto.

    Todo lo presentado era una mentira y una trampa. Y entonces, a la confusión de la ceguera, y a la lentitud inestable de los pasos inválidos sobre suelos escurridizos del visitante, se sumaban los trabajos que realizaron durante siglos miles de albañiles de clausura deshaciendo y sellando para siempre el sueño de Dédalo, teniendo que hacerlo volteándose a cada instante, cuidándose de la prohibida pero siempre posible aparición del monstruo a sus espaldas. Mientras, continuaban derrumbando y tapiando, y derrumbando y volviendo a tapiar. Y nunca dijeron nada, se les tenía prohibida la palabra, ante la mínima frase que se susurrara por los corredores el Minotauro los aniquilaría. Y se sumaba igualmente el milenario mentir de una pérfida, una Ariadna de trapo, que a todo el que llegaba confundía. Y más que a todos a Borges, con envidia, con saña, con desprecio, con la peor intención, queriendo imponer una línea recta donde el curso de la Historia era sinuoso y vago.

    El encuentro era, desde el principio, extemporáneo y falso. Y entonces las débiles pisadas de ambos sobre la masa móvil y pastosa en que se desplazaban, no originaban eco alguno dentro de aquel despojo sordo y mudo de vacío y abandono. Las paredes y los túneles no respondían ya con sus degradadas voces de vientos y de ecos entre la mole y los meandros de sus oscuridades, tragándose en sus sombras todos los murmullos y los ruidos. Y así, ese Borges y esa sustituta quedaron marchando como fantasmas mudos y sin destino por las galerías de la imaginación. Y la visita pasaba inadvertida. Pero como todo en todos los Universos, no aumentada ni empequeñecida, también esta otra historia se repetiría. Sólo que al andar por ese preámbulo únicamente rodeaban ignorantes a las piedras calladas y al encierro más deprimente mientras creían que se abría una nueva historia que se tendría que repetir a su vez.

    Y la casa de Asterión, copia más que generosa y complicada del arquetipo Cnosos, con sus supuestas puertas y habitaciones en repeticiones infinitas que Borges imaginó al internarse en las entrañas más ocultas de Creta, en esa concienzuda búsqueda suya escudriñando por los baúles de la Historia, en la que creía, y abriendo para sí los paréntesis del Tiempo, en el que no creía, ya no existía. Pero él nunca lo supo. Y ciego total, la línea central que guiaba a su propio estado interno lo llevó en sus particulares catorce veces, sin excusas, en un viaje infructuoso de escapes, hasta Ginebra y sus calles abigarradas para que la imaginación descubriese en ellas miles de adoquinados laberintos por donde circulaban automóviles y tranvías. Y allí, en su amada ciudad, repetida desde su niñez, el Minotauro mayor de todos los engendros, con su infalible guadaña, cobró su venganza no deseada sobre el generoso y sureño asesino de otro Teseo y otro toro que él mismo se había inventado. Junto al Ródano, a miles de millas y de años de la cultura griega, y de su casa, y de la casa de Asterión, se culminó esta historia que, contra todas las posibilidades, nunca más se debiera repetir. Pero se repetirá, no importando el tiempo, aunque demore miles de milenios en presentarse y las nubes se entretejan y dibujen trillones de laberintos y de sombras con sus vapores y sus claridades en el cielo. A menos que haya que esperar más, para que, en giros de otra ley que repitiéndose retardada domine y reubique a los átomos y alternancias del Tiempo, y entonces nuestro repugnante y lamentable y amado híbrido, y Teseo, y Ariadna, y Borges, y nosotros, resucitemos en la integración de nuestra materia y volvamos a estar aquí junto con ellos en idénticas circunstancias para leer de nuevo estas historias que equivocados siempre hemos creído que fueron creadas por los griegos de hace unos pocos años.

    Y así, inerte ante el eterno retorno, Heráclito, a orillas del mismo río, observando los idénticos cambios en la corriente y en el agua, tendrá que rectificar su ilustre sentencia y, al quitarse las vestiduras para entrar al agua a refrescarse, no tendrá más salida que volver a bañarse en el mismo río. Las verdades que se han cincelado en las paredes de las grutas de nuestros particulares laberintos pueden llegar a ser paradójicas cuando intervienen los hachazos del tiempo y el escrutinio inteligente de los hombres. Y como en cada presencia en esas sucesiones de recurrencias se carece de memoria y de conciencia de haber vivido todos nuestros hechos cientos de veces con anterioridad, no podremos saber que antes estuvimos allí, con el mismo cincel y con las mismas manos, viviendo idénticas emociones mientras escribimos las mismas frases sobre la inerte piedra de esa laberíntica Eternidad que a su vez es nuestra gruta de invariable paisaje. Tan sólo la imaginación de algunos videntes, Platón y Nietzsche entre ellos, cuando vuelvan, nos podrán dar un poco de luz sobre ese renacer en el Eterno Retorno. Y será así, si es que alguna vez ya antes había sido dada esa luz para que, al haber sido, entonces tenga acceso a la corriente de ese eterno revivir formando parte de un fragmento de otro retorno y se vuelva a presentar. (Como todo misterio en que cualquier parte es igual al todo, como los números infinitos y los infinitos números que hay entre uno y otro, esto tampoco tiene fin). Es el Círculo múltiple y envolvente que lo contiene todo, como el lazo de miles de vueltas meridianas que sintió el Minotauro girando sobre su cabeza cuando quedó atónito frente al mar en aquel instante de abuso y confusión en que quedó perdido ante lo inexplicable.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez