Hacían su gloriosa aparición las encopetadas y regordetas gallinas campesinas, tan antipáticas o aun mas que las señoritas Gutiérrez, solteronas y bien apreciadas por los caballeros del pueblo… pero por su dinero, con un pasado escabroso que involucraba un asesinato, un tal Márquez Ansizar de Castilla, español que por esas tierras algún día arribo y jamás se volvió a saber de el. Las gallinas se pavoneaban por toda la estación y nadie se atrevía a espantarlas, eran glamorosas; un día Juan Durango dijo – Voy a quitarles la antipatía a estas verracas gallinas en una olla con agua hirviendo – Aparecían en una danza celestial ruanas mulliditas de figuras geométricas y colores altaneros bailando coquetamente con el viento helado, el aguardiente en tinajas no podía faltar, tampoco los costales apretados de panela y guayaba, de tres a cinco "mulas" caprichosas que se negaban a quitarse de la carrilera del tren, y solo con el pito del agente de policía Sánchez abandonaban tan peligroso lugar.
Nunca montábamos en clase turística, mucho menos en primera; según mi abuela… Se perdía la magia del viaje.
Subíamos a destajo en los compartimientos traseros del tren… los de carga.
Empujábamos con fuerza la puerta metálica haciéndola chirrear, le hacíamos campo a los bultos de arroz, a la encomienda del cura Nicolás, a la maquina de coser de las señoritas Gutiérrez que iba por decima vez al arreglo y a dos o tres marranos "monos" de mal genio, nos sentábamos en el borde del vagón con los pies descalzos hacia afuera, recibíamos el viento frió en la cara, el pasto crecido alcanzaba hacernos cosquillas en las plantas de los pies, a lo lejos las montañas teñidas de marrón y verde parecían moverse lentamente como gigantes dormilones, mi abuela cantaba versos de su juventud, mientras yo juraba que jamás me iría de aquel lugar… así trascurría el recorrido, era como si uno se fuera por un ratico de este mundo y tocara el cielo con los pies.
Un grito desencajado nos jalaba a la fuerza de la fascinación, el eco invadía los corredores de los vagones y el ayudante del maquinista cantaba bastante entonado:
– ¡Palermo! ultima parada. Paaaalermooo…
Era un completo poema de vida, montarse en ese tren, mi abuela tenia razón… era mágico.
En Palermo acompañaba a mi abuela a la notaria, a donde el doctor Ardilla la esperaba con resignación; todas las semanas mi abuela cambiaba el testamento dependiendo de su estado de animo, algunos parientes salían de la lista de buen aprecio, y otros entraban, recuerdo que un día le dio tanta ira con mi madre por un problema insignificante que llego a la notaria, le quito su parte de la herencia y se la escrituro a Martin Tapias – A ver si el bobo al fin puede conocer el mar – dijo con lastima y rabia.
Luego visitábamos a "Tere" la amiga de toda la vida de mi abuela, había sido docente del colegio departamental La Merced de Palermo; nunca salió del pueblo, ya pensionada se dedicaba a regar los enormes helechos crespos que colgaban de su portal, a recordar mejores tiempos y tomar aguardiente, ahora que lo recuerdo a la noble señora Terecita Bermúdez jamás la vi sobria…que envidia.
En la tarde visitábamos el negocio de propiedad de la familia íbamos hacerle auditoria al dependiente, pobre señor Beltrán siempre salía descuadrado. "Tejido Marroquín" era un local estrecho donde se vendían hilos, encajes, lentejuelas, canutillos y telas de Medellín; por lo menos eso decía mi abuela…
Entradita la noche cogíamos el ultimo tren a Cachipay, y enredado en cansancio me dormía con su mecer.
…Pero el tren no volvió a pasar.
En una ocasión lo vi; fue por allá en el sesenta y algo si mi memoria no me falla, yo debía tener unos dieciséis o diecisiete años, habíamos abandonado a – San José de Cachipay – problemas de la violencia partidista; que nunca faltaron… época de gamonales armados y abusivos, cóndores negros, y sangre botada en las calles y en el atrio de la iglesia.
Jamás he entendido porque la gente que antes era vecina, amiga, incluso parentela, de un momento a otro se volvieron drásticos en sus creencias y apreciaciones adoptando el único camino que no estaba permitido. La violencia.
Nos vinimos huyendo de la tristeza a la capital. Vivíamos en la Primavera, un barrio modesto pero tranquilo al norte de la ciudad… aun nos acompañaba mi abuela.
Mi casa en la Primavera era inmensa, además tenía el jardín mas señorial de todos, porque aquel patio trasero no tenía rejas, ni muros que lo dividieran, el jardín de mi casa era todo el mundo.
El patio de mi casa llegaba hasta donde la vista me alcanzara.
Y para acabarle de sacar brillo a mi retorcido encanto, la carrilera del tren lo atravesaba, lo veía venir desde lejos con su movimiento cadencioso, con su sonido particular, pito fuerte y rítmico, como el himno de triunfo que entonan soldados cansados que vuelven de la guerra.
Salía corriendo tropezando con toda clase de muebles viejos y cachivaches que tenia mi abuela arrumados y botados por toda la casa; ella jamás se pudo acomodar con sus cosas, a pesar que el espacio era suficiente; buscaba la mejor ubicación… no era muy difícil, mi patio era el mejor de todos los patios… y esperaba.
En ocasiones venia mi abuela… cuando no hacia mucho frió, ya estaba muy vieja y un poco enferma – Los huesos – decía, mientras con las dos manitas arrugadas trataba de darse calor en las rodillas; los dos como adolescentes enamorados cogidos de la mano y envueltos en hermosos recuerdos de tiempos mejores con el compadre Ernesto "el siete vidas…" veíamos absortos pasar el tren con todo el tiempo del mundo a nuestro favor, casi en cámara lenta.
…Recuerdo que una tarde mientras pasaba el tren, le dije mientras la miraba como abstraído no se por que extraño encanto:
– ¿Abuela, A dónde ira? –
Ella con una triste sonrisa en la boca que olía a melancolía me dijo muy despacito – A San José hijo… A San José –
Me di cuenta que mi abuela extrañaba de un modo terrible su hacienda en las montañas de Cachipay… sus corotos de mil formas entre los que se encontraba el asador de barro cosido, la maquina de escribir "Olivetti" la misma a la que le faltaba la letra "s" y ella arreglaba en sus escritos con tinta negra de lapicero y paciencia, la misma donde le escribía cartas de amor al compadre Ernesto, y los pre avisos al dependiente de la tienda de hilos, la piedra de moler maíz que siempre mantuvo templada, el arroyo cantor donde mojaba sus sueños, los acetatos de los hermanos Martínez con los boleros Cubanos de siempre, extrañaba a su amiga "Tere" la estación Nuevo Colon, al bobo Tapias que en ocasiones por hacer algunos mandados mal hechos, le daba varias monedas, extrañaba profundamente el cielo azul y los caminos grises, pero más que nada… extrañaba los paseos en Tren…
…Pero el tren no volvió a pasar.
…Vine a encontrarlo casi treinta años después.
Muy lejos del patio de la vieja casa en la Primavera, muy lejos de Cachipay, muy lejos de la estación Nuevo Colon, demasiado lejos de mis recuerdos, casi al otro lado del mundo, de ese mundo especial y maravilloso que había sido para mi – San José –
Pase angustiado huyendo otros ligeros atardeceres, inventando nuevos escenarios, nuevos recuerdos, sin querer olvidar. La vida había pasado muy rápido, mi abuela se había ido para siempre, había perdido su batalla con los huesos, y una mañana de mayo le traquearon por ultima vez; se fue con una sonrisa, y lamentando no haber podido acercarse de nuevo al notario Ardilla, tenia unas cositas que arreglar en el testamento, pero ya era muy tarde, había quedado como quedo y eso fue todo.
Es curioso, pero desde ese día yo no volví a ser el mismo, sentí que de nuevo la vida me quitaba algo que era mío, primero San José y años después mi abuela.
*
Atravesábamos el desierto de Nazaret en la Guajira, el punto mas extremo al norte de la Virgen de Pandeazucar, tratando infructuosamente de acomodarme en una camioneta Ford Hero modelo 89´ de la organización "Paz Verde" el sol inclemente y salvaje nunca nos desamparo, con afán nos dirigíamos a Punta Gallinas, donde habitaban con algunas dificultades una comunidad indígena llamada los Nazarenos; descendientes directos de piratas del Caribe que establecieron a Punta Gallinas como escondedero y allí se revolvieron con las indígenas de piel canela, misteriosas y acarameladas, es por ese curioso fenómeno de mestizaje que la comunidad de los Nazarenos en la alta Guajira a diferencia de la raza pura de su especie, son en su gran mayoría encantadoras morenas de ojos claros, que llaman noblemente princesas Wayuu.
Nuestro trabajo era humanitario, y a pesar de lo romántico y aventurero de la situación, los Wayuu morían de sed, y una radical solución no se veía a corto plazo.
Cruzábamos veloz el desierto escoltados por veinte camiones carro – tanques que había prestado la alcaldía de Riohacha después de mucha rogadera y una certera amenaza del director de "Paz Verde" en el Caribe; intentando llegar antes del anochecer, los nativos dicen que las noches en el desierto, son bravas y místicas, son embrujadas, son embriagantes y tienen dueño.
…Cuando de repente, sin darme tiempo de acomodo me vi de frente al tren.
…Había cambiado, era más grande y pesado… mas largo, menos lento, ya no llevaba gallinas gordas y engreídas, ni aguardiente pa´ mitigar el frió, ni panela, ni guayaba, ya no llevaba ruanas coloridas, ni olor a eucalipto, ya no llevaba marranos "monos", ni ayudante de maquinista que cantara con acento entonado la próxima estación… ya no llevaba a mi abuela en el vagón de carga…
*
Era el tren del Cerrejón, repletico de Carbon.
…Pero tenía las mismas características del viejo tren de mis recuerdos.
Supe que era el tren de Cachipay cuando hizo sonar frente a mi cara su himno de soldado triunfante que vuelve de la guerra, un pito fuerte y rítmico que permanecía en el aire y en el tiempo.
…Me había reconocido, a pesar del tiempo.
Entendí que el tren del viejo Cachipay, el tren de las interminables tardes en la Primavera, el tren con el que había crecido, no había desaparecido, simplemente se conservo en otro lugar, esperando con paciencia terminar sus días, en un sitio apacible.
Lo que ese sabio y cansado tren siempre supo… y yo vine a entender después de muchos años, es que las cosas buenas como "El"… Mis recuerdos y mi abuela.
Son eternos –
*
…Acabo de un bocado su helado, guardo silencio por un instante, como perdido en su recuerdo, con los ojos brillantes invadidos de alguna esquiva lagrima que se negaba a salir, mirando al vació, tratando de traer al presente algún detalle que se le hubiera escapado.
Luego mientras se levantaba con dificultad sosteniendo su pierna, me dijo en tono confidencial y misterioso.
– Son los huesos; no estoy seguro hijo, pero me pareció haber visto aquel viejo tren… Atravesando lentamente la Villa de los Caballeros de Usaquén… quien sabe de pronto puede suceder.
Pero eso… eso es otra historia.
Y se fue dejándome su recuerdo aplastado entre mis papeles y un helado de Macadamia derretido.
El mío.
Autor:
Jorge E. Valenzuela L.
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