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Diario trágico de una joven mestra, 13 de febrero a 18 de febrero (página 2)


Partes: 1, 2

Al rato salieron de la reunión y don Felipe, secundado por Simón se despidieron y se marcharon. Eran las cuatro de la tarde. Al regresar a mi habitación, encontré a Sofía esperándome escondida. La presencia de Simón para el alma de Sofía había sido como los nubarrones que eclipsan la luz del sol. Al saber de su partida se secó sus grandes ojos tristes y volvieron las claridades a su alma, su semblante tomó una expresión como de éxtasis. Me abrazó con efusión y radiante de alegría exclamó: Gracias a Dios que se fueron. Pero volverán, la previne. Si pero van a perder su tiempo, todo será en vano, contestó y salió meditabunda.

Lunes 14 de febrero. El verdadero amor de Sofía

Como Matilde no quiso ir al paseo por la tarde, nos fuimos las dos con Sofía. Sentadas en uno de los troncos como otras veces, bajo el sauce frente a la ventana de mi cuarto, Sofía tomó entre sus manos una de las mías y mirándome como una niña que espera ser regañada me dijo, verdad que soy rara?. Por qué?, le contesté. Por mi comportamiento con Simón, replicó. En verdad que no me explico, continué.

Trató de ocultar el rostro entre sus manos y prorrumpió a llorar. Sí, tiene Usted toda la razón señorita. Qué suerte la mía!. No tengo una persona a quien confiar mis secretos, estoy sola. Mi padre es tan hosco, mi madre permanece tan lejana que apenas me permite dirigirle la palabra. Matilde es egoísta y envidiosa y a Arturo imposible contarle, exclamó compungida. Pero no me ha dicho varias veces que en mí si tiene confianza?. Así es señorita, a Usted voy a contarle todo, aunque me compadezca y hasta me desprecie después. Es imposible que yo me case con Simón, porque ya amé y amo a otro hombre, me dijo nerviosa, con vehemencia. Tiene los ojos azules y el cabello castaño, es muy bello.

Su mirada se perdió en el horizonte como si lo estuviera contemplando. Después continuó incoherente, apasionada, agitada, con más prisa, como un torrente cuando se desborda. Lo amo mucho, con toda mi alma y no podré querer jamás a otro. Se trata de mi primo Germán. Al quedar huérfano de padre se vino a vivir con nosotros. Pasé mi infancia al lado de él, nos criamos como dos hermanos. Jugábamos todos los días, a veces hacíamos caminatas a sitios lejanos, concurríamos a la misma escuela del pueblo y después nos fuimos a estudiar a Bogotá.

Tiene un carácter muy arrebatado, es muy celoso y me domina por completo. Es unos meses mayor de Arturo, ya tiene diecisiete años. En las últimas vacaciones vino aquí, nos veíamos todas las tardes en un remanso del río junto a una piedra enorme, sobre la cual crece una enredadera silvestre. Al espacio escondido detrás lo llaman la Gruta, es bellísimo.

Allí me extasiaba de amor oyéndolo hablar, hasta que empezaban a salir las estrellas en el cielo. Allí me juró que se casaría conmigo y me hizo jurarle que yo sería su esposa. Lo amo mucho, cuando fija en mi sus ojos indignados me pone a temblar. Una vez nos sorprendieron mis padres, tarde en la noche, conversando en el corredor. A mí me regañaron y a él mi padre lo despachó. A ambos les respondió bruscamente y les juró que se casaría conmigo. Desde entonces me prohibieron que volviera a hablar con él, pero me fue imposible.

La víspera de su partida en la tarde fue a cacería de venado con Arturo. Burlando la vigilancia de mi madre salí de la casa y fui a ocultarme detrás de la piedra debajo de la enredadera, y allí lo esperé. Germán, antes de llegar al río, desvió hacia el rancho de un vecino, mientras Arturo continuó alejándose de la casa. Germán luego descendió hacia el río, lo cruzó saltando de piedra en piedra y llegó hasta donde me ocultaba esperándolo. Colocó la escopeta sobre una piedra y se sentó junto a mí en la alfombra mullida de un musgo verde intenso. Con voz temblorosa empezó a protestar porque tenía que irse. Sollozando y con lágrimas en los ojos prosiguió: soy muy joven y no puedo casarme todavía, pero llegaré a ser un hombre importante y si me esperas me casaré contigo. Mis tíos te quieren vender, casarte con Simón por dinero, júrame que no lo harás!. Profundamente conmovida lo juré. Volvió a insistir, me olvidarás?. Nunca!, nunca!, le respondí con toda mi alma. Si me olvidas, añadió con voz ronca y dolorida, no sé qué haría!, sería capaz de cualquier cosa!. Luego me abrazó, me dijo tantas cosas tiernas, tan apasionadas, que yo las oía como acompañadas de la melodía de un himno o por la música de un instrumento lejano. Tomó una de mis manos entre las suyas y la estrechó fuertemente. Me volvió a abrazar más apasionadamente, vi en sus ojos un brillo extraño, como una fosforescencia, sentí su aliento en mi rostro, sus besos en mi frente, sus caricias en mis cabellos. De pronto sus labios quemaron los míos con furia, y el olor de su cuerpo sudoroso agolpaba la sangre en mi cabeza. Sentí ganas de llorar y unas conmociones indefinibles me enloquecieron. Me abracé a él como una llamarada y estremecimientos extraños me transportaron a otro mundo.

Al rato oí el chirrido de los grillos en la grama, vi la luz titilante de algunas luciérnagas en la enredadera y la aparición de algunas estrellas en el cielo.

Empezaba la noche, me incorporé asustada, sin decir palabra a Germán y ocultándome corrí hasta la casa. Al entrar me encontré con mi madre, me enrojecí, le dije que la buscaba para darle el abrazo de la noche. El beso de ella me quedó ardiendo en la frente.

Sentí miedo de todo y tenía la impresión de que algo o alguien me iba a delatar. Estaba loca, no sé lo que hice, pero no siento ni culpa ni arrepentimiento.

Después de contarme esto calló y se quedó mirándome con cierta tristeza, como esperando mi reproche.

Todo el tiempo permanecí muda, asombrada, como cuando se acerca uno por primera vez a un precipicio. Recliné la cabeza de Sofía en uno de mis hombros y permanecimos así en silencio largo rato. Trataba de recordar, de ordenar en mi cabeza lo que había oído, para poder decir algo, pero no podía concentrarme. Las sienes me latían, tenía seca la garganta, escalofríos recorrían mi cuerpo y un inmenso deseo de llorar me dominaba.

De pronto Sofía levantó su cabeza y al ver mi rostro descompuesto, creyó que estaba indignada con ella. Me abrazó y con voz piadosa me dijo: perdóneme señorita. No pude hablarle, me levanté y le di un beso en la frente y silenciosas regresamos a la casa.

Hasta muy tarde pude conciliar el sueño. Me sentía enferma, con una excitación espantosa y una tristeza infinita.

Martes 15 de febrero. El propósito de conocer la gruta.

Al levantarme me sentí enferma, con un malestar terrible. La historia de Sofía me causó un daño inmenso, conmovió no sé si mis virtudes o mis pasiones. He abierto la ventana para que entre aire fresco, pero mi mente no puede apartarse de aquellos recuerdos: del remanso del río, de la piedra enorme cubierta por una enredadera donde se encontraron Sofía y Germán. Debe ser un templo de amor alumbrado en las tardes por el fulgor extraño de las estrellas, hechizado por el canto de las aves, donde se oyen ruidos de besos y gemidos de pasión. Qué dulce es soñar con sitios así, debe ser bello, hoy mismo tendré que conocerlo.

Aquella historia de amor, el inocente abandono de una virgen en los brazos de su joven amante, convulsionan mi cuerpo. Yo no he besado nunca a un hombre, no he sentido tan cerca su aliento, ni la presión de sus brazos, ni ese brillo tan extraño en sus ojos. Todo esto debe ser sublime. Sentía nuevamente la garganta seca, las sienes me latían, creía ahogarme, pero quería seguir soñando. Tuve que sobreponerme y con una melancolía profunda seguí mis actividades rutinarias.

Miércoles 16 de febrero. Vivencias en la gruta

Como a todas las mujeres, la curiosidad me ha vencido. Hoy en la tarde fui al remanso del río, temblando me acerqué a la piedra grande y aparté la enredadera que obstruye la entrada a la pequeña gruta. Me senté en el mullido musgo y por los entreclaros de la enredadera me puse a contemplar el río, que se desliza manso, sin oleaje, huyendo silenciosamente. El viento movía el ramaje de los sauces y agitaba mi vestido. En el rostro sentía una brisa fresca y profunda. La tristeza que había en mi alma se transmitía a todo lo que veía. Hallé el campo melancólico, oscuro el horizonte y pálidas las flores. Sentía una tendencia a llorar, deseos de soledad y al mismo tiempo una inmensa desolación.

Jueves 17 de febrero. Declaraciones de amor

Con Sofía y Matilde estaba en el salón de clases cuando por una de sus ventanas divisé que una nube de polvo envolvía a un carruaje, era el coche del señor de la Hoz conducido por Arturo. Me contuve de gritar: Arturo está aquí!, al fin ha llegado!, y dije a las niñas, ha llegado el señor de la Hoz y Arturo, vayan a saludarlos. Dejaron los libros sobre los pupitres y salieron corriendo del salón.

Me oculté detrás de una columna para observar mejor. Arturo salió ágil del coche y miró a todos lados, como si buscara a alguien. Su padre serio y preocupado bajó después lentamente. Arturo volvió al carruaje y lo condujo a la cochera para desganchar los caballos. Intencionalmente me entretuve arreglándome, coloqué una flor de jazmín en mi cabello y me dirigí a la sala. Doña Mercedes, Sofía y Matilde, observaban sobre la mesa de centro los encargos que habían hecho y los regalos que les habían traído. Don Crisóstomo con cara agria por la fatiga del viaje descansaba en un sofá. Al verme se levantó emocionado y con el rostro radiante de alegría vino hacia mí, tomó una de mis manos con efusión y me saludó: señorita, cuanto placer en volver a verla!. Antes de que prosiguiera, le pregunté: Como le fue en su viaje?. Bien y mal, bien porque pude arreglar satisfactoriamente los asuntos pendientes, mal por la ausencia de seres tan queridos. Estas últimas palabras las dijo con acento especial, fijando en mí su mirada de felino.

Señorita, interrumpió doña Mercedes, nos trajeron el hilo de oro para seguir bordando el palio. Niñas, volvió a interrumpir don Crisóstomo, entreguen a su maestra los regalos que le habían mandado traer. Tome Usted, dijo fríamente Matilde entregándome una caja de cartón. Este es el mío, dijo Sofía con gran satisfacción, entregándome una caja similar. Las abrí en seguida, eran vestidos de telas finas con lujosos adornos, el uno azul celeste, el otro crema desvanecido.

Espero le queden bien, dijo don Crisóstomo, los colores los escogió Arturo, las medidas las dio su mamá por el último vestido que le había hecho. Ahora reciba el mío, dijo doña Mercedes, dos sombrillas del mismo color de los vestidos. Este es el mío, dijo don Crisóstomo poniendo un libro en mis manos. Muchas gracias a todos, respondí emocionada.

Estaba de espaldas a la entrada, pero lo observaba por un espejo colgado en la pared de en frente. Entró Arturo, saludó a su madre, a Sofía, a Matilde y fingió no verme, pero yo sentía que el fuego de su corazón me quemaba. De pronto se volvió hacia mí, ah!, buenas tardes señorita, estaba Usted ahí?, no la había visto!. Indolentemente le alargué mi mano y me la estrechó nerviosamente. Cómo le fue en su viaje?, le pregunté. Bien, gracias, murmuró con cólera y tristeza.

Por ahí trae Arturo una carta de su madre, intervino don Crisóstomo, no tuve tiempo de verla, pero supe que se encuentra bien. Que nos trajiste?, preguntó Sofía dando un abrazo a Arturo.

De los cuatro paquetes colocados en una silla, entregó uno a cada mujer. Matilde puso su paquete displicentemente sin abrirlo sobre la mesa y miró con desprecio y rencor el que yo tenía en la mano. Sofía abrió el suyo y gritó con alegría: dulces!, y luego nos ofreció. Cuando me disponía a abrir mi regalo, Arturo me dijo: por favor ábralo en su cuarto. Doña Mercedes abrió su paquete y volvió a cerrarlo exclamando: Arturo como eres de tacaño!, mamá, perdóname por la tontería, replicó Arturo.

Subí a mi cuarto con mis regalos y abrí apresuradamente el paquete de Arturo. Como el de Sofía y Matilde, era también una caja de dulces, donde los dulces habían sido cambiados por un pequeño ramo hermoso de botones de rosas de varios colores. En el ramo de forma piramidal había colocado una cinta roja con una tarjeta blanca que decía Arturo. Sentí una fuerte opresión en mi pecho y quedé confundida. Para recuperarme, salí por la puerta trasera a caminar y a respirar aire fresco. A la orilla del arroyo, detrás de una cerca de piedra levantada después de una fila de eucaliptos, me senté en un tronco añoso. Los árboles, la cerca de piedra y la distancia del sendero me protegían de posibles miradas.

Qué hacer?, me dolía el comportamiento cruel que acababa de tener con Arturo. Pero ante la confidencia de doña Mercedes del matrimonio programado de Arturo y Matilde, me propuse arrancar de mi corazón aquel germen de amor. Comprendí la razón del odio de Matilde hacia mí y tomé la decisión de no ser obstáculo en aquel matrimonio ya arreglado. No sé que me pasaba, huía de él y deseaba verlo. Me escondía pero deseaba que me encontrara. No podía seguir ignorándolo, tenía que pensar en él.

Al no encontrarme en casa seguramente salió al campo a buscarme. Afortunadamente nadie me vio salir y en este sitio era difícil encontrarme. El tiempo que duré escondida me pareció siglos. Hasta el ruido de las hojas con el viento me estremecía. Que susto y que emoción!.

De pronto vi que subía por la orilla del arroyo buscándome con su mirada por todas partes. Oculta como estaba pude observarlo a mis anchas. Llevaba todavía el traje que traía de Bogotá, zapatos negros, pantalón azul, camisa roja y gorra blanca de jockey. Cuando se perdió detrás de unos árboles estuve a punto de llamarlo. Sin embargo decidí esperar mejor que regresara a casa.

El remanso del río se cubría de sombras, los árboles distantes comenzaban a verse más grandes por la niebla, el ambiente se tornaba húmedo y frío, la noche llegaba. Una vaga inquietud de tristeza y disgusto se apoderaba de mí.

Me levanté para regresar a casa y qué miedo!, me tropecé con Arturo. Desde no se que tiempo estaba de pie, por detrás, cerca de mí, contemplándome. Como no estaba en casa, ni en los lugares acostumbrados decidí buscarla hasta encontrarla. Deseaba estar sola y por eso resulté aquí. Entonces soy inoportuno?. No!, no quise decir eso!. Como no me dijo nada por el ramo, estaba buscándola para pedirle disculpas, porque por lo visto no le agradó. Ay no!, está bellísimo!. Me di cuenta que ahora no le gustan las rosas sino los jazmines!. Los botones de rosa que me había dejado se secaron y hoy me provocó adornarme con una flor de jazmín. Además cambió de sitios en el campo para venir a distraerse?.

Enfadada le contesté: es que estaba invadiendo los sitios románticos de los enamorados. Y a quién quiere dejárselos?, replicó Arturo. Con una sonrisa burlona le respondí: que yo sepa en esta casa hasta ahora solo hay una pareja de comprometidos en matrimonio. Se sorprendió, enmudeció por un momento y luego me dijo. De manera que Usted cree… No lo dejé terminar. No creo sino que lo sé. Su mamá tuvo la amabilidad de hacerme esa confidencia. Debí adivinarlo por la actitud de Matilde, pero Usted sabe ocultar muy bien las cosas. Además es Usted muy cruel conmigo, sabiendo lo que pasa aparenta ignorarlo, en realidad sabe fingir muy bien.

Molesta le dije: Matilde ha estado muy triste estos días. Indignado me respondió, por favor no me siga hablando de ella!. Luego no la ama tanto para casarse con ella?. Fuera de si me contestó: No!!, absolutamente no, nos les daré gusto a mis padres, no me dejaré sacrificar como quieren hacerlo con Sofía!.

Y si sus padres insisten?. No necesito nada de ellos, no lo lograrán. Mi padrino, mi verdadero padre, el padre Galindo dominico, me dejó al morir heredero de su gran fortuna. Al decir esto brilló en sus ojos un resplandor siniestro.

Pero Matilde lo ama!, insistí. Pero yo no la amo!!!, me volvió a gritar, ni podré amarla!. Pero por qué?. Y es Usted precisamente quien lo pregunta?. No se ha dado cuenta de cuánto la amo?. Arturo por Dios no diga esas cosas!. Me rechaza entonces?.

No supe ni tuve fuerzas para contestarle, un llanto involuntario se apoderó de mí y empecé a temblar. Arturo se acercó, me abrazó y con voz suplicante me dijo, déjeme amarla!, ahí entonces comprendí cuanto lo amaba yo también.

Volvió a interrogarme varias veces, me ama?, me ama?. La emoción no me dejó responderle pero estreché en silencio una de sus manos. La extraña tristeza desapareció de sus ojos y vi en ellos sucesivamente, el fulgor de una ardiente pasión, vaguedades de delirio y languideces de vértigo.

Cuando volvimos en sí, un cielo tachonado de estrellas sonreía sobre nuestras cabezas. Era de noche cuando regresamos a casa.

Viernes 18 de febrero. Contemplación de mi imagen desnuda

El sol empezaba a asomarse por la abertura entre las cortinas, llenando el cuarto de una luz brillante y vivificadora. Desplacé hacia los pies las cobijas y me levanté. Dejé caer sobre el tapete la túnica que usaba como pijama de dormir. En el espejo grande, colocado en la pared de en frente, se reflejó todo mi cuerpo desnudo. No sé por qué me estremecí y me entregué a la contemplación de mi propia belleza.

La atmósfera del cuarto estaba tibia, calmada y perfumada. Sentí llegar los rayos de sol a mi espalda, como una caricia apasionada, lujuriosa.

Me desperecé indolente y eché mi abundante cabellera hacia atrás. Al caer los cabellos por mí espalda sentí primero en mis senos y luego en mis riñones unas opresiones extrañas. Me contemplé extasiada, temblaba ante el encanto de mi propia desnudez. Una cabeza hecha para lucir diademas hermosas, para concebir pensamientos nobles y amorosos. Un rostro ovalado encantador, en el que brillaba una extraña alegría. Unos ojos grandes profundos de color cambiante entre verde y azul, cuyas miradas me hacían recordar desde alegrías con lágrimas, hasta miedos aterradores, pasando por dolores profundamente recónditos y sosiegos dulces, tranquilizantes.

Cejas negras bien pobladas y largas pestañas crespas resaltaban el raro fulgor de mis ojos. Frente plana y nariz vertical, como en las bellas estatuas griegas, con ventanas que se movían al oler vientos perfumados o proximidades peligrosas. Boca ni grande ni pequeña, con labios normalmente pulposos bien delineados e incitantes. Mejillas de tersura inmaculada con tintes purpurinos. Una quijada estilizada. Un cuello delgado, alargado y flexible como para lucir collares anchos y valiosos. Unos hombros que dejaban adivinar las alas con las que fácilmente volaban mis pensamientos.

Un pecho que vibra como tambores de fiesta cuando canto. Unos senos ovoides, erectos y blandos, de nívea blancura con tenues venas azuladas, terminados en areolas encarnadas en cuyos centros brotan pezones color rosa. Senos que dan respuestas inusualmente intensas a caricias ligeras o roces. Un vientre ligeramente convexo, rígido y terso, como el casquete de un gran melón blanco. Su centro, un ombligo de forma característica que emite energía empáticas o focaliza miradas sensuales.

Una espalda de suaves ondulaciones como olas de mares tranquilos que llegan a las costas. Unas caderas elípticas amplias y acunadas como para recibir cómodamente al compañero amado. Glúteos carnosos, rojizos, recogidos, cuidadosamente redondeados como para emitir ondas sensualmente femeninas a las miradas de los hombres. Piernas talladas como columnas con la geometría de la belleza, terminando por abajo en pies pequeños, con talones rojizos y dedos cual botones de rosas incipientes. Por arriba el vértice con la vellosidad triangular del pubis, como queriendo indicar la zona de las sensaciones mas indefinibles.

Sentía en todo mi cuerpo serenidad de océanos, ondulaciones de follajes, vibraciones de tambores, atracciones de abismos, inquietudes de tempestades a punto de comenzar, cuando llamaron al desayuno. Rápidamente me arreglé y bajé al comedor.

 

 

Autor:

Rafael Bolívar Grimaldos

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