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Cuentos cortos del profesor Juan Bosch


Partes: 1, 2

  1. Dos pesos de agua
  2. La mancha indeleble
  3. La bella alma de Don Damián
  4. La mujer
  5. Los amos
  6. La Nochebuena de Encarnación Mendoza

CUENTO I:

Dos pesos de agua

La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice: -Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.

Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.

-Y no se ve nadita de nubes -comenta.

Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva… Y nada. Nada.

-Nos vamos a acabar, Remigia -dice.

La vieja comenta:

-Pa lo que nos falta.

La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales.

Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.

La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún día…

Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos en una higera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa, sembrando maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los pollos y los cerdos; los frijoles servían para la comida. Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le encarbaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.

Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el corazón.

-Pa ti trabajo, muchacho -le decía-. No quiero que pases calores, ni que te vayas a malograr, como tu taita.

El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.

La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subían a los palos. Entre días descolgaba la higera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a haber monedas de plata de todos tamaños.

Con un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la higera y se acercaba al nieto,

que dormía tranquilo.

Todo iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo:

-Tiempo bravo, Remigia.

Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:

-Prendiendo velas a las ánimas pasa esto.

Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en sus tallos. Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas vientos húmedos, que alzaban montones de polvo…

-Esta noche sí llueve, Remigia -aseguraban los hombres que cruzaban.

-¡Por fin! Va a ser hoy -decía una mujer.

-Ya está casi cayendo -confiaba un negro.

La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las ánimas y esperaba. A veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.

Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los montes, en procura de insectos y semillas.

-Se acaba esto, Remigia. Se acaba -lamentaban las viejas.

Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.

-Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.

Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.

-Tenga; préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre -recomendó.

Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.

-Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es suyo.

-Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.

Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar las lomas remotas.

El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó:

-Mamá, uno de los puerquitos parece muerto.

Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las trompas, flacos como alambres, los cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio restos de un animal. Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca de agua para que sus animales resistieran.

Echaba por delante el potro bayo; salía de madrugada y retornaba a medio día. Incansable, tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en la higuera; pero había que seguir sacrificando algo para que las ánimas tuvieran piedad. El camino hasta el arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían chocar los huesos.

El éxodo seguía. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba; ya sólo los espinosos cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua del arroyo era más escasa. A la semana había tanto lodo como agua; a las dos semanas el cauce era como un viejo camino pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.

Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.

-¡Ánimas del Purgatorio! -clamaba de rodillas-. ¡Ánimas del Purgatorio! ¡Nos vamos a morir achicharrados si ustedes no nos ayudan!

Días más tarde el potro bayo amaneció tristón e incapaz de levantarse; esa misma tarde el nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera. Anduvo y anduvo, llamando en los distantes bohíos, levantando los espíritus.

-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro -decía.

-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro -repetía.

Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en brazos. La cabeza del muchacho, cargada de calenturas, pendía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o veinte mujeres, hombres y niños desharrapados, curtidos por el sol, entonaban cánticos tristes, recorriendo los pelados caminos. Llevaban una imagen de la Altagracia; le encendían velas; se arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando:

¡San Isidro Labrador!¡San Isidro Labrador!Trae el agua y quita el sol,¡San Isidro Labrador!

Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las mujeres plañían y alzaban los brazos.

Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio loca; pasó Felipe; pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las velas. Pasaron los últimos, una gente a quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con su tristeza; ella les dio para las velas.

Se podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta del bohío el calcinado paisaje con las lomas peladas al final; se podían ver los cauces secos de los arroyos.

Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban que Dios había castigado el lugar y los jóvenes que tenía mal de ojo.

Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que había que empezar de nuevo, porque ya casi nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba pelado como un camino real. Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por la maldad de los hombres, se había realizado allí; pero la maldición de Dios no podía acabar con la fe de Remigia.

En su rincón del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura abajo entre las llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose; y, como burla sangrienta, tenían potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo: -¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo agua!

Las compañeras saltaron vociferando:

-¡Dos pesos, dos pesos!

Alguna preguntó:

-¿Por qué no se le ha atendido, como es costumbre?

-¡Hay que atenderla! -rugió una de ojos impetuosos.

-¡Hay que atenderla! -gritaron las otras.

Se corría la voz, se repetían el mandato:

-¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!

-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!

-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!

Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una entrega de agua a tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aun a la tercera parte. Servían una noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero por veinte centavos.

-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! -rugían.

Y todas las ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua que había que derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.

Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia oriente y vio una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la rabiza de un fuete. Una hora después inmensas lomas de nubes grises se apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.

Llena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba. El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.

Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera inconsciente; se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!

Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el camino real, resonó en el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose arder, Remigia corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos del agua; vio la tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, rabiosa.

-¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! -gritaba a voz en cuello.

-¡Lloviendo, lloviendo! -clamaba con los brazos tendidos hacia el cielo-. ¡Yo lo sabía!

De pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo mostró a la lluvia.

-¡Bebe, muchacho; bebe, hijo mío! ¡Mira agua, mira agua!

Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro el espíritu fresco y disperso del agua.

Mientras afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.

-Ahora -se decía-, en cuanto la tierra se ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles y maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con que comprar semillas. El muchacho se va a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría de este aguacero. Tantas rogaciones, y sólo me van a aprovechar a mí. Quizá vengan agora, cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.

El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los secos cauces de los arroyos y los ríos, empezaba a rodar agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las piedras. De las lomas bajaba roja, cargada de barro; de los cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se desmigajaba con los golpes múltiples del aguacero. Remigia se adormecía y veía su conuco lleno de plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía los rincones llenos de dorado maíz, de arroz, frijoles, de batatas henchidas. El sueño le tornaba pesada la cabeza.

Y afuera seguía bramando la lluvia incansable.

Pasó una semana; pasaron diez días, quince… Zumbaba el aguacero sin una hora de

tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana y retornó a media noche. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los conucos. Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo pesado.

-¡Ey, don! -llamó Remigia.

El hombre metió la cabeza del animal por la puerta.

-Bájese pa que se caliente -invitó ella.

La montura se quedó a la intemperie.

-El cielo se ta cayendo en agua -explicó él al rato. -Yo como usté dejaba este sitio tan bajito y me diba pa las lomas.

-¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este tiempo.

-Vea -se extendió el visitante-, esto es una niega. Yo las he visto tremendas, con el agua llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos los caños que yo he dejado atrás, contimás que ta lloviéndoles duro en las cabezadas.

-Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.

-La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso -y señaló lo que él había dejado a la puerta- ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir de un agua que me le daba en la barriga al mulo.

El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante caer de la lluvia.

Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con la oscuridad.

-Dispué es peor, doña. Van esos ríos y se botan…

Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.

Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oían retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las múltiples rendijas.

El agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el viento

en la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta. Un relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más lejos, entre los troncos escasos, en los lugares pelados. Debía descender de las lomas y en el camino real se formaba un río torrentoso.

-¿Será una niega? -se preguntó Remigia, dudando por vez primera.

Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que lo que había sido la sequía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado como por fuera. El muchacho se encogía en el catre, rehuyendo las goteras.

A medianoche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue a levantar, pero sintió agua hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía contra los setos del bohío.

¡Ay de la noche horrible, de la noche anegada! Venía el agua en golpes; venía y todo lo cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro cielo.

Remigia sintió miedo.

-¡Virgen Santísima! -clamó-. ¡Virgen Santísima, ayúdame!

Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las ánimas, que allá arriba gritaban:

-¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio peso!

Cuando sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de esperar y levantó al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con el agua que le impedía caminar; empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera. A la cintura llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No sabía adónde iba. El terrible viento le destrenzaba el cabello, los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua crecía, crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse. Seguía sujetando al niño y gritando:

-¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!

Se llevaba el viento su voz y la esparcía sobre la gran llanura líquida.

-¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!

Su falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que algo le sujetaba el cabello, que le

amarraban la cabeza. Pensó:

-En cuanto esto pase siembro batata.

Veía el maíz metido bajo el agua sucia. Hincaba las uñas en el pecho del nieto.

-¡Virgen Santísima!

Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos. Se le quedó el cabello enredado en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las ánimas gritaban, enloquecidas:

-¡Todavía falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!

FIN

CUENTO II:

La mancha indeleble

Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra experiencia.

La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal vez de cuatro.

Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía medirse en términos humanos.

-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.

-¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.

-Claro -¿Cuál va a ser?

A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes, que se cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar que cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor sonido.

Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté.

-¿Y cómo me la quito?

-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la quijada; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.

Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.

-¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.

Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor importancia a lo que decía.

Al fin logré hablar.

-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como así. Deme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar?

La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona.

-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.

-¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? -pregunté.

Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta.

El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un niño perdido en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente.

Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento.

-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.

No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la que todavía no ha cerrado.

En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez pensaron que había robado o había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco.

Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y veía en todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro:

-Ese fue el que huyó después que estaba…

Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia que un poco de la bebida se me derramó en la camisa.

Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos sombríos:

-Después que ya estaba inscrito.

El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo sentiré ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.

Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado jabón, cepillo y un producto químico especial que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por borrarla se destaca más.

FIN

CUENTO III:

La bella alma de Don Damián

Don Damián entró en la inconsciencia rápidamente, a compás con la fiebre que iba subiendo por encima de treinta y nueve grados. Su alma se sentía muy incómoda, casi a punto de calcinarse, razón por la cual comenzó a irse recogiendo en el corazón. El alma tenía infinita cantidad de tentáculos, como un pulpo de innúmeros pies, cada uno metido en una vena y algunos sumamente delgados metidos en vasos. Poco a poco fue retirando esos pies, y a medida que iba haciéndolo don Damián perdía calor y empalidecía. Se le enfriaron primero las manos, luego las piernas y los brazos; la cara comenzó a ponerse atrozmente pálida, cosa que observaron las personas que rodeaban el lujoso lecho. La propia enfermera se asustó y dijo que era tiempo de llamar al médico. El alma oyó esas palabras y pensó: "Hay que apresurarse, o viene ese señor y me obliga a quedarme aquí hasta que me queme la fiebre".

Empezaba a clarear. Por los cristales de las ventanas entraba una luz lívida, que anunciaba el próximo nacimiento del día. Asomándose a la boca de don Damián -que se conservaba semiabierta para dar paso a un poco de aire- el alma notó la claridad y se dijo que si no actuaba pronto no podría hacerlo más tarde debido a que la gente la vería salir y le impediría abandonar el cuerpo de su dueño. El alma de don Damián era ignorante en ciertas cosas; por ejemplo, no sabía que una vez libre resultaba totalmente invisible.

Hubo un prolongado revuelo de faldas alrededor de la soberbia cama donde yacía el enfermo, y se dijeron frases atropelladas que el alma no atinó a oír, ocupada como estaba en escapar de su prisión. La enfermera entró con una jeringa hipodérmica en la mano.

-¡Ay, Dios mío, Dios mío, que no sea tarde! -clamó la voz de la vieja criada.

Pero era tarde. A un mismo tiempo la aguja penetraba en un antebrazo de don Damián y el alma sacaba de la boca del moribundo sus últimos tentáculos. El alma pensó que la inyección había sido un gasto inútil. En un instante se oyeron gritos diversos y pasos apresurados, y mientras alguien -de seguro la criada, porque era imposible que se tratara de la suegra o de la mujer de don Damián- se tiraba aullando sobre el lecho, el alma se lanzaba al espacio, directamente hacia la lujosa lámpara de cristal de Bohemia que pendía del centro del techo. Allí se agarró con suprema fuerza y miró hacia abajo; don Damián era ya un despojo amarillo, de facciones casi transparentes y duras como el cristal; los huesos del rostro parecían haberle crecido y la piel tenía un brillo repelente. Junto a él se movían la suegra, la señora y la enfermera; con la cabeza hundida en el lecho sollozaba la anciana criada. El alma sabía a ciencia cierta lo que estaba sintiendo y pensando cada una, pero no quiso perder tiempo en observarlas. La luz crecía muy de prisa y ella temía ser vista allí donde se hallaba, trepada en la lámpara, agarrándose con indescriptible miedo. De pronto vio a la suegra de don Damián tomar a su hija de un brazo y llevarla al pasillo; allí le habló, con acento muy bajo. Y he aquí las palabras que oyó el alma:

-No vayas a comportarte ahora como una desvergonzada. Tienes que demostrar dolor.

-Cuando llegue gente, mamá -susurró la hija.

-No, desde ahora. Acuérdate que la enfermera puede contar luego…

En el acto la flamante viuda corrió hacia la cama como una loca diciendo:

-¡Damián, Damián mío; ay, mi Damián! ¿Cómo podré yo vivir sin ti, Damián de mi vida?

Otra alma con menos mundo se hubiera asombrado, pero la de don Damián, trepada en su lámpara, admiró la buena ejecución del papel. El propio don Damián procedía así en ciertas ocasiones, sobre todo cuando le tocaba actuar en lo que él llamaba "la defensa de mis intereses". La viuda lloraba ahora "defendiendo sus intereses". Era bastante joven y agraciada, en cambio don Damián pasaba de los sesenta. Ella tenía novio cuando él la conoció, y el alma había sufrido ratos muy desagradables a causa de los celos de su ex dueño. El alma recordaba cierta escena, hacía por cierto pocos meses, en la que la mujer dijo:

-¡No puedes prohibirme que le hable! ¡Tú sabes que me casé contigo por tu dinero!

A lo que don Damián había contestado que con ese dinero él había comprado el derecho a no ser puesto en ridículo. La escena fue muy desagradable, con intervención de la suegra y amenazas de divorcio. En suma, un mal momento, empeorado por la circunstancia de que la discusión fue cortada en seco debido a la llegada de unos muy distinguidos visitantes a quienes marido y mujer atendieron con encantadoras sonrisas y maneras tan finas que sólo ella, el alma de don Damián, apreciaba en todo su real valor.

Estaba el alma allá arriba, en la lámpara, recordando tales cosas, cuando llegó a toda prisa un sacerdote. Nadie sabía por qué se presentaba tan a tiempo, puesto que todavía no acababa de salir el sol del todo y el sacerdote había sido visita durante la noche.

-Vine porque tenía el presentimiento; vine porque temía que don Damián diera su alma sin confesar -trató de explicar.

A lo que la suegra del difunto, llena de desconfianza, preguntó:

-¿Pero no confesó anoche, padre?

Aludía a que durante cerca de una hora el ministro del Señor había estado encerrado a solas con don Damián, y todos creían que el enfermo había confesado. Pero no había sucedido eso. Trepada en su lámpara, el alma sabía que no; y sabía también por qué había llegado el cura. Aquella larga entrevista solitaria había tenido un tema más bien árido; pues el sacerdote proponía a don Damián que testara dejando una importante suma para el nuevo templo que se construía en la ciudad, y don Damián quería dejar más dinero del que se le solicitaba, pero destinado a un hospital. No se entendieron y al llegar a su casa el padre notó que no llevaba consigo su reloj. Era prodigioso lo que le sucedía al alma, una vez libre, eso de poder saber cosas que no habían ocurrido en su presencia, así como adivinar lo que la gente pensaba e iba a hacer. El alma sabía que el cura se había dicho: "Recuerdo haber sacado el reloj en casa de don Damián para ver qué hora era; seguramente lo he dejado allá". De manera que esa visita a hora tan extraordinaria nada tenía que ver con el reino de Dios.

-No, no confesó -explicó el sacerdote mirando fijamente a la suegra de don Damián-. No llegó a confesar anoche, y quedamos en que vendría hoy a primera hora para confesar y tal vez comulgar. He llegado tarde, y es gran lástima -dijo mientras movía el rostro hacia los rincones y las doradas mesillas, sin duda con la esperanza de ver el reloj en una de ellas.

La vieja criada, que tenía más de cuarenta años atendiendo a don Damián, levantó la cabeza y mostró dos ojos enrojecidos por el llanto.

-Después de todo no le hacía falta -aseguró-, que Dios me perdone. No necesitaba confesar porque tenía una bella alma, una alma muy bella tenía don Damián.

¡Diablos, eso sí era interesante! Jamás había pensado el alma de don Damián que fuera bella. Su amo hacía ciertas cosas raras, y como era un hermoso ejemplar de hombre rico y vestía a la perfección y manejaba con notable oportunidad su libreta de banco, el alma no había tenido tiempo de pensar en algunos aspectos que podían relacionarse con su propia belleza o con su posible fealdad. Por ejemplo, recordaba que su amo le ordenaba sentirse bien cuando tras laboriosas entrevistas con el abogado don Damián hallaba la manera de quedarse con la casa de algún deudor -y a menudo ese deudor no tenía dónde ir a vivir después- o cuando a fuerza de piedras preciosas y de ayuda en metálico -para estudios, o para la salud de la madre enferma- una linda joven de los barrios obreros accedía a visitar cierto lujoso departamento que tenía don Damián. ¿Pero era ella bella o era fea?

Desde que logró desasirse de las venas de su amo hasta que fue objeto de esa mención por parte de la criada, había pasado, según cálculo del alma, muy corto tiempo; y probablemente era mucho menos todavía de lo que ella pensaba. Todo sucedió muy de prisa y además de manera muy confusa. Ella sintió que se cocinaba dentro del cuerpo del enfermo y comprendió que la fiebre seguiría subiendo. Antes de retirarse, mucho más allá de la medianoche, el médico lo había anunciado. Había dicho:

-Puede ser que la fiebre suba al amanecer; en ese caso hay que tener cuidado. Si ocurre algo llámenme.

¿Iba ella a permitir que se le horneara? Se hallaba con lo que podría denominarse su centro vital muy cerca de los intestinos de don Damián, y esos intestinos despedían fuego. Perecería como los animales horneados, lo cual no era de su agrado. Pero en realidad, ¿cuánto tiempo había transcurrido desde que dejó el cuerpo de don Damián? Muy poco, puesto que todavía no se sentía libre del calor a pesar del ligero fresco que el día naciente esparcía y lanzaba sobre los cristales de Bohemia de que se hallaba sujeta. Pensaba que no había sido violento el cambio de clima entre las entrañas de su ex dueño y la cristalería de la lámpara, gracias a lo cual no se había resfriado. Pero con o sin cambio violento, ¿qué había de las palabras de la criada? "Bella", había dicho la anciana servidora. La vieja sirvienta era una mujer veraz, que quería a su amo porque lo quería, no por su distinguida estampa ni porque él le hiciera regalos. Al alma no le pareció tan sincero lo que oyó a continuación.

-¡Claro que era una bella alma la suya! -corroboraba el cura.

-Bella era poco, señor -aseguró la suegra.

El alma se volvió a mirar y vio cómo, mientras hablaba, la señora se dirigía a su hija con los ojos. En tales ojos había a la vez una orden y una imprecación. Parecían decir: "Rompe a llorar ahora mismo, idiota, no vaya a ser que el señor cura se dé cuenta de que te ha alegrado la muerte de este miserable". La hija comprendió en el acto el mudo y colérico lenguaje, pues a seguidas prorrumpió en dolorosas lamentaciones:

-¡Jamás, jamás hubo alma más bella que la suya! ¡Ay, Damián mío, Damián mío, luz de mi vida!

El alma no pudo más; estaba sacudida por la curiosidad y por el asco; quería asegurarse sin perder un segundo de que era bella y quería alejarse de un lugar donde cada quien trataba de engañar a los demás. Curiosa y asqueada, pues, se lanzó desde la lámpara en dirección hacia el baño, cuyas paredes estaban cubiertas por grandes espejos. Calculó bien la distancia para caer sobre la alfombra, a fin de no hacer ruido. Además de ignorar que la gente no podía verla, el alma ignoraba que ella no tenía peso. Sintió gran alivio cuando advirtió que pasaba inadvertida, y corrió, desolada, a colocarse frente a los espejos.

¿Pero qué estaba sucediendo, gran Dios? En primer lugar, ella se había acostumbrado durante más de sesenta años a mirar a través de los ojos de don Damián; y esos ojos estaban altos, a un metro y setenta centímetros sobre el suelo; estaba acostumbrada, además, al rostro vivaz de su amo, a su ojos claros, a su pelo brillante de tonos grises, a la arrogancia con que alzaba el pecho y levantaba la cabeza, a las costosas telas con que se vestía. Y lo que veía ahora ante sí no era nada de eso, sino una extraña figura de acaso un pie de altura, blanduzca, parda, sin contornos definidos. En primer lugar, no se parecía a nada conocido, pues lo que debían ser dos pies y dos piernas, según fue siempre cuando se hallaba en el cuerpo de don Damián, era un monstruoso y, sin embargo, pequeño racimo de tentáculos como los del pulpo, pero sin regularidad, unos más cortos que otros, unos más delgados que los demás y todos ellos como hechos de humo sucio, de un indescriptible lodo impalpable, como si fueran transparentes y no lo fueran, sin fuerza, rastreros, que se doblaban con repugnante fealdad. El alma de don Damián se sintió perdida. Sin embargo sacó coraje para mirar más hacia arriba. No tenía cintura. En realidad, no tenía cuerpo ni cuello ni nada, sino que de donde se reunían los tentáculos salía por un lado una especie de oreja caída, algo así como una corteza rugosa y purulenta, y del otro un montón de pelos sin color, ásperos, unos retorcidos, otros derechos. Pero no era eso lo peor, y ni siquiera la extraña luz grisácea y amarillenta que la envolvía, sino que su boca era un agujero informe, a la vez como de ratón y de hoyo irregular en una fruta podrida, algo horrible, nauseabundo, verdaderamente asqueroso, ¡y en el fondo de ese hoyo brillaba un ojo, su único ojo, con reflejos oscuros y expresión de terror y perfidia! ¿Cómo explicarse que todavía siguieran esas mujeres y el cura asegurando allí, en la habitación de al lado, junto al lecho donde yacía don Damián, que la suya había sido una alma bella?

-¿Salir, salir a la calle yo así, con este aspecto, para que me vea la gente? -se preguntaba en lo que creía toda su voz, ignorante aún de que era invisible e inaudible. Estaba perdida en un negro túnel de confusión. ¿Qué haría, qué destino tomaría?

Sonó el timbre. A seguidas la enfermera dijo:

-Es el médico, señora. Voy a abrirle.

A tales palabras la esposa de don Damián comenzó a aullar de nuevo, invocando a su muerto marido y quejándose de la soledad en que la dejaba.

Paralizada ante su propia imagen el alma comprendió que estaba perdida. Se había acostumbrado a su refugio, al alto cuerpo de don Damián; se había acostumbrado incluso al insufrible olor de sus intestinos, al ardor de su estómago, a las molestias de sus resfriados. Entonces oyó el saludo del médico y la voz de la suegra que declamaba:

-¡Ay, doctor, qué desgracia, doctor, qué desgracia!

-Cálmese, señora, cálmese -respondía el médico.

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