Antonio fue el último en llegar. Y lo trajeron tres días después de que lo hicieran conmigo. Alto y delgado, chupado, de cabello abundante, las cejas entrecanas, también muy pobladas, con los ojos grandes y despiertos, negros, intensos, mirando en todas direcciones, siempre concentrado y buscando con ansias en qué conversación inmiscuirse para intervenir y discutir y así continuar arreglando el mundo con su única manera de enfrentarlo y resolverlo, que era, según él lo entendía y después lo manifestó, por las vías de la rebelión y el sacrificio.
Vivíó convencido de expresar los argumentos más racionales y serenos imaginables sobre ese tema. Decía que su sabiduría era eterna por haberla aprendido en la calle, durmiendo en las aceras, y bajo la Luna, y trasnochando con hambre en los bancos de los parques, y en los bares, y en los prostíbulos, alternando con los vagabundos y los condenados por la Sociedad. Y contrario a todo lo que se pudiese creer, en verdad que en parte esa sabiduría la tenía. La tenía dentro de un gran desorden, atropellada y regada por montones aquí y allá, pero la tenía. Era un arrebatado soñador que podía entenderlo todo. Y que a partir de esa nueva base emprender cualquiera de los caminos ya probados y recorridos, en constantes fracasos cuando desde mucho antes habían sido tomados como ciertos.
Hizo su aparición a contraluz en la puerta secundaria de acceso desde el patio del Hospital al salón donde nos reuníamos los demás pacientes. Pero llegó en medio de un ruidoso tropelaje, forcejeando con los que le ayudaban a sostenerse sobre sus pasos inseguros, con la masa del cabello alborotado, vigoroso y largo, y entrecano también, a pesar de aparentar no tener muchos años. Desde la puerta hizo un llamado de atención y habló con voz tremenda y discursante, pero sin dar gritos. Su mirada dura y penetrante, con el ceño fruncido, nos recorría y abarcaba a todos en una revisión y examen de total reconocimiento.
Y así nos inspeccionó, afincándose en los brazos de los enfermeros que lo sostenían y fijándose en unos de nosotros más que en otros, y manteniéndose en algunos inclusive por unos largos segundos en evidente estudio y contención de que en cualquier momento podía disparar sus intenciones de darnos una soberana lección. Su mirada imponía y retenía.
Al soltarse de los que lo mantenían quieto parecía sujetarse de las paredes en que se apoyaba buscando el equilibrio para sostenerse en pie. Y miraba como si en su fijación estuviese clarificando una radiogragrafía que le hacía a cada uno de los presentes y que igualmente a él lo iluminaba por dentro a la vista nuestra. Era un libro abierto y sufrido al que no se le notaban manchas de malicia.
Ya liberado de la sujeción, cogiendo aire, parecía un profeta bíblico al hablar con un mensaje de Eternidad en el gesto y la palabra, vivo y obstinado, dirigido al espacio y a las multitudes más lejanas y necesitadas que sólo él podía ver. Estaba convencido de estar llegando a todos los oídos sin importar lo que cada uno creyese o tuviese que decir porque él era el emisario de la justicia y la libertad. Y lo repitió varias veces: "Yo soy el Salvador", decía, y se golpeaba el pecho con las dos manos abiertas, agarrando por momentos con fuerza la camisa y tirando de ella hasta casi romperla. Y subiendo el tono añadía "prepárense, que ya no tienen escapatoria. Hoy será el día más importante de sus vidas. Hoy serán libres. Están bajo el poder de mi palabra".
Lo trajeron un mediodía, sin maltratarlo, pero bien dominado por dos enfermeros negros muy corpulentos que lo manipulaban a placer a pesar de que ya hacía poca resistencia y de que estaba bien sujeto con los brazos a la espalda. La bata azul claro, de hospital, de tela muy ligera, abierta atrás y sostenida por un lazo, que le dejaba la parte baja de la espalda y las nalgas al aire, con su nombre escrito a mano en una tira adherida en el bolsillo pectoral delantero, le sobraba sobre el cuerpo y alrededor del pantalón del mismo material que portaba en el resto de la vestimenta, de azul claro. Andaba en sandalias y aparentaba una debilidad que no tenía y que al parecer apenas le permitiría mantenerse en pie y estable y libre de movimientos. Pero aún estaba fuerte, y sobre todo se veía bien dispuesto y muy enérgico.
Llegó con varias laceraciones en el pómulo y alrededor del ojo izquierdo, como si le hubieran dado golpes en una pelea callejera, o, adivinado por la expresión de la cara seria y desencajada, tal vez como producto de una caída libre bajo los efectos de un ataque epiléctico o a consecuencias de una pérdida de equilibrio o de un resbalón. Después supimos que era adicto a la heroína y mucho más a la resolución de los problemas de la Humanidad, de la naturaleza que fuesen, igual allí que en cualquier otra parte del mundo. Ésa era su razón de vivir en su constante lucha de existencia.
Después también se supo que esa lucha la mantuvo por años por las calles y portales de la ciudad padeciendo los embates de las autoridades y la incomprensión y el rechazo de los que fueron sus amigos y familiares y de la mayoría de los que le circundaban.
No más quedar por su cuenta dentro del salón, pero siempre vigilado, empezó a hacer calistenia con ejercicios de estiramientos y pequeños saltos en el mismo espacio en que fue liberado. Dijo que se encontraba entumecido. Sin lugar a dudas estaba muy excitado y deseoso de entrar en acción. Y lo haría, sin violencia, pero por encima de lo que fuese necesario.
De pronto, mirando sin extrañeza alguna a los pocos que lo observaban, unos como profesionales y otros como pacientes con sus propias locuras e indiferencias, se detuvo y dijo que no lo estuvieran mirando tanto, que venía escapando de la locura y que estaba anegado de aguijones y de pinchazos internos hechos por espinas que le circulaban con la sangre y no lo dejaban en paz. Y dijo que se los podía demostrar a todos los que estaban allí para que aprendieran lo que era el dolor más intenso imaginable.
Y dicho esto, como demostrando un mensaje, con una gran angustia dibujada en la cara, cerró los ojos mientras se contraía para concentrarse en sí mismo y empezó a gritar palabras sin sentido a la vez que se revolcaba en el piso y daba vueltas girando sobre las caderas, quejándose en alaridos y contrayéndose aún más en escalofriante angustia. Se quejaba de dolores y pinchazos insoportables. Era fácil sentir cómo le hincaban y después le brotaban las espinas para luego salir disparadas al aire, como con sus acciones lo demostraba.
Los enfermeros del transporte que lo habían traído refrenaron y pidieron calma al personal del recinto que intentaban abalanzarse sobre él para dominarlo y socorrerlo. Estos corpulentos enfermeros, alejándolos de Antonio, les decían que no era agresivo en absoluto y que pronto se calmaría por sí solo. Después de estar en ese estado, lamentándose y dando vueltas, con los brazos apretados contra el vientre, sin detenerse ni un instante y sin poder eludirse de aquel enjambre de espinas que lo puyaban sin cesar, tras un gasto considerable de energía, se fue aplacando hasta que se relajó y quedó recogido en un lastimoso ovillo tirado en el suelo.
Arrastrándose por el piso, siempre hecho un pequeño enredo de brazos y piernas, se fue hasta una esquina donde se calmó y se durmió con la respiración sin agitación alguna. Allí lo dejaron. Uno de los enfermeros del transporte que lo trajo le colocó una frazada por encima. Dormía como un niño. Y con facilidad y nitidez se escuchaba su respirar sosegado.
A partir de ahí, esta escena, que podía alargarse por diez o quince minutos, se repitió en diferentes oportunidades. Y siempre que ocurría, al final, al quedar extenuado, se dormía y se quedaba inmóvil en las más disparatadas posiciones, alejado del mundo, en cualquier rincón o en cualquier asiento. La única preocupación en el recinto era abrigarlo y más o menos acomodarlo para protegerlo en su quietud del frío del aire acondicionado y de cualquier postura absurda que hubiese adoptado y que lo pudiese dañar. Podía estar horas y horas sin despertar y sin dar otra señal de vida que no fuese su honda respiración y su quietud.
Lo habían asignado al último cuarto del pasillo que daba a la puerta de entrada, donde hubo de aparecer cuando llegó, junto al salón de la televisión. Desde allí se escucharon muchas veces sus discursos solitarios sobre la situación de los pobres en el Mundo, sobre los políticos mentirosos y bandidos que arrasaban con todo, sobre el derecho de los trabajadores, sobre la Revolución pacífica que muy pronto él habría de hacer surgir y sobre la Justicia social y las reivindicaciones que tan necesarias eran de restaurar en esos tiempos que se vivían. Y decía una y otra vez que lo dejaran solo que él se ocuparía de todo.
Otras veces, en medio del salón, increpando sin insultar a los que establecían el orden y la vigilancia de los pacientes, decía que ninguno tenía derecho de mandar sobre los demás, que todos eran jefes, que todos eran iguales y que nadie tenía que obedecer a otros porque la libertad tenía que ser ilimitada y eterna. Y sobre todo individual. "Yo soy libre, decía, el más libre de los hombres y nadie puede decirme lo que tengo que hacer porque ya tengo demasiadas espinas, por mí y por todos los demás".
Todo esto a viva voz y muchas veces con alto sentido y elocuencia. "Las leyes y los reglamentos, decía, sólo sirven para enredar y para apoyar a los poderosos que tienen patente para burlarse y estar por encima de cualquier orden diferente al que a ellos les convenga. Pero esa situación habrá de terminar. Y yo la haré caer en pedazos". De todo lo que hablaba, después escribía con comentarios en letras grandes, escritos con un lápiz, en un grueso cuaderno escolar que siempre llevaba consigo y que en sus momentos de relativa tranquilidad se ponía a hojear y revisar con gran concentración, como si se tratase de un tratado fundametal de Vida del cual él fuese el autor en base a sus martirizantes experiencias.
En sus adentros, en los resquicios donde habitaban sus sueños lacerados, y sus espinas, era un reformador, perdido entre los abusos recibidos y las drogas, y quién sabe de cuántas vivencias y maltratos de la calle. Pero era un reformador revolucionario, lleno de heridas, que se dolía y se rebelaba en sí mismo contra lo establecido. Eso sí, jamás se reía ni decía groserías. Y cuando se dirigía a alguna persona en particular, poco frecuente, lo hacía con el mayor respeto y entonces sí se comunicaba calmado y en voz baja. Pero siempre con una gran intensidad en la mirada, escrutador, y dominante, y extremadamente alerta y vivo.
Su compañero de cuarto era un hombre mediano y trigueño, identificado como Núñez, de cabello muy abundante y negro, bastante agresivo, y brutal, y gritón, aunque no se entendía mucho de lo que hablaba porque se enfurecía en exceso cuando no obtenía inmediatamente lo que pedía y entonces perdía la poca claridad que mostraba para hablar. Este Núñez, aparentemente se masturbaba en todo momento, desde sus bolsillos, y hacía ruídos guturales muy extraños sin abrir la boca.
Y este mismo Núñez, el más temido por los demás enfermos, podía ocuparse durante horas girando los ojos casi en redondo sentado a solas en cualquier rincón. Era el que más comía y el que recogía lo que sobraba de las bandejas que los otros abandonaban en la larga mesa del comedor común para comérselo también. Sin embargo no estaba ni remotamente gordo. Gastaba su energía recorriendo los pasillos de un lado a otro, sin detenerse, sin mirar a nadie, con un paso rápido y pendular que en cierta forma asustaba porque parecía que podía arremeter y llevarse por delante todo lo que se atravesase en su camino. Cuando se agitaba y trataban de dominarlo mostraba una fuerza extraordinaria en sus luchas con los nombrados dos enfermeros enormes que cuidaban y establecían el orden en el salón.
Estos episodios terminaban siempre con una inyección, que le aplicaban después de que lograban sujetarlo. Acto seguido, en segundos, quedaba por varias horas como un bobo, desmadejado, como muerto. Pero todos se intimidaban en su presencia, aún estando derrotado y tirado en cualquier lugar. Nada era más temido por todos que esa inyección certera que infaliblemente siempre llegaba a tiempo.
Sí, temido por todos, por todos menos por Antonio. Porque Antonio, a pesar de sus espinas, no le temía a nada y era capaz de sermonear sin agresividad a quien se le pusiese por delante también. Y él, aún más que Núñez, porque él era el poseedor de la Justicia y la Sabiduría.
Hasta que sucedió lo inevitable. Poco antes de un almuerzo Antonio se sentó a la mesa en el supuesto asiento de Núñez y éste lo atacó golpeándolo sin freno por la espalda en medio de formidables gritos y reclamos. Y continuó golpeándolo, hasta que el personal lo pudo poner a un lado y a duras penas quitárselo de encima y mantenerlo sujeto. El pobre Antonio se golpeó con la mesa y las sillas cuando cayó y rodó por el piso. Núñez, durante la pelea, emitía sus acostumbrados ruidos guturales y sus gritos sin palabras, pero esta vez más brutalmente, como si fuera una bestia acorralada en el odio y el encierro.
Las viejas heridas sobre el ojo izquierdo de Antonio se abrieron de nuevo. La sangre le corría desde la frente recorriendo la mejilla y la mandíbula para bajar en grueso hilo por el cuello. Ni siquiera se molestó un segundo en limpiársela. No permitió que lo ayudaran a levantarse. Ni que lo limpiaran. En su actitud lucía que no sentía furia ni dolor alguno, y, más que eso, aparentaba no importarle absolutamente nada lo que había ocurrido. Era un mártir, una víctima más que acostumbrada al atropello y al sufrimiento.
Después del tropelaje de la pelea, y del alboroto que se contagió a los demás pacientes, que se inquietaron y movieron temerosos de un lado a otro buscando refugio sin saber qué hacer, pero conocedores de la posibilidad de la temida inyección que se practicaba para lograr la calma, Antonio se fue a su cuarto, con el cuaderno en las manos, sin siquiera intentar parar la sangre, mirando hacia atrás con expresión de extrañeza, sin lamentarse, sin apuro, discurseando como acostumbraba, argumentando en contra de la violencia, sin mostrar rencor ni deseos de venganza y sin manifestar temor alguno. Más que alejarse hacia su habitación parecía ir a esconderse dentro de sí mismo, quizás decepcionado y ya harto y más que extrañado del mundo.
Cuando más tarde fueron a su cuarto para ver cómo se sentía, y para limpiarle la sangre de la piel y del camisón, y curarle las heridas, lo encontraron muerto sobre la cama, cuán largo era, con los zapatos puestos apuntando al techo, con la boca abierta y con el cuaderno de apuntes abierto sobre el pecho. Aún tenía el lápiz entre los dedos. Los ojos ciegos clavados en la nada. Era evidente que una muy aguda y potente espina invisible le había desgarrado las entrañas y atravesado el corazón por todo el centro, dejándolo totalmente paralizado.
En la expresión de gestos detenidos en la muerta cara se adivinaba un gran desencanto y un mayor disgusto. No hubo nunca espacio para aceptar los fracasos y los discursos que no alcanzaron a ser decisivos. Y en la seca boca, cien huracanes de argumentos y discursos de convicciones que quedaron trabados y sin giros a punto de desencadenarse, no lograron evadir la muerte y sucumbieron en el último instante de obligado silencio de su lucha titánica durante aquel enfrentamiento y despedida final. No podía morir de otra manera.
Sí, tenía que ser así, morir ahogado por una insanía acrecentada en la impotencia de estar siempre a solas, y emocionalmente maniatado, con la cara contra la pared de la ignorancia y la incomprensión. No tenía puerto donde atracar. Definitivamente era un mártir surgido de los mundos más altos del espíritu, naufragando entre los más bajos del vivir cotidiano, en todos los sentidos, que por un tiempo de sufrimientos y fantasías no pudo luchar contra su propia inteligencia y el amplio sentir de su inmenso amor por la Humanidad entera.
Me encantó este personaje digno de un drama wagneriano. Y lo lloré, delante de todos, con gran pena y hondo dolor. Me identifiqué muchísimo con él. Y me sentí su amigo y compañero. Y como tales convivimos, aunque poco fue ese tiempo, pero así lo sentí yo. Y lo recordaré por siempre.
Y lo acompañé compungido y solidario en su muerte, sufriéndola hasta el fondo de un común abismo que hubiera querido compartir en similares circunstancias pero en aquel momento intercambiando los papeles. Pudo ser un líder verdadero, limpio, lógico, impecable y en todo momento dispuesto al sacrificio. Pero no hubo suerte y anduvo por los caminos que sólo conducían a los despeñaderos más profundos y espinosos. Fue un hijo de los sueños en los brazos quijotescos de los fantasmas de las quimeras, y de la locura, y de las drogas, y del rechazo. Y sucumbió en la soledad de los abandonados y desconocidos, entre locos, como un loco más.
Y ésta será su única y mínima biografía, sin apellidos, sin fotos y sin fechas. Y sin lugar de nacimiento. Murió en el Jackson Hospital de Miami. Simplemente fue una gran alma más, descontrolada y perdida en este Mundo en que vivió y soñó muy poco al estar ante la poca atención de la ignorancia y la incomprensión y el abuso humano. Y moverse entre ellos tan sólo dando tumbos. Descansa en Paz mi querido Antonio.
Autor:
Luis B. Martínez.