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Un cuento para Elio


    Heidy tenía muchos, pero muchos años, tantos, que un día caminando por el parque se puso a contar las hojas de los árboles que veía a su alrededor, y se dio cuenta de que faltaban hojas en ellos para completar ese montón de años que llevaba encima.

    Ella nunca había sido consciente de la ruma de años que cargaba a cuestas, hasta que conoció a un muchacho que tenía tan poquitos, pero tan poquitos años que cuando Heidy contaba las hojas de esos árboles que veía en el parque, notó que sobraban muchas, pero muchas hojas en ellos cuando los relacionaba con la edad de su amigo; de aquel amigo que conoció, por causalidades de la vida.

    En efecto, cuando Heidy lo encontró en su camino, ella, ni siquiera, pensaba visitar ese sitio donde lo vio por primera vez. Ese lugar apareció en su vida por pura causalidad, ya que ella quería visitar otro sitio y no ése, sólo que el tiempo disponible no alcanzaba para completar su anhelo de conocer el lugar que ella realmente deseaba.

    Heidy notó cuando Elio – así supo, después, que se llamaba – subió al bus donde ella se encontraba sentada sola, como lo estuvo durante casi toda su vida, a pesar de estar siempre rodeada de personas de todas las clases. Ella lo miró, pero no lo vio. No lo vio, no porque su presencia pasara desapercibida para ella, sino porque ella no quería seguir fijándose en nadie que la abstrajera de la vida solitaria que durante tanto tiempo ya, resignada, había decidido aceptar. Ella no quería seguir coleccionado personas en su lista envejecida, de tantos años que había vivido, porque al final siempre pasaba lo mismo: los nombres de esas personas empezaban a ser tachados, o como ella decía:

    – Los cambiaba tanto de escalafón, los bajaba y los subía tanto de mis escalones que un día decidí no incluir a nadie más.

    Elio saludó cortésmente con unos – buenos días – y una reverencia muy sutil que denotaba, sin mucho observarlo, los modales finos de un hogar bien llevado. Heidy le contestó, lo vio, pero decidió no mirarlo.

    El tour comenzó la ruta programada, y cada vez que Heidy se quería sacar una foto como recuerdo de aquel lugar causal que le tocó conocer, Elio se le acercaba y le decía con todo respeto:

    – ¿Quiere que le tome yo la foto, señora?

    Heidy aceptaba, no sin antes apreciar la gentileza de aquel joven quien con toda naturalidad se ofrecía a sacarle las fotos. Así, pasó todo el tour. Elio hablaba, no con ella, sino con otro pasajero del bus, de muchas cosas que a Heidy le resultaron interesantes. Ella se decía mientras escuchaba:

    – ¡Qué extraño que un muchacho tan joven hable de cosas tan interesantes!

    El tour terminó unas horas más tardes. El joven Elio le pidió intercambiar direcciones y teléfonos, se despidió con un beso de cortesía en la mejilla y le dijo:

    – Cuando regrese a su ciudad tendrá noticias mías, espero que nos escribamos.

    Heidy estaba segura de que Elio iba a cumplir su palabra porque se notaba que ese joven era alguien especial.

    Cuando Heidy regresó a su hogar donde vivía con otros ancianos, a su soledad de siempre, a pesar de estar rodeada de tanta gente, encontró una carta de Elio.

    La leyó sin mucha emoción porque ya estaba acostumbrada, por tantos siglos que había vivido, de que un joven de la edad de Elio no perdía el tiempo haciendo amistad con una persona, cuya edad era infinita, y de allí, que las hojas de los árboles seguían sin alcanzar para contar sus años.

    Heidy respondió la carta inmediatamente, porque siempre le molestó que la gente no contestara sus misivas a tiempo.

    Elio, respondió a la carta de Heidy, de inmediato, con la misma amabilidad con la cual le había tomado las fotos durante el tour. Heidy se alegraba de aquella gentileza de aquel joven porque, realmente, agradecía el poco tiempo que, al principio, Elio sacaba de su trabajo para escribirle a ella.

    Así, poco a poco, aquel intercambio de correspondencia se empezó a hacer más frecuente, pero en el fondo, Heidy tuvo miedo de que alguna vez pasara lo mismo que con muchas otras personas que ella había conocido en su larga existencia: la atemorizaba que Elio, por la edad de ella, se fastidiara un día y dejara de escribirle.

    Por medio de las cartas y conversaciones telefónicas, que también se añadieron a su amistad con él, Heidy descubrió que Elio no sólo sabía de la música moderna de su época, sino también de aquella que sólo la generación de Heidy conocía.

    Elio, a pesar de su corta edad, sabía muchas cosas que sólo los contemporáneos de Heidy conocían, y esas personas ya no existían, de tantos siglos que habían transcurrido. Con Elio, Heidy llegó a hablar de un sin fin de temas de los que ella no podía hablar con nadie, no porque fueran secretos, ni porque no hubiera personas cerca de ella con quien hacerlo, sino porque todas los seres que la rodeaban vivían su propio mundo, sin notar que la única cosa que realmente hacía feliz a Heidy era conversar.

    Así pasó casi un año, y Heidy hablaba casi a diario por teléfono con aquel joven. Los otros viejos que vivían en el hogar donde Heidy habitaba le decían:

    – No te acostumbres a hablar con ese joven, no vaya a ser que cuando deje de hacerlo, lo empieces a extrañar.

    Heidy no hacía caso de esas recomendaciones, y más bien sentía que los otros ancianos envidiaban la suerte que ella tenía de conocer a alguien como Elio. Ella disfrutaba muchísimo de la amistad con el joven.

    La amistad con Elio crecía cada día más, de una forma tan natural y tan espontánea que ambos, realmente, mostraban alegría al hacerlo.

    Un buen día, Heidy empezó a notar que se estaba creando en su ser una dependencia hacía aquel joven, y esto la alarmó un poco. Heidy empezó a ansiar la llegada de las horas para compartir sus inquietudes con aquel joven que empezaba a formar parte de su vida.

    Cuando ella no podía hablar con el joven Elio, sentía como un dolor en su pecho porque extrañaba su conversación. Sin embargo, no le dio mucha importancia porque ella interpretaba que ese dolor se debía a su necesidad de compartir sus cosas con alguien que verdaderamente la quería escuchar; porque a pesar de ser tan vieja, ella estaba llena de energías, de alegría y ansiaba tanto contar las cosas que había vivido y seguía viviendo.

    Heidy siguió con su rutina de siempre, pero empezó a notar que se despertaba a media noche llorando, que cuando leía algo emotivo lloraba, que cuando alguien la abrazaba con efusividad lloraba; y se dio cuenta, también, de que en su pecho se empezaba a formar un dolor ya olvidado por ella porque comenzaba a extrañar a aquel joven más de lo normal, o de lo que en sus parámetros de persona adulta, y ya muy mayor, se pudiera aceptar como normal.

    Cuando ella se dio cuenta de ello, pensó que se trataba de uno de esos amores etéreos que le pasaba a cualquiera, en cualquier momento. Queriendo ser franca con aquel joven que le inspiraba tanto respeto, decidió escribirle un mensajito en el cual le explicaba que ella necesitaba de él, pero que ella creía que no era un amor terrenal.

    El joven Elio no sólo mostró comprensión hacía el mensaje enviado, sino que agradeció la deferencia que una mujer como Heidy sintiera hacía un joven como él. Cuando Heidy leyó la respuesta que Elio le enviaba, respiró aliviada porque estaba segura de que, al menos, por esa tontería de ella no se iba a romper la amistad. Las conversaciones siguieron su curso por otro largo tiempo.

    Un día, Heidy caminaba cerca de una piscina y evocó al joven Elio y cuando vio su cuerpo reflejado en la piscina, se dio cuenta de que sus senos se hinchaban con el sólo recuerdo de aquel joven. Cayó en cuenta de que su cuerpo se transformaba al evocar a aquel mozo, notó que sus glándulas empezaban, otra vez, a funcionar como lo habían hecho cuando ella era tan joven, y de eso hacía tantos, pero tantos años, que también lo había olvidado. Ella miraba su piel y sus cabellos y ambos estaban brillantes por el deseo de hacer el amor con aquel muchacho.

    Cuando Heidy descubrió esa locura de ella, se prometió que nadie, absolutamente nadie, sabría de ello, pero que sobre todo se lo escondería al joven Elio porque lo que más temía ella era perder su amistad.

    A pesar de todas las promesas que Heidy se hizo para con ella misma, sentía que ella engañaba a aquel joven, porque mientras él la veía como su amiga, ella lo veía como un hombre; mientras él le enviaba besos de amigo, ella cerraba los ojos y sentía que los recibía como una mujer. Cuando el joven Elio le enviaba abrazos, ella deseaba que esos abrazos fueran ciertos y no se quedaran en el papel

    Así, Heidy empezó a "enfermarse" porque ella no estaba acostumbrada ni a ocultar sus sentimientos, ni a engañar a nadie. Sobretodo, le dolía hasta lo más íntimo de su ser engañar a aquel joven que había sido tan especial con ella.

    Un día, Heidy decidió enfrentar sus temores, le contó todo al joven y le pidió que la perdonara por defraudarlo de la manera como lo había hecho. Cuando Heidy le contaba esto al joven Elio, lloró como hacía años no lo hacía porque estaba segura de que hasta allí iba a llegar la compañía, y sobre todo la amistad tan espontánea de Elio.

    La vergüenza tan grande que Heidy sentía mientras le narraba todo eso a Elio, no era comparada con nada que ella supiera que existiera, ni siquiera con su edad, porque aquello era más infinito que sus propios años: era verdaderamente inmensurable; pero, para sorpresa y tranquilidad de Heidy, Elio se mostró compasivo y comprensivo ante la confesión oída, y Heidy se prometió y le prometió que más nunca hablaría de eso.

    Pasaron varios días, y el dolor que seguía experimentado Heidy, ante lo que no podía ser, se fue apoderando más y más de su corazón. Éste se hacía trizas mientras el tiempo pasaba, y lo peor era que no se podía culpar a nadie de haber herido el alma de aquella mujer, de tantos años, porque ella solita lo había hecho.

    La angustia de Heidy fue creciendo hasta que tuvo que hablar con una amiga psicóloga porque ella no sabía cómo enfrentar sola ese dolor. Heidy pensaba que a esas alturas de su vida cuando ya iba de regreso, cuando ya había hasta escrito su testamento, eso no le podía estar pasando a ella.

    Le contó todo a la psicóloga, y para asombro de Heidy, aquella le dijo que ese problema era más común de lo que ella se imaginaba entre personas de su edad, pero que la gente lo ocultaba por las mismas razones que Heidy quiso ocultar el de ella: por vergüenza. Inclusive, le dijo que lo mejor que había hecho era contárselo al joven Elio porque eso era lo más sano para los dos. Le aconsejó, además, que hablara con él de todo lo que sentía, ya que por lo visto el joven Elio tenía mucha madurez para entender la situación.

    Así lo hizo Heidy, rompiendo su promesa de no hablar más nunca de aquel asunto con él.

    El día menos esperado, al joven Elio lo cambiaron de trabajo y ya no disponía de una oficina para poder conversar con libertad con Heidy. Elio, apenas si le pudo decir rápidamente – demasiado rápido – sintió Heidy, que ya no podían hablar como antes por su nueva posición en una oficina compartida con tantas personas y controlada no sé por qué sistemas.

    Elio, por su nueva vida, y según él, estaba siempre corriendo; y Heidy, una vez en su vida, volvió a perder a un interlocutor tan querido y tan interesante; sólo que en esta oportunidad, ella fue la única responsable de tal pérdida; o al menos, así lo veía ella.

    Heidy pensó que ella había invadido el espacio psicológico y físico de aquel joven, y supuso que hasta su ausencia en el teléfono, podría ser una excusa de él para no seguir perdiendo su tiempo con ella. La entristecía que los ancianos que la habían advertido pudieran tener razón, y le daba aún más tristeza cuando contemplaba aquellos seres marchitos con los cuales compartía su existencia.

    Heidy se llenaba de vergüenza de sólo pensar el poco tacto que tuvo al invadir la privacidad de aquel mozo. Se arrepintió una y mil veces de haber sido débil, de haberle hecho caso a la psicóloga, se arrepintió de no haber tenido la voluntad de hierro que siempre la caracterizó para mantener en secreto todo su embrollo sentimental.

    Temiendo hacerle daño al joven, pensando que esa situación no era justa para él, le escribió un mensajito donde le decía:

    – Adiós, amigo, adiós, fue, es y seguirá siendo lindo ser tu amiga, pero nos volveremos a ver cuando el destino, o tú, así lo quieran.

    Eso lo hizo Heidy para indicarle a su joven amigo que ella lo dejaba libre porque no quería enloquecerlo con su locura, porque no quería que la situación se tornara insostenible para él, y finalmente la abandonara; y al hacerlo, ya no fuera más su amigo.

    La semana siguiente, el joven Elio le escribió una carta donde le decía:

    – Creo que te equivocas radicalmente, amiga; si bien es verdad que he tenido nada o poco tiempo para hablar contigo, eso se debe a una nueva etapa de mi vida, pero confío que eso dure poco y volvamos a retomar nuestras charlas que yo también extraño.

    Se despidió con un beso y como todo un caballero le habló de lo grato que resultaba su compañía y su amistad para él, la invitó a no darle importancia a lo que ella le había contado con relación a sus sentimientos por él, y le volvió a repetir que él comprendía la situación; y por demás, se sentía halagado que una dama como ella sintiera lo que sentía por un joven como él.

    Heidy sintió que el alma le volvía al cuerpo, pero el temor de ser una invasora y de haber irrespetado a aquel joven nunca desaparecieron, de un todo, de su ser.

    Así pasaron muchos días más, Elio seguía ocupado como era natural para un joven que apenas empezaba a vivir. Escasamente, si tenía tiempo para compartir con Heidy unos mensajitos bien cortos donde le recordaba lo importante que ella era para él. Otras veces, Heidy le enviaba unas líneas corticas, bien cortiquitas, muy pequeñitas para no ocupar mucho su tiempo; pero por lo visto, el joven Elio no tuvo tiempo de revisarlas porque nunca las contestó. Finalmente, las conversaciones telefónicas y las misivas que tanto necesitaba Heidy y que la llenaron infinitamente, y que la colmaron de mucha vida no se produjeron más. Heidy se sentó por muchos días frente a su teléfono, esperando oír algún día el timbre que le mostrara que el joven Elio estaba ahí, pero éste no volvió a repicar más, al menos para ella.

    Heidy, por respeto a su amigo, decidió "soltarlo" para permitirle el derecho que él tenía de hacer uso de su propio albedrío; y así, él mismo decidiera si volvía a conversar con ella cuando así lo quisiera o pudiera.

    Decidió regresar a su mundo solitario, por un tiempo, hasta que pasara aquella tormenta porque ella, en verdad, no quería perder a aquel amigo que era tan especial para ella, con quien había compartido tantas cosas hermosas.

    Ella quería que si el joven Elio alguna vez regresaba a ella, se sintiera libre como al principio, y deseaba que si eso pasaba, ya su tempestad interior se hubiera apagado por completo. Se prometió a si misma que si el joven Elio volvía, estaría alerta para no permitir que la tormenta que llevaba en ese momento en su ser, se repitiera.

    Deseaba comenzar desde el principio, sin que hubieran presiones para el joven Elio; porque aunque él no se cansaba de decirle que no era así, en el fondo de su corazón, ella presentía que Elio se había alejado por su culpa, por haberle hecho unas confesiones de amor que nunca debió hacer, ya que ellos eran amigos, y ella tenía la responsabilidad de respetar eso.

    Antes de "soltar" al joven Elio, agarró el papel donde acostumbraba a escribir los nombres de las personas que fueron importantes para ella, y por encima de todos ellos escribió el nombre completo del joven. Lo escribió de primero porque ése había sido el nombre más importante que ella había escrito en esa lista. El joven Elio representó para esa mujer lo mismo que había significado un amor que ella tuvo en sus tiempos de moza.

    Se fue a la orilla del lago y lanzó el papel. Cuando tiró ese papel, las corrientes del lago se lo llevaban al medio, lo más lejos de la orilla, y lo regresaban de nuevo a ésta. Otras veces, el papel se iba lago adentro y volvía a regresar a la orilla, pero nunca se hundió. Los nombres de la lista se iban borrando poco a poco, pero el del joven Elio no desaparecía. Algunas veces se atenuaba, pero otras veces se marcaba más. Todos los que caminaban por la orilla de aquel lago, o paseaban en lancha, y hasta los pescadores que pescaban lago adentro, notaron la presencia de aquel papel que no podía ser hundido por las olas de aquel lago tan impetuoso, y se empezó a tejer una leyenda alrededor de él.

    Cada quien comenzó a hacer conjeturas con respecto a aquel papel. Algunos decían que ésa era la página de un libro que había sido lanzado al lago por una mujer que había sufrido, o disfrutado – ¿quién lo sabía? – mucho por el amor de ese joven que se llamaba Elio, y que la hoja del libro había logrado desprenderse porque, seguramente, el joven también amaba a la mujer; y con ello, le quería decir a ella que si se hubieran conocido en otros tiempos y en otras circunstancias, él la hubiera amado tanto como ella lo amó a él.

    Otros decían que no era así, que lo que pasaba era que el nombre de ese joven llamado Elio no se borraba del papel porque ese nombre estaba labrado en el corazón de la mujer que había lanzado el libro al lago y mientras ese nombre estuviera gravado en ese corazón, el nombre del joven no podía desaparecer.

    Sin embargo, los más jóvenes, a los que todavía no se les había marchitado el alma, decían que el nombre del joven Elio no se borraría jamás, pasara lo que pasara, porque con eso él le quería demostrar a la señora que lo había amado tanto, que por sobre todas las cosas del mundo, su amistad había prevalecido con el tiempo.

    Otros decían haber escuchado que la mujer que tenía tantos años que casi no los podía contar, le había pedido al joven Elio que cuando él tuviera la misma edad que ella tenía cuando ellos se conocieron, y él tuviera un hijo con la edad que él tenía cuando la conoció a ella, le entregara un cuento que había sido escrito por ella, para Elio.

    La mujer en cuestión puso dos condiciones para que eso sucediera: primero, que ese cuento fuera sólo entregado al hijo que el joven Elio estuviera seguro de que comprendería la situación vivida por ella; por lo tanto, Elio debería ser lo suficientemente inteligente para seleccionar a cuál de sus hijos pasárselo. Segundo, no contarle nunca a nadie, ni siquiera a su novia, o esposa, o compañera, o amigos íntimos el drama vivido por la dama que tenía más años que las hojas de los árboles que ella veía mientras lo evocaba. La leyenda dice que si el Joven Elio no cumple lo pedido, la lista se hundirá en el lago para siempre, y su nombre será borrado del corazón de la dama.

    Años después de que esa leyenda corriera de boca en boca, se supo que Heidy había muerto; y que los años transcurridos, no habían borrado de su corazón, su amor hacía aquel joven. Se supo, también, que cuando ella estaba siendo enterrada, se presentó un hombre a ese lugar. Aquel hombre, siendo maduro, era demasiado joven comparado con la edad de los ancianos que acompañaban a Heidy a su última morada.

    Los ancianos supusieron que ese hombre era el joven que Heidy había amado tan entrañablemente, pero por consideración a ella, no le hicieron ninguna pregunta. Después del ritual del entierro, todos se marcharon, incluyéndolo a él.

    Semanas después, cuando algunos de esos ancianos fueron a visitar la tumba de Heidy, encontraron una hermosa lápida que decía:

    – Mis prejuicios de joven, no me permitieron decirte que te amé tanto, como tu a mí. Elio

     

     

    Datos de la autora:

    Nila Mendoza de Hopkins

    es profesora Titular de la Universidad del Zulia; Maracaibo, Venezuela. Hizo su Maestría en la enseñanza de lenguas en la Universidad de Lancaster, Inglaterra. Tiene 35 años de experiencia docente e investigativa en el campo de la enseñanza de Lingüística Aplicada.

    Actualmente, imparte la cátedra "Competencia Comunicativa en la Lengua Escrita" en la Universidad Cecilio Acosta en Maracaibo, Venezuela. Ha publicado artículos relacionados con la enseñanza de idiomas, nacional e internacionalmente; igualmente, tiene dos libros publicados. Fue profesora invitada a impartir clases en el postgrado de Lingüística en la Universidad de Concordia, Canadá.