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Efectividad de la Corte Penal Internacional. Limitaciones normativas


Partes: 1, 2

    1. Resumen
    2. Antecedentes históricos de la Corte Penal Internacional
    3. Limitaciones normativas y efectividad de la Corte Penal Internacional
    4. Resultados prácticos y perspectivas de la CPI
    5. Conclusiones
    6. Bibliografía

    UNA REFLEXIÓN SOBRE LA EFECTIVIDAD PRÁCTICA DE LA CORTE PENAL INTERNACIONAL Y SUS LIMITACIONES NORMATIVAS.

    Resumen:

    La Corte Penal Internacional es el empeño materializado en busca de una justicia universal para todos, sin embargo, esta idea presenta profundas contradicciones y, lamentablemente, este joven organismo internacional ve sesgado en muchos sentidos su desempeño por terribles limitaciones que tienden a tergiversar su verdadera misión en el plano internacional.

    Introducción:

    Los delitos contra la humanidad cometidos durante los conflictos armados son parte integrante de nuestra realidad cotidiana. Los términos para designarlos nos son terriblemente familiares: los escuchamos en las noticias del día, los leemos en las páginas de nuestros diarios: la Televisión y el Internet parecieran, a veces, haber convertido nuestros hogares en verdaderos campos de batalla y, con ello, se corre el riesgo de acostumbrarse a la muerte; y que esta llegue a parecer cosa normal, perfectamente justificable; y allí, en ese remoto intersticio de una conciencia manipulada, aparece el reflejo de la impunidad, reforzada por un empeño conciente que justifica y ampara cualquier forma de criminalidad.

    El empeño, ético y humano, de prevenir los delitos contra la humanidad y de juzgar a sus autores, ha tenido una larga historia durante el siglo XX, que pareciera haber concluido con el establecimiento de una Corte Penal Internacional de carácter permanente. Hasta qué punto este joven organismo internacional puede asumir la tarea de dirimir conflictos armados, nacionales e internacionales, y procesar a los autores de los actos criminales que estos suponen, es una cuestión en extremo discutible, dado la correlación de fuerzas que rodearon su proceso de creación y establecimiento definitivo en el año 2002.

    A continuación proponemos un análisis de algunas de las limitaciones normativas y prácticas que presenta el Estatuto de la misma y que, en forma definitiva, dan al traste con una muy triste efectividad.

    1. Antecedentes históricos de la Corte Penal Internacional.

    El siglo XX fue el siglo de las guerras imperialistas. Los grandes capitales, sedientos de nuevos, más amplios y más seguros mercados, convirtieron esta centuria en la más sangrienta de cuantas conociera la historia humana. Fue en este período que comenzó a desarrollarse, en forma contradictoriamente lenta, un Derecho Penal Internacional.

    Quizá su precedente más inmediato en este período se encuentra en los artículos 227 a 230 del Tratado de Versalles de 1919, relativos a la responsabilidad del emperador Guillermo II de Alemania por las violaciones al derecho Internacional durante la Primera Guerra Mundial. Al final el Káiser no pudo ser juzgado por la negativa del gobierno de los Países Bajos a su extradición. Sin embargo, esta idea de oponer a acciones criminales, que habían demostrado su capacidad para trascender, ya no al territorio de un solo Estado, sino, y en forma abrumadoramente espeluznante, a todo un espacio geográfico multinacional; un sistema de justicia internacional, que intentara ponerse en práctica tras el fin de esta guerra, volvió a ser retomada con fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, con la creación de los Tribunales Penales Internacionales de Nüremberg y Tokio, para hacer efectiva las responsabilidades penales de algunos dirigentes alemanes y japoneses por graves crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y crímenes contra la paz sin localización geográfica determinada.

    De esta forma, uno de los grandes desafíos a los que se enfrentaría años después la Organización de Naciones Unidas, fue, precisamente, la creación de un órgano de justicia penal internacional con carácter permanente. La percepción del peligro, visiblemente real, de que el ser humano podía llegar a niveles de barbarie lo suficientemente altos como para exterminarse, condujo a la idea de que jamás se podría avanzar hacia un futuro mejor si se continuaba cargando con el pesado y oprobioso lastre de la impunidad: los crímenes se habían vuelto demasiado grandes como para apelar a la fórmula del perdón y el olvido.

    Contradictoriamente, tuvieron que transcurrir poco más de cincuenta años, marcados por el conflicto, hasta cierto punto silencioso, que fue la Guerra Fría, con el consecuente peligro de que las potencias rivales convirtieran a planeta en un gran hongo radioactivo; pasando por un década de carnicerías en el Sudeste Asiático; y otra de torturas, desapariciones, asesinatos selectivos, Operación Cóndor, e injerencia de los servicios secretos de los Estados Unidos en América Latina; hasta llegar a la "macheteada" con la que se intentó, frente a la mirada impasible de las Naciones Unidas, "limpiar" Ruanda de tutsis, y a la disolución de la Federación Yugoslava tras diez años de conflictos internos. Estos dos últimos hechos, con los que quedaba inaugurada la "Era pos Soviética", condujeron a la creación de sendos Tribunales Internacionales ad hoc por parte de las Naciones Unidas, mediante las resoluciones 808/ 1993 y 955/1994 del Consejo de Seguridad, adoptadas en virtud del Capítulo VII de la Carta, para juzgar las violaciones graves al Derecho Internacional Humanitario cometidas en los territorios de la ex Yugoslavia y Ruanda respectivamente.

    A ello siguió, y como consecuencia de un amplio movimiento a nivel internacional, la aprobación, en 1998 del Estatuto de Roma para la creación de un Tribunal Penal Internacional, que cristalizó en un tratado multilateral, firmado y ratificado por una gran mayoría de los países miembros de la Comunidad Internacional.

    La entrada en vigor de la Corte Penal Internacional en abril de 2002 constituye, sin lugar a dudas, un triunfo de las fuerzas progresistas a nivel mundial, en el camino de llevar a vías de hecho la aplicación de la Convención sobre el Genocidio de 9 de diciembre de 1948, la Convención de Ginebra de 1949 sobre Derecho Internacional Humanitario y la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad de 29 de noviembre de 1968. En ellos, cada Estado parte se considera responsable por el respeto de las normas de DIH en su territorio, asumiendo el procesamiento de los culpables en caso de violación de las mismas. Sin embargo, dado que estas son cometidas con frecuencia desde posiciones de poder en la jerarquía estatal, la ineficacia de este en su persecución y enjuiciamiento se torna sistemática; ello, unido a la consolidación de los entramados que desembocan en la impunidad a través de amnistías; rehabilitación de políticos y militares criminales, ya en los órganos de poder o en sectores claves de la sociedad; y el ocultamiento, olvido deliberado o tergiversación de la verdad, conllevan a la dura realidad de que los responsables por la persecución y procesamiento de los crímenes contra la humanidad sean los propios criminales.

    En condiciones de este tipo, en que las justicias nacionales se encuentran imposibilitadas de ejercer su papel, y donde las mismas acciones criminales son capaces de trascender, en muchos casos, los límites de un Estado determinado, es objetivamente necesaria la existencia y la acción de una institución de justicia con características de universalidad, permanencia y supletoriedad frente a los sistemas de justicia nacionales.

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