Una guerra anunciada.
Con frecuencia, la historiografía occidental ha buscado explicar el desencadenamiento del conflicto entre la Alemania nacional-socialista y la Unión Soviética como el producto de dos "locuras", la de Hitler y la de Stalin, o del enfrentamiento entre dos "totalitarismos". En este mismo orden de cosas, la derrota final de Alemania se ha explicado a veces por el supuesto papel que cumplió el "General Invierno". El factor humano ha sido descuidado.
El historiador británico Laurence Rees, en un trabajo reciente y en algunos aspectos sesgado (al querer colocar en el mismo plano al agresor y al agredido), ha demostrado que la agresión contra la Unión Soviética estaba de algún modo preparada con mucha antelación, y con justificaciones insospechadas. En el mismo sentido se ha pronunciado el presidente de la Academia de Ciencias Militares de Rusia, Mahmud Gareev. Desde que escribió Mein Kampf, tan temprano como en 1924, Hitler ya había previsto que algún día Alemania marcharía triunfante hacia "Rusia", en nombre del "Destino" y de lo que quedó pendiente "600 años atrás". Sin duda, se sabe ya que los soviéticos fueron considerados desde muy pronto como seres inferiores por el régimen hitleriano. Lo menos conocido es que Berlín se planteó la posibilidad de la agresión contra la Unión Soviética como una "defensa de la civilización y del mundo occidental". Hitler, en un memorando privado que data de 1936 (mencionado por Rees), afirmó: "Alemania tendrá que ser considerada, como siempre, el centro de la lucha del mundo occidental frente a los ataques del comunismo". En 1937, en el mitin de Nuremberg, Hitler acusó a la Unión Soviética de ser "el mayor peligro a que se hayan enfrentado la cultura y la civilización de la Humanidad desde el derrumbamiento (sic) de los estados del mundo antiguo". El líder alemán nunca sintió una animadversión comparable por el Reino Unido, al que, por el contrario, admiraba por el modo en que había conquistado India. La breve novela Le silence de la mer (Vercors) muestra, a su manera, que los alemanes tenían una actitud ambivalente hacia Francia, a la que en ocasiones admiraban. Poco importa que Hitler haya justificado su odio contra los soviéticos por una supuesta "conspiración judeobolchevique". El hecho es que las potencias de Europa Occidental (el Reino Unido y Francia) difícilmente pueden haber ignorado lo que se proponía hacer la Alemania nacional-socialista, de la manera más curiosa, en nombre de "Occidente", de la "cultura" y de la "civilización". Desde este punto de vista, Gareev ha sostenido que la agresión de la Alemania nazi contra la Unión Soviética era inevitable. Bernhard Bechler, funcionario del nacional-socialismo alemán, llegó por su parte a declarar después de la guerra, de modo significativo: "No debe perderse de vista jamás que, de haber ganado nosotros la guerra contra la Unión Soviética, nada de lo ocurrido, ni siquiera los crímenes, habría tenido la mayor importancia". Bechler afirmó igualmente, si se sigue el testimonio que recoge Rees: "la Unión Soviética constituye una amenaza para la civilización". Hay algo que no puede pasarse por alto: en el mundo occidental, y sobre todo a partir del momento en que comenzó la Guerra Fría, las invectivas contra Moscú no fueron muy distintas de las de los alemanes derrotados, y tampoco cambiaron las cosas cuando, ya en los años ’80 del siglo pasado, el ahora ex presidente (ya fallecido) Ronald Reagan se lanzó desde Estados Unidos contra el "Imperio del Mal".
Existe un punto más sobre el que vale la pena detenerse. De una manera general, la historiografía occidental ha puesto de relieve el odio de Hitler y el nacional-socialismo alemán contra los judíos, como si fuera lo más importante del régimen alemán de la época. Ciertamente, desde su ascenso al poder en 1933 y en discursos posteriores, Hitler nunca puso en duda su voluntad de exterminar a los judíos, si bien, más que en un Holocausto, llegó a pensar en una deportación en masa (a Madagascar, por ejemplo). Sin embargo, como lo hace notar Rees, es después del inicio de la Operación Barbarroja y, más aún, después del fracaso en Stalingrado, que se aceleró la llamada "solución final" en los campos de concentración bajo control alemán, "solución" que para Durand se precipitó en 1942. En parte, la deportación en masa de judíos hacia dichos campos parece haber sido una represalia contra la "falta de cooperación" de los aliados del nacional-socialismo en la campaña contra los soviéticos. Es por lo menos lo que se ha logrado comprobar en el caso de Hungría: el exterminio de los judíos húngaros se produjo cuando ya las tropas soviéticas se encontraban rumbo a Alemania.
Por otra parte, Hitler, antes de lanzarse a la ofensiva, parece haber contado con el debilitamiento del Ejército Rojo a raíz de las "grandes purgas" y el terror que ejercieron Stalin y su camarilla a finales de los años ’30. La apertura de los archivos soviéticos ha permitido relativizar las cosas, como lo reconoce J. Arch Getty. Entre 1937 y 1938 fue expulsado del servicio militar más de un 30 % de los oficiales. Sin embargo, la propia historiografía occidental ha revisado las cifras a la baja. El número de oficiales arrestados durante el mismo periodo, según Rees, no fue de 36 %, sino de menos de 10 %. Uno de los hechos más escandalosos fue, en 1937, el arresto, el procesamiento por traición y espionaje y la ejecución de ocho de los oficiales de mayor rango del Ejército Rojo, entre los que se encontraba M.N. Tujachevski. Probablemente hubo un error, en un clima en el que no se descartaba un "golpe de Estado" promovido por miembros del ejército soviético. Al mismo tiempo, como lo reconocen Arch Getty y Naumov, los rumores del "golpe" podrían haber provenido de Europa y, de manera más concreta aún, haber sido parte de una campaña de desinformación de la policía secreta alemana. El hecho es que, de acuerdo con la profunda investigación de Arch Getty y Naumov, que hablan con cierta exageración de un estamento militar "diezmado", en 1937 fue destituido el 7,7 % del cuerpo de oficiales, y en 1938 un 3,7 %, cifra que no se aleja demasiado de la calculada por Rees. Un pequeño porcentaje de los oficiales destituidos (sin ser arrestados) entre 1937 y 1938 fe reintegrado al ejército en 1940. Finalmente, en los días posteriores a la ejecución de Tujachevski, 980 comandantes superiores fueron detenidos, sin que se sepa cuántos fueron fusilados (Arch Getty y Naumov no son precisos al respecto).
Durante mucho tiempo, es un hecho que la historiografía oficial soviética se negó a abordar el problema de los prisioneros que cayeron en manos de los alemanes, sobre todo al comenzar el conflicto. En principio, la orden de Stalin había sido la de no rendirse, y ello provocó que muchos de los prisioneros fueran considerados como traidores y tratados como tales al final de la guerra, al grado de ser deportados a campos de detención. El problema está retratado en un filme como El destino de un hombre, aunque sin atreverse a poner en entredicho la versión oficial de Moscú. Lo curioso es que no se hayan hecho consideraciones de este tipo sobre los numerosos oficiales que, ante la guerra relámpago alemana, huyeron hacia el Este soviético, abandonando en más de una ocasión a sus hombres. Quiérase o no, el comienzo de la invasión alemana encontró desprevenido al Ejército Rojo, que llegó incluso a lanzar a sus hombres al combate con armamento que databa de la Primera Guerra Mundial y, en ocasiones, hasta sin fusiles.
Con justa razón, Rees destaca que la historiografía occidental se ha concentrado con frecuencia en los seis millones de judíos muertos en el Holocausto. Poco se sabe, en cambio, que entre junio de 1941 y febrero de 1945 fueron capturados por los alemanes 5,7 millones de soldados soviéticos, de los cuales murieron, siempre según Rees, 3,3 millones, en su mayoría de enfermedades y de hambre. Los soldados del Ejército Rojo, al principio, no fueron enviados a campos de concentración. Simplemente se los abandonó a su suerte en espacios abiertos rodeados de alambres de espino, o custodiados por soldados alemanes con ametralladoras. Los testimonios recogidos por Rees indican que a los alemanes solía gustarles disparar de forma indiscriminada contra los prisioneros rusos. Los soviéticos no recibían comida, y muchas veces ni siquiera agua. "Lo que sucede es que jamás nos consideraron humanos", es el testimonio de un soldado que cayó prisionero, y que luego relataría sus experiencias a Rees. Otras fuentes, en este caso francesas, dan cuenta de que los prisioneros de guerra soviéticos fueron tratados más o menos como ganado. Fue un trato muy diferente del que los alemanes dispensaron a los militares británicos y estadounidenses capturados durante el conflicto. De acuerdo con testimonios recogidos por el historiador Yves Durand, decenas de miles de prisioneros de guerra soviéticos llegaban a quedar detenidos y vigilados en descampados, sin agua ni pan, y los gritos de desesperación podían oírse a varios kilómetros a la redonda, mientras que en otros campos de detención la resignación llevaba a esperar la muerte sin la menor reacción. Durand sugiere que, para un soldado soviético, era en principio mejor morir en el campo de batalla que caer prisionero. El hecho es que no hay otra explicación para este trato que el peor de los desprecios. Ciertamente, la Unión Soviética no era signataria de la Convención de Ginebra sobre el trato a los prisioneros de guerra, pero Alemania sí lo era.
El problema de los prisioneros de guerra.
De manera sorprendente, Rees atribuye a los partisanos soviéticos el no haber respetado las convenciones de guerra, y el involucramiento de la población civil en sus acciones. Es un problema que fue tocado en algunas novelas y en filmes de la época soviética, aunque sólo de manera tangencial. Ciertamente, el comportamiento de los partisanos no fue siempre justo e imparcial en las aldeas en las cuales podían "caer" para atacar a los alemanes y a los "traidores". Siempre cabía el riesgo de que, por simples venganzas personales, fueran delatados como "traidores" algunos que no forzosamente lo eran. Y es igualmente cierto que, con tal de obtener alimentos y abastecimiento, los partisanos podían amedrentar a la población local. Dicho de otro modo, no todo fue heroísmo, y podía caber cierta dosis de bandolerismo.
El número de partisanos que actuaron entre 1941 y 1945 no ha podido ser evaluado de manera exacta, por lo menos con los documentos históricos disponibles hasta la actualidad. La historiografía oficial soviética de la segunda posguerra habla poco del fenómeno, en la medida en que se interesó mucho más por el heroísmo del Ejército Rojo. El historiador (también británico) Robert Service sugiere que el papel de los partisanos no fue muy relevante al comienzo del conflicto, y que el apoyo de Stalin tardó en llegarles (las municiones y las órdenes precisas llegaron hasta 1943, y por ende cuando la guerra ya estaba decidida). Si se contrasta con lo observado por Yves Durand, la información y el argumento de Service pueden quedar en entredicho. En efecto, desde el 3 de julio de 1941, Stalin hizo un llamado explícito a formar "destacamentos de partisanos a pié y a caballo", "grupos de sabotaje" y "guerrillas" para hacerle la vida imposible al enemigo en la retaguardia. Desde el 18 de julio de 1941, el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, junto con la policía de seguridad, previó la creación de grupos de entre 75 y 100 hombres para la "guerrilla", y de 30 a 50 hombres para "acciones de sabotaje".
Para Service, los ataques de los partisanos soviéticos contra los alemanes fueron más bien esporádicos. Sin embargo, Service calcula que, para mediados de 1942, existían 100 mil partisanos activos. Aquí, el recuento se acerca al de Durand, puesto que, según éste, el 30 de mayo de 1942 se creó en Moscú un Estado Mayor general para la guerra de los partisanos. Las cifras de Rees son distintas. Para este historiador, algo sesgado, resulta difícil calcular el número de partisanos soviéticos que lucharon contra los alemanes. Con todo, en base a estimaciones recientes, Rees indica que ya para 1941 existían dos mil destacamentos en combate (62 mil combatientes), y que para el verano de 1944 la cifra pudo haber aumentado hasta 500 mil hombres (90 por ciento de los partisanos no habría tenido contacto con las tropas oficiales soviéticas durante la guerra). Durand da cuenta de cómo, para 1943, el 50% de los grupos de partisanos organizados estaba integrado por campesinos. Cifras aparte, Service tiene el mérito de sugerir que los partisanos respondieron como pudieron al salvajismo nazi, que buscó tomar represalias contra la población civil en las aldeas. Una de las combatientes soviéticas más conocida fue Zoya Kosmodeyanskaia, torturada y colgada por los nazis, y a la larga convertida en heroína nacional. Service recuerda que, a modo de castigo, los alemanes llegaron a establecer la siguiente regla: por cada soldado alemán muerto, se dio derecho a los ocupantes a fusilar a cien habitantes del lugar, escogidos normalmente al azar. Es, desde luego, una actitud muy distinta de la moral buscada por los partisanos, empeñados en localizar únicamente (a riesgo de equivocarse) a los traidores. Por lo demás, desde un principio fueron los alemanes quienes obligaron a la población de las aldeas a entregar alimentos y abastecimiento, en medio del terror y de la aparición de algunos "colaboradores", a disgusto con el poder soviético desde antes de la contienda. Ya en plena retirada, luego de la derrota de Stalingrado, los alemanes no dudaron en arrasar a veces con cuánta aldea encontraban a su paso (lo que muestra muy bien el filme de Klimov), y con una saña inaudita contra la población civil.
El problema de los partisanos.
La historiografía oficial, las novelas y los filmes soviéticos de la segunda posguerra pusieron una y otra vez el acento sobre el heroísmo de un pueblo y del Ejército Rojo. Es indudable que el heroísmo existió, y que ameritaba ser puesto de relieve. Sin embargo, no todo fue sobrehumano en el conflicto. También ocurrieron otros hechos que sólo hasta ahora, con la desaparición de la Unión Soviética, han podido conocerse con precisión.
Como Konstantin Simonov, Vassili Grossman describió a un pueblo heroico en la batalla crucial de Stalingrado (hoy Volgogrado), en El pueblo es inmortal. Sin embargo, otro historiador británico, Anthony Beevor, ha conseguido con una investigación minuciosa poner al descubierto algunos aspectos desconocidos de lo que ocurrió durante la guerra en la ciudad a las orillas del Volga. En total, de acuerdo con Beevor, las autoridades soviéticas, en medio del caos, ejecutaron alrededor de 13 mil 500 de sus propios soldados en Stalingrado, cifra equivalente a más de una división completa de tropas. A partir de la narración de Beevor, puede colegirse que en estas ejecuciones no faltaron los errores. Entre los soldados, los hubo que, presas del pánico, se autoinflingieron heridas para no tener que combatir. Otros aprovecharon las circunstancias para atreverse a criticar al sistema: fueron ejecutados con frecuencia por "agitación antisoviética". Ahora se sabe que, en gran medida por hambre, no escasearon las deserciones. En Stalingrado pelearon con uniforme alemán cerca de 50 mil soviéticos, conocidos a veces como "hiwis", lo que provocó el desconcierto de la policía de seguridad de Stalin. La rendición era duramente castigada. Si soldados soviéticos eran descubiertos rindiéndose al enemigo, podían ser masacrados en el mismo lugar (y por la espalda) por sus compatriotas.
Por otra parte, nunca hubo forma de entenderse con las tropas de refuerzo enviadas desde Asia Central, ya que no comprendían bien el ruso La 196ª división de fusileros, por ejemplo, integrada en gran medida por kazajos, uzbecos y tártaros, tuvo bajas tan graves que fue retirada del campo de batalla. La dureza de los castigos era tal que, con las octavillas lanzadas desde aviones de guerra alemanes, los soldados soviéticos ni siquiera podían enrollar un tabaco de cigarrillo. Siempre en este orden de cosas, Beevor ha logrado mostrar como la evacuación de muchos civiles de Stalingrado se llevó a cabo en el desorden más absoluto. Es lo curioso del caso: un ejército tan disciplinado como el alemán, sin duda el mejor de Europa, aunque a la larga careciera de moral, fue vencido por un Ejército Rojo que, en muchos aspectos, no correspondía a la imagen que se dio de él después del conflicto, y que tuvo que actuar, no sin una brutalidad por lo demás improvisada, en medio del caos absoluto, por lo menos hasta reagrupar fuerzas y contar por ejemplo con excelentes francotiradores. No hay mucho de extraño en lo que narra Beevor. Después de todo, el desconcierto que primó desde el comienzo de la agresión, y que llevó a muchos a caer prisioneros o a huir, prosiguió en Stalingrado hasta que la astucia y la rudeza vencieran a los alemanes. Ese mismo desconcierto ocurrió cuando Moscú estaba a punto de caer, y la policía de seguridad tuvo que contener el pánico de la población civil, a veces recurriendo a métodos brutales, como el de disparar contra quienes pretendían huir.
Otro aspecto igualmente pasado por alto, dentro de la historiografía oficial soviética, es el estado de embriaguez en el que llegaban a combatir los soldados del Ejército Rojo, aunque también ocurriera entre los alemanes. Pese a que historiadores como Rees han mostrado sorpresa, no puede olvidarse que el vodka casi siempre ha sido una defensa contra el frío extremo en la antigua Unión Soviética. Algunos soldados que combatieron contra los alemanes, entrevistados por Rees, han admitido que el vodka les daba además valor para el combate, que exigía mucha resolución. Por su parte, Beevor también ha argumentado que la embriaguez entre las tropas soviéticas no estuvo ausente en Stalingrado. En algunas ocasiones, como ocurrió en el desastre de Járkov, los encargados de la enfermería soviética simplemente se emborrachaban de impotencia y desolación, al no poder hacer nada ante un gran número de heridos. El manejo que hace Rees de todos estos hechos, aunque sea bienintencionado, no deja de ser dudoso. No había razón alguna para que los soldados soviéticos, tomados por sorpresa y obligados a un conflicto cruel, no respondieran con todo lo que tenían al alcance de la mano. Poco o nada tiene que ver esto con la conducta que mostraron mucho más tarde los soldados estadounidenses en Vietnam, que eran además los agresores: con frecuencia, se drogaban no tanto para tener valor, sino para evadirse de un conflicto del que entendían poco y en el que se tornaban auténticos asesinos. No hay mejor ilustración de esta evasión que la que muestra el filme Apocalipsis now.
El Ejército Rojo, el pánico y la bebida.
¿Hubo traición en Stalingrado?
Ya se ha dicho hasta qué punto, durante mucho tiempo, la historiografía occidental atribuyó la derrota alemana en territorio soviético al "General Invierno" y a los errores de cálculo del alto mando germano, que contó con una victoria rápida en una guerra relámpago de seis semanas. La versión no es del todo falsa. La derrota de Stalingrado ha sido atribuida ya sea a la testarudez de Hitler, que cayó por ello en la ratonera que le colocó Stalin, ya sea a la virtual traición de altos mandos alemanes, como Paulus. Desde esta perspectiva, se puede concluir que el ejército nazi no era compacto, sino que actuaban en él distintos líderes y grupos de interés. Lo desafortunado de este enfoque es que no deja de recordar el que se adoptó en Estados Unidos después de la guerra de Vietnam. Más que al heroísmo de los vietnamitas, el fracaso fue atribuido por los militares a los "errores de los políticos", que habrían pensado más en términos electorales que en las posibilidades de una victoria bélica aplastante.
Cuando el mariscal de campo Paulus y su 6º. Ejército se encontraron cercados en Stalingrado, pensaron hasta el último que Goering cumpliría con la promesa de llevar a cabo un puente aéreo para aprovisionar a las tropas alemanas ya casi derrotadas. Por otra parte, los soldados germanos confiaron en que, mediante el mariscal de campo von Manstein, se rescataría al 6º. Ejército del cerco. Sin embargo, las tropas de Von Manstein corrieron el peligro de verse a su vez atrapadas en el envolvimiento soviético, y tuvieron que retirarse. Poco antes de la rendición alemana, Hitler ascendió a Paulus al cargo de mariscal de campo, en lo que fue interpretado como una incitación al suicidio, con tal de no capitular. Paulus declinó, mientras que, desde antes, los soldados nazis en el frente interpretaban ya las alocuciones de Goering como un "sermón fúnebre". Hitler, partidario de pelear hasta el final por "la salvación de Occidente", parecía más empeñado en crear un mito que en la realidad. En medio del fracaso, no faltaron los oficiales germanos que, sitiados, optaron por quitarse la vida. Muchos no entendieron el motivo por el que se los llamaba a luchar hasta el final, mientras que los altos mandos terminarían por salvar el pellejo. Heinrich Gerlach no se equivocó cuando escribió: "en Stalingrado la Wermacht de Hitler se quitó la máscara que durante tanto tiempo había ocultado sus rasgos. Y lo que se vio entonces fue repugnante". Los altos mandos actuaban de manera cobarde, y hasta como si se tratara de un asunto burocrático, mientras que en el campo de batalla caían "los pequeños", antiguos artesanos, obreros y otros. Fue entonces cuando, curiosamente, el ejército alemán comenzó a humanizarse. Hitler consideraba: "la obligación de los hombres de Stalingrado es estar muertos". Gerlach prefirió concluir: "hemos sido soldados del Führer. Aprendamos a ser hombres".
Conclusiones
Si se reconstruye correctamente la secuencia de los acontecimientos, parece claro que el factor humano tuvo un papel decisivo en la victoria soviética sobre los alemanes durante la Gran Guerra Patria. La historiografía oficial soviética, de manera hasta cierto punto explicable, recogió de dicho factor humano las facetas más heroicas, que no escasearon. Este factor, sin embargo, fue más complejo, y la historiografía occidental no logra hasta ahora desentrañarlo a fondo. Desde la huída de altos mandos a principios del conflicto hasta las violaciones de mujeres alemanas ya en la marcha hacia Berlín, el comportamiento del Ejército Rojo no fue siempre ejemplar, y mucho menos "convencional". Tampoco lo fue el de los partisanos. Obnubilados por la cuestión, los historiadores occidentales han llegado a preguntarse qué pudo levantar la moral del ejército soviético hasta la victoria de Stalingrado. El eventual culto a Stalin, que no se practicaba demasiado durante el conflicto, no parece una explicación decisiva. El miedo infundido por la policía de seguridad, para obligar a los recalcitrantes a combatir, tampoco la es. Contra lo que piensan una y otra historiografías, la soviética y la occidental, el factor humano no está exento de contradicciones. Dos factores pueden haber contribuido al valor de los soldados y los partisanos soviéticos: un profundo apego y amor por la tierra (la "madre patria"), y una larga historia de resistencia y temple contra toda suerte de intromisiones extranjeras. Uno más puede tomarse en cuenta: si, a la larga, muchos soviéticos respondieron como un solo hombre, puede haber sido por una tradición de obediencia (más que de verdadera disciplina) que se remonta hasta los tiempos de la servidumbre, y que el "despotismo asiático" de Stalin supo aprovechar.
Bibliografía
-Arch Getty, J. y Naumov, Oleg V. (2001). La lógica del terror. Stalin y la autodestrucción de los bolcheviques, 1932-1939. Crítica: Barcelona.
-Beevor, Anthony. (2000). Stalingrado. Barcelona: Crítica.
-Durand, Yves (1997).Histoire de la Deuxième Guerre Mondiale. Complexe : París.
-Gareev, Mahmud. (2007). "La agresión de la Alemania nazi contra la URSS fue inevitable" Red Voltaire, 7 de julio.
-Gerlach, Heinrich (1960). El ejército traicionado. Barcelona: Noguer.
-Grossman, Vassili. (1944) El pueblo es inmortal. México: Astro
-Rees, Laurence (2006). Una guerra de exterminio. Hitler contra Stalin. Barcelona: Crítica (introducción de Ian Kershaw).
-Service, Robert. (2000). Historia de Rusia en el siglo XX. Barcelona: Crítica.
Dr. Marcos Cueva Peras
Instituto de Investigaciones Sociales
Universidad Nacional Autónoma de México
México D.F., 27 de diciembre de 2007
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