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La estatización de la economía


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    Si la estatatización de la economía se muestra como un artefacto poco eficiente, de paso lento, elefantiásico, que no casa con el fuerte dinamismo que imprime y demanda la tecnología en la posibilidad de mejora de las condiciones de vida humanas; si, la esfera privada se muestra por si misma como una máquina cruel sin ningún sentimiento, con los beneficios como única religión, la salida racional debe encontrarse en la adecuada articulación entre estas dos esferas.

    El reconocimiento de esta realidad rompe tanto el discurso de la izquierda como el de la derecha, porque esta relación no depende del peso de una o otra esfera, un análisis intencionalmente simplista, y si de complejos análisis económicos, sociales, ecológicos, etc., que sobrepasan el discurso ideológico (así como la capacidad de la mayoría de los actuales políticos) y que deberían enmarcarse en una estrategia, o al menos una visión, de largo plazo  (intergeneracional inclusive) para ver lo que se quiere -y lo que se puede- en un determinado grupo social.

    Esta articulación, debe dar una respuesta social al uso de los impuestos de los ciudadanos. Y que no se confunda esto con una tecnocracia, pues, lo que aquí se propone es justamente lo contrario, la creación de estructuras e instituciones, tanto en la esfera pública como en la privada, que permitan una intervención y un control ciudadano del poder, lo cual debería revertir en el surgimiento de una única esfera de carácter ciudadano. Si hubo una orientación de los partidos de la izquierda para reforzar el sector público y de los de la derecha para el sector privado, esta cuestión, que puede haber sido ideológica al principio, derivada de razonamientos basados en un cierto modo de pensar como las cosas debían funcionar socialmente, en el transcurso fue degenerando para un modus vivendi en que el argumento principal era el interés del poder en relación a las redes de influencias partidarias en uno y otro sector, redes estas que sustentaban -y sustentan- los aparatos de los partidos.

    Prueba de la obsolescencia de este discurso es la progresiva influencia actual de los llamados partidos de izquierda en grandes corporaciones privadas -una vez que estos partidos se fueron capitalizando-, dado el nuevo contexto económico de la globalización. También se corrobora con las ostensivas privatizaciones de empresas públicas, ya mencionadas anteriormente, efectuadas por gobiernos de izquierda.

    En el fondo, ya no se trata de una cuestión ideológica, aunque en la cáscara pueda parecer de esta forma, y sí de una lucha por el poder entre esquemas partidarios con, puede decirse, cierto acumulo histórico que conforma sus discursos teóricos, que no sus realizaciones prácticas.

    En este sentido, algunos avisos merecen ser destacados, especialmente para Latinoamérica. Cuando la población, intoxicada con discursos nacionalistas, clama enervada por la nacionalización de alguna empresa privada, debería preguntarse si el gobierno que la va a nacionalizar no es algo peor todavía, esto es, una corruptela que embolsará fortunas con ese negocio, el cual, después de algunos años, volverá a privatizarlo.

    Mucho más difícil, y también mucho más efectivo, resultaría en clamar por gobiernos competentes. Hacer funcionar la meritocracia realmente en nuestras democracias y colocar "en la línea" a las empresas privadas, haciendo que su producción revierta en el bienestar de la población y de su entorno.

    La clave, pues, no es la naturaleza pública o privada de una empresa, cuestión esta que puede responder a una determinada coyuntura socioeconómica, y si como la empresa está siendo gerenciada y cuales son sus objetivos estratégicos.

    El comunismo se muestra como una solución relativamente viable en una sociedad agrícola y con un paradigma mecánico en su límite histórico. Todos pueden ser igualmente pobres -con un cierto grado de subsistencia asegurado-. Pero el comunismo constituye una sociedad más alienante, si cabe, que la propia sociedad capitalista, pues constituye una solución potencialmente conflictiva con el propio progreso educativo que pretende dar a sus integrantes -por esta razón que distorsiona la educación que imparte hasta llegar al absurdo-.

    China entendió esto, organizar más de un billón de personas inmersas solamente un siglo antes en una sociedad miserable de cuño medieval, para dar atención a la subsistencia de todas, no es tarea fácil y esto debe ser reconocido por las sociedades capitalistas. No obstante, China, contrariamente a la extinta URSS, entendió el mensaje de la sociedad de la información -tal vez influenciada primero por el éxito japonés y después por los tigres asiáticos- y se esta preparando -a su modo, que es lento pero seguro– para entrar en el club de las sociedades capitalistas como una grande potencia. China negocia objetivos sociales pues de eso dependerá su propia estabilidad en el futuro.

    Una futura democratización de China puede ser el punto histórico que corroboré la extinción de los bloques ideológicos de la izquierda y derecha, pero para esto es necesario un avance de las democracias en el control social de los recursos que garantice una mejor distribución de la riqueza.

    Resulta difícil reconocer la disolución del eje político izquierda-derecha porque también hay muchas emociones envueltas y muchas personas viven instaladas en las llamas del odio atizadas por las estructuras del poder. Esto resulta tan absurdo cuanto el odio entre naciones o entre religiones. La demonización de la derecha y de la izquierda es resultado de atrocidades históricas de uno y otro lado que llevan la discusión objetiva al terreno emocional donde los símbolos substituyen el dialogo racional.

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