SÓC. – ¿Y qué pasaría si acercándose a Sófocles y a Eurípides, alguien les dijese que sobre asuntos menores sabe hacer largas palabras, y acortarlas sobre asuntos grandes; luctuosas si le apetece, o, a veces, por el contrario, aterradoras y amenazadoras y cosas por el estilo, y que, además, por enseñar todo esto, se pensara que estaba haciendo poemas trágicos?
FED. – Pienso que ellos se reirían de quien cree que la tragedia es otra cosa que la combinación de estos elementos, que se adecuan entre sí, y que combinan también con el todo.
SÓC. – Pero, de todas formas, opino que no le harían reproches demasiado ásperos, sino que, como un músico que hallase en su camino a un hombre, que se cree entendido en armonía porque se encuentra con que sabe cómo hacer que una cuerda suene aguda o grave, no le diría agriamente: «¡Oh desdichado, estas negro de bilis!», sino que al ser músico le dirá en tono más suave: «Buen hombre, cierto que el que quiere saber de armonía precisa de eso; pero ello no impide que quien se encuentre en tu situación no entienda lo más mínimo de armonía. Porque tienes los conocimientos previos y necesarios de la armonía; pero no, los que tienen que ver con la armonía misma.»
FED. – Muy exacto, en verdad.
SÓC. – Y sin duda que también Sófocles, a quien juntamente les hizo esa representación 140, le diría: «Sabes lo previo a la tragedia; pero no, lo de la tragedia misma»; y Acúmeno: «Tienes conocimientos previos de medicina; pero no, los de la medicina.»
FED. – Totalmente de acuerdo.
SÓC. – ¿Y qué pensamos de Adrasto 141, el melífono, o de Pericles 142, si llegasen a oír las que hemos acabado de exponer sobre tan bella técnica -del hablar breve, del hablar con imágenes y todo lo que expusimos y que dijimos que había que examinarlo a plena luz-, crees que desabridamente, como tú y como yo, increparían con duras expresiones a los que han escrito y enseñado cosas como el arte retórica o, mucho más sabios que nosotros, nos replicarían a los dos diciendo: «Fedro y Sócrates, no hay que irritarse, sino perdonar, si algunos, por no saber dialogar, no son capaces de determinar qué es la retórica, y a causa de esa incapacidad, teniendo los conocimientos previos, pensaron, por ello, que habían descubierto la retórica misma y, enseñando estas cosas a otros, creían haberles enseñado, perfectamente, ese arte, mientras que el decir cada cosa de forma persuasiva, y el organizar el conjunto, como si fuese poco trabajo, es algo que los discípulos debían procurárselo por sí mismos cuando tuvieran que hablar»?
FED. – Puede que sea así, Sócrates, lo propio del arte que, como retórica, estos hombres enseñan y escriben, y a mí me parece que dices verdad. Pero, entonces, el arte de quien realmente es retórico y persuasivo, ¿cómo y dónde podría uno conseguirlo?
SÓC. – Para poder llegar a ser, Fedro, un luchador consumado es verosímil -quizá incluso necesario- que pase como en todas las otras cosas. Si va con tu naturaleza la retórica, serás un retórico famoso si unes a ello ciencia y ejercicio, y cuanto de estas cosas te falte, irá en detrimento de tu perfección. Pero todo lo que de ella es arte, no creo que se alcance por el camino que deja ver el método de Lisias y el de Trasímaco.
FED. – ¿Pero por cuál entonces?
SÓC. – Es posible, mi buen amigo, que justamente haya sido Pericles el más perfecto en la retórica.
FED. – ¿Y por qué?
SÓC. – Cuanto dé grande hay en todas las artes que lo son, requiere garrulería y meteorología 143 acerca de la naturaleza. Parece, en efecto, que la altura del pensamiento y la perfección de aquello que llevan a cabo, les viene precisamente de ahí. Y Pericles, aparte de sus excelentes dotes naturales, también había adquirido esto, pues habiéndose encontrado con Anaxágoras 144, persona, en mi opinión, de esa clase, repleto de meteorología, y que había llegado hasta la naturaleza misma de la mente y de lo que no es mente 145, sobre lo que Anaxágoras había hablado tanto, sacó de aquí lo que en relación con el arte de las palabras necesitaba.
FED. – ¿Qué quieres decir con esto?
SÓC. – Que, en cierto sentido, tiene las mismas características la medicina que la retórica.
FED. – ¿Qué características?
SÓC. – En ambas conviene precisar la naturaleza, en un caso la del cuerpo, en otro la del alma, si es que pretendes, no sólo por la rutina y la experiencia sino por arte, dar al uno la medicación y el alimento que le trae salud y le hace fuerte, al otro palabras y prácticas de conducta, que acabarán transmitiéndole la convicción y la excelencia que quieras.
FED. – Es probable que sea así, Sócrates.
SÓC. – ¿Crees que es posible comprender adecuadamente la naturaleza del alma, si se la desgaja de la naturaleza en su totalidad?
FED. – Si hay que creer a Hipócrates el de los Asclepíadas 146, ni siquiera la del cuerpo sin este método.
SÓC. – Y mucha razón tiene, compañero. No obstante, con independencia de Hipócrates, es preciso examinar en qué se funda lo dicho y si tiene sentido.
FED. – Conforme.
SÓC. – Pues bien, por lo que respecta a la naturaleza, averigua qué es lo que puede haber afirmado Hipócrates y la verdadera razón de su aserto. ¿No es, quizá, así como hay que discurrir sobre la naturaleza de cualquier cosa? Primero de todo hay que ver, pues, si es simple o presenta muchos aspectos aquello sobre lo que queremos ser técnicos nosotros mismos, y hacer que otros puedan serlo; después, si fuera simple, examinar su poder, cuál es la capacidad que, por naturaleza, tiene de actuar sobre algo, o de padecer algo y por quién; y si tiene más formas, habiéndolas enumerado, ver cada una de ellas como se veían las que eran simples, y qué es lo que por naturaleza hace y con qué y qué es lo que puede padecer, con qué y por quién.
FED. – Es probable que deba ser así, Sócrates.
SÓC. – En todo caso, el método, sin todas estas cosas, se parecería al caminar de un ciego. Pero, en verdad, que no debe compararse a un ciego o a un sordo el que va detrás de una técnica. Mas bien es evidente que si alguien ofrece palabra con técnica, pondrá exactamente de manifiesto lo esencial de la naturaleza de aquello hacia lo que se dirigen sus discursos. Y esto supongo que será el alma.
FED. – ¿Qué si no?
SÓC. – En consecuencia todo su empeño se ordenará a levantar en ella la persuasión. ¿No es así?
FED. – Sí.
SÓC. – Es claro, pues, que Trasímaco y cualquier otro que enseñe con seriedad el arte retórico, describirá en primer lugar y con toda exactitud el alma, y hará ver en ello si es por naturaleza una e idéntica o, como pasa con la forma del cuerpo, si es también de muchos aspectos. A esto es a lo que llamamos mostrar la naturaleza.
FED. – Totalmente de acuerdo.
SÓC. – En segundo lugar, y conforme a su natural, a través de qué actúa y sobre qué, y qué es lo que padece y por efecto de quién.
FED. – Por supuesto.
SÓC. – En tercer lugar, y después de haber establecido los géneros de discursos y de almas y sus pasiones, adaptando cada uno a cada una, y enseñando qué alma es la que se deja, necesariamente, persuadir por ciertos discursos y a causa de qué, y por qué a otra le pasa todo lo contrario.
FED. – Parece que eso sería, tal vez, lo mejor de todo. SÓC. – Verdaderamente, amigo, que de otro modo no se habría pronunciado ni escrito, según las reglas del arte, ningún ejercicio de escuela, ni ningún discurso, ni ninguna cosa por el estilo. Pero aquellos de los que ahora escriben sobre el arte de las palabras, y de los que tú has oído, son astutos y disimulan, aunque saben, perfectamente, cosas del alma. Pero, hasta que no hablen y escriban de esa manera, no les admitiremos que escriban con arte.
FED. – ¿Cómo lo haremos?
SÓC. – No es cosa fácil decirlo con expresiones propias. Intentaré explicarte, sin embargo, cómo hay que escribir, si lo que se quiere es que, en la medida de lo posible, tenga arte.
FED. – Explícate, pues.
SÓC. – Puesto que el poder de las palabras se encuentra en que son capaces de guiar las almas, el que pretenda ser retórico es necesario que sepa, del alma, las formas que tiene, pues tantas y tantas hay, y de tales especies, que de ahí viene el que unos sean de una manera y otros de otra. Una vez hechas estas divisiones, se puede ver que hay tantas y tantas especies de discursos, y cada uno de su estilo. Hay quienes por un determinado tipo de discursos y por tal o cual causa, son persuadidos para tales o cuales cosas; pero otros, por las mismas causas, difícilmente se dejan persuadir. Conviene, además, habiendo reflexionado suficientemente sobre todo esto, fijarse en qué pasa en los casos concretos y cómo obran, y poder seguir todo ello con los sentidos despiertos, a no ser que ya no quede nada de los discursos públicos que otro tiempo escuchó. Pero, cuando sea capaz de decir quién es persuadido y por qué clase de discursos, y esté en condiciones de darse cuenta de que tiene delante a alguien así, y explicarse a sí mismo que «éste es el hombre y ésta es la naturaleza sobre la que, en otro tiempo, trataron los discursos y que ahora está en persona ante mí, y a quien hay que dirigir y de tal manera los discursos, para persuadirle de tal y tal cosa». Cuando esté, pues, en posesión de todo esto, y sabiendo de la oportunidad de decir algo en tal momento, o de callárselo, del hablar breve o del provocar lástima, y de las ampulosidades y de tantas cuantas formas de discurso aprendiera, y sabiendo en qué momentos conviene o no conviene aplicarlos, entonces es cuando ha llegado a la belleza y perfección en la posesión del arte, mas no antes. Pero si alguna de estas cosas le faltare en el decir, enseñar o escribir, y afirmase que habla con arte, saldrá ganando quien no le crea. «¿Qué pasa entonces?», dirá tal vez el autor, «¿os parece bien, Fedro y Sócrates, así? ¿O se deben aceptar otras propuestas al hablar del arte de las palabras?»
FED. – Es imposible de otra manera, Sócrates. Y, por cierto, que no me parece cosa de poca monta.
SÓC. – Dices verdad. Por este motivo hay que revolver de arriba a abajo todos los discursos, y examinar si se presenta un camino más corto y más fácil que a la retórica nos lleve, y no tener, así, que recorrer uno largo y escabroso, cuando el que hay ante nosotros es corto y llano. Pero si, en la forma que sea, tienes ayuda que ofrecernos, por haber escuchado a Lisias o a algún otro, procura refrescar la memoria y habla.
FED. – Si es por probar, algo se me ocurriría; pero ahora, la verdad, no tengo nada muy concreto.
SÓC. – ¿Quieres que yo, a mi vez, os cuente lo que he oído de algunos que entienden de estas cosas?
FED. – ¿Y por qué no?
SÓC. – En todo caso, se suele decir que es justo prestar oídos al lobo 140.
FED. – Entonces, hazlo tú así.
SÓC. – Dicen, pues, que no hay que ponerse tan solemne en estos asuntos, ni remontarse tan alto que se tenga que hacer un gran rodeo, porque, como dijimos al comienzo de la discusión, está fuera de duda que no necesita tener conocimiento de la verdad, en asuntos relacionados con lo justo o lo bueno, ni de si los hombres son tales por naturaleza o educación, el que intente ser un buen retórico. En absoluto se preocupa nadie en los tribunales sobre la verdad de todo esto, sino tan sólo de si parece convincente. Y esto es, precisamente, lo verosímil, y hacia ello es hacia lo que conviene que se oriente el que pretenda hablar con arte. Algunas veces, ni siquiera hay por qué mencionar las mismas cosas tal como han ocurrido, si eso ocurrido no tiene visos de verosimilitud; más vale hablar de simples verosimilitudes, tanto en la acusación como en la apología. Siempre que alguien exponga algo, debe, por consiguiente, perseguir lo verosímil, despidiéndose de la verdad con muchos y cordiales aspavientos. Y con mantener esto a lo largo de todo discurso, se consigue el arte en su plenitud.
FED. – Estas cosas, Sócrates, que acabas de exponer, son las mismas que dicen los que se jactan de ser técnicos de discursos. Porque me acuerdo que antes hemos tocado brevemente este tema. Parece, sin embargo, que es de extraordinario interés para los que se dedican a ello.
SÓC. – Pues bien, como te has machacado tan cuidadosamente las obras de Tisias, que nos diga él, entonces, si es que tiene otros criterios sobre lo verosímil que el que a la gente le parece.
FED. – ¿Qué otra cosa va a decir?
SÓC. – Esto es, pues, lo sabio que encontró, al par que técnico, cuando escribió que si alguien, débil pero valeroso, habiendo golpeado a uno fuerte y cobarde, y robado el manto o cualquier otra cosa, fuera llevado ante un tribunal, ninguno de los dos tenía que decir la verdad, sino que el cobarde diría que no había sido golpeado únicamente por el valeroso, y éste, replicar, a su vez, que sí estaba solo, y echar mano de aquello de que «¿cómo yo siendo como soy, iba a poner las manos sobre éste que es como es?» Y el fuerte, por su parte, no dirá nada de su propia cobardía, sino que, al intentar decir una nueva mentira, suministrará, de algún modo, al adversario la posibilidad de una nueva refutación. Y en todos los otros casos, lo que se llama hablar con arte, es algo tal cual. ¿O no, Fedro?
FED. – ¿Cómo de otra manera?
SÓC. – ¡Ay! Un arte maravillosamente recóndito es el que parece haber descubierto Tisias, o quienquiera que haya podido ser, y llámese como le plazca 148. Pero camarada, ¿le diremos algo o no?
FED. – ¿Y qué es lo que le diremos?
SÓC. – Le diremos: «Tisias, mucho antes de que tú aparecieras, nos estábamos preguntando si eso de lo verosímil surge, en la mayoría de la gente, por su semejanza con lo verdadero. Pero las semejanzas, discurríamos hace un momento, nadie mejor para saber encontrarlas que quien ve la verdad. De modo que si tienes que decir alguna otra cosa sobre el arte de las palabras, te oiríamos tal vez; pero si no, seguiremos convencidos de lo que hace poco expusimos, y que es que si no se enumeran las distintas naturalezas de los oyentes, y no se es capaz de distinguir las cosas según sus especies, ni de abrazar a cada una de ellas bajo una única idea, jamás será nadie un técnico de las palabras, en la medida en que sea posible a un hombre. Todo esto, por cierto, no se adquiere sin mucho trabajo, trabajo que el hombre sensato no debe emplear en hablar y tratar con los hombres, sino, más bien, en ser capaz de decir lo que es grato a los dioses 'y de hacer, también, todo lo que les agrade en la medida de sus fuerzas. Porque, Tisias, gente más sabia que nosotros cuentan que el que tiene inteligencia no debe preocuparse en complacer, a no ser incidentalmente, a compañeros de esclavitud, sino a buenos señores y a los que la bondad ya es innata. Así que no te extrañes de que el rodeo sea largo, porque se hace por cosas que merecen la pena, y no por las que tú imaginas. Sin embargo, como muestra nuestro discurso, también estas mínimas cosas, viniendo de aquéllas, se nos harán hermosas. Basta que alguien lo quiera.»
FED. – Muy bien dicho me parece todo esto, Sócrates, si alguno hubiera capaz de llevarlo a cabo.
SÓC. – Pero en verdad que es bello que, quien con lo bello se atreve, soporte también lo que soportar tenga.
FED. – Sí que lo es.
SÓC. – En fin, que ya tenemos bastante sobre el arte y el no arte de los discursos.
FED. – Ciertamente.
SÓC. – Sobre la conveniencia e inconveniencia del escribir, y de qué modo puede llegar a ser bello o carecer, por el contrario, de belleza y propiedad, nos queda aún algo por decir. ¿No te parece?
FED. – Sí.
SÓC. – ¿Sabes, por cierto, qué discursos son los que le agradan más a los dioses, si los que se hacen, o los que se dicen? 149.
FED. – No, no lo sé, ¿y tú?
SÓC. – Tengo que contarte algo que oí de los antiguos, aunque su verdad sólo ellos la saben. Por cierto que, si nosotros mismos pudiéramos descubrirla, ¿nos seguiríamos ocupando todavía de las opiniones humanas? 150.
FED. – Preguntas algo ridículo. Pero cuenta lo que dices haber oído.
SÓC. – Pues bien, oí que había por Náucratis 151, en Egipto, uno de los antiguos dioses del lugar al que, por cierto, está consagrado el pájaro que llaman Ibis 152. El nombre de aquella divinidad era el de Theuth. Fue éste quien, primero, descubrió el número y el cálculo, y, también, la geometría y la astronomía, y, además, el juego de damas y el de dados, y, sobre todo, las letras. Por aquel entonces, era rey de todo Egipto Thamus, que vivía en la gran ciudad de la parte alta del país, que los griegos llaman la Tebas egipcia, así como a Thamus llaman Ammón 153. A él vino Theuth, y le mostraba sus artes, diciéndole que debían ser entregadas al resto de los egipcios. Pero él le preguntó cuál era la utilidad que cada una tenía, y, conforme se las iba minuciosamente exponiendo, lo aprobaba o desaprobaba, según le pareciese bien o mal lo que decía. Muchas, según se cuenta, son las observaciones que, a favor o en contra de cada arte, hizo Thamus a Theuth, y tendríamos que disponer de muchas palabras para tratarlas todas. Pero, cuando llegaron a lo de las letras 154, dijo Theuth: «Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco 155 de la memoria y de la sabiduría.» Pero él le dijo: «¡Oh artificiosísimos Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos 156. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio 157. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas 158, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad.»
FED. – ¡Qué bien se te da, Sócrates, hacer discursos de Egipto, o de cualquier otro país que se te antoje! 159.
SÓC. – El caso es, amigo mío, que, según se dice que se decía en el templo de Zeus en Dodona, las primeras palabras proféticas provenían de una encina. Pues los hombres de entonces, como no eran sabios como vosotros los jóvenes, tal ingenuidad tenían, que se conformaban con oír a una encina o a una roca 160, sólo con que dijesen la verdad. Sin embargo, para ti la cosa es diferente, según quién sea el que hable y de dónde 161. Pues no te fijas únicamente en si lo que dicen es así o de otra manera.
FED. – Tienes razón al reprenderme, y pienso que con lo de las letras pasa lo que el tebano dice.
SÓC. – Así pues, el que piensa que al dejar un arte por escrito, y, de la misma manera, el que lo recibe, deja algo claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad y, en realidad, desconoce la predicción de Ammón, creyendo que las palabras escritas son algo más, para el que las sabe, que un recordatorio de aquellas cosas sobre las que versa la escritura 162.
FED. – Exactamente.
SÓC. – Porque es que es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura 163. En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras 164. Podrías llegar a creer como si lo que dicen fueran pensándolo; pero si alguien pregunta, queriendo aprender de lo que dicen, apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa. Pero, eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin saber distinguir a quiénes conviene hablar y a quiénes no. Y si son maltratadas o vituperadas injustamente, necesitan siempre la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni de ayudarse a sí mismas.
FED. – Muy exacto es todo lo que has dicho.
SÓC. – Entonces, ¿qué? ¿Podemos dirigir los ojos hacia otro tipo de discurso, hermano legítimo de éste, y ver cómo nace y cuánto mejor y más fuertemente se desarrolla?
FED. – ¿A cuál te refieres y cómo dices que nace?
SÓC. – Me refiero a aquel que se escribe con ciencia en el alma del que aprende 165; capaz de defenderse a sí mismo, y sabiendo con quiénes hablar y ante quiénes callarse.
FED. – ¿Te refieres a ese discurso lleno de vida y de alma, que tiene el que sabe y del que el escrito se podría justamente decir que es el reflejo? 166.
SÓC. – Sin duda. Pero dime ahora esto. ¿Un labrador sensato que cuidase de sus semillas y quisiera que fructificasen, las llevaría, en serio, a plantar en verano, a un jardín de Adonis 167, y gozaría al verlas ponerse hermosas en ocho días, o solamente haría una cosa así por juego o por una fiesta, si es que lo hacía? Más bien, aquellas que le interesasen, de acuerdo con lo que manda el arte de la agricultura, las sembrará donde debe, y estará contento cuando, en el octavo mes, llegue a su plenitud todo lo que sembró.
FED. – Así es, Sócrates. Tal como acabas de expresarte; en un caso obraría en serio, en otro de manera muy diferente.
SÓC. – ¿Y el que posee la ciencia de las cosas justas, bellas y buenas, diremos que tiene menos inteligencia que el labrador con respecto a sus propias simientes?
FED. – De ningún modo.
SÓC. – Por consiguiente, no se tomará en serio el escribirlas en agua 168, negra por cierto, sembrándolas por medio del cálamo, con discursos que no pueden prestarse ayuda a sí mismos, a través de las palabras que los constituyen, e incapaces también de enseñar adecuadamente la verdad.
FED. – Al menos, no es probable.
SÓC. – No lo es, en efecto. Más bien, los jardines de las letras 169, según parece, los sembrará y escribirá como por entretenimiento; y al escribirlas, atesora recordatorios, para cuando llegue la edad del olvido, que le servirán a él y a cuantos hayan seguido sus mismas huellas. Y disfrutará viendo madurar tan tiernas plantas, y cuando otros se dan a otras diversiones y se hartan de comer y beber y de todo cuanto con esto se hermana, él, en cambio, pasará, como es de esperar, su tiempo distrayéndose con las cosas a las que me refería.
FED. – Uno extraordinariamente hermoso, al lado de tanto entretenimiento baladí, es el que dices, Sócrates, y que permite entretenerse con las palabras, componiendo historias sobre la justicia y todas las otras cosas a las que te refieres.
SÓC. – Así es, en efecto, querido Fedro. Pero mucho más excelente es ocuparse con seriedad de esas cosas, cuando alguien, haciendo uso de la dialéctica y buscando un alma adecuada, planta y siembra palabras con fundamento, capaces de ayudarse a sí mismas y a quienes las planta, y que no son estériles, sino portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que la posee en el grado más alto posible para el hombre 170.
FED. – Esto que dices es todavía mucho más hermoso.
SÓC. – Ahora, Fedro, podemos establecer un criterio sobre aquellas cosas, una vez que estamos de acuerdo sobre éstas.
FED. – ¿Sobre cuáles?
SÓC. – Aquellas que queríamos ver y que nos han traído hasta este punto, cuando examinábamos el reproche que se hacía a Lisias por escribir discursos, y a los discursos mismos, por estar o no estar escritos con arte. Ahora bien, por lo que se refiere a tener o no tener arte, a mí me parece que ha quedado suficientemente claro.
FED. – Así me pareció, en efecto, pero recuérdame otra vez cómo.
SÓC. – Antes de que alguien vea la verdad de aquello sobre lo que habla o escribe, y llegue a ser capaz de definir cada cosa en sí y, definiéndola, sepa también dividirla en sus especies hasta lo indivisible, y por este procedimiento se haya llegado a conocer a fondo la naturaleza del alma, descubriendo la clase de palabras adecuadas a la naturaleza de cada una, y establezca y adorne el discurso de manera que dé al alma compleja discursos complejos y multisonoros, y simples a la simple, no será posible que se llegue a manejar con arte el género de los discursos, en la medida en que su naturaleza lo permita, ni para enseñarlos ni para persuadir, según nos hace suponer todo lo qué anteriormente hemos dicho.
FED. – Totalmente de acuerdo. Al menos, eso es lo que se nos hizo patente.
SÓC. – Y eso de que sea hermoso o vergonzante decir o escribir discursos y, en caso de hacerlo, cuándo se diría justamente que era vituperable y cuándo no, es cierto que lo dicho un poco antes lo ha dejado claro.
FED. – ¿Qué cosas?
SÓC. – Que si Lisias o cualquier otro escribió alguna vez o escribirá, en privado o como persona pública promulgando leyes, un escrito político, con la pretensión de que en él hay sobrada certeza y claridad, sería vituperable para el que lo escribe, se lo digan o no. Porque el desconocer, a todas horas, lo justo y lo injusto, lo malo y lo bueno no puede por menos de ser, en verdad, algo totalmente reprobable, por mucho que toda la gente se lo alabe.
FED. – Evidentemente no puede por menos de serlo.
SÓC. – Pero el que sabe que en el discurso escrito sobre cualquier tema hay, necesariamente, un mucho de juego, y que nunca discurso alguno, medido o sin medir, merecería demasiado el empeño de haberse escrito, ni de ser pronunciado tal como hacen los rapsodos, sin criterio ni explicación alguna, y únicamente para persuadir, y que, de hecho, los mejores de ellos han llegado a convertirse en recordatorio del que ya lo sabe; y en cambio cree, efectivamente, que en aquellos que sirven de enseñanza, y que se pronuncian para aprender -escritos, realmente, en el alma- y que, además, tratan de cosas justas, bellas y buenas, quien cree, digo, que en estos solos hay realidad, perfección y algo digno de esfuerzo y que a tales discursos se les debe dar nombre como si fueran legítimos hijos -en primer lugar el que lleva dentro de él y que está como originado por él, después, todos los hijos o hermanos de éste que, al mismo tiempo, han enraizado según sus merecimientos en las almas de otros-, dejando que los demás discursos se vayan enhorabuena; un hombre así, Fedro, es tal cual, probablemente, yo y tú desearíamos que tú y yo llegáramos a ser.
FED. – Precisamente lo que estás diciendo es lo que quiero y pido con todas mis fuerzas.
SÓC_ – Bueno, ya nos hemos entretenido como corresponde con los discursos. Ahora ve tú y anuncia a Lisias que nosotros, bajando al arroyo y al santuario de las ninfas, hemos oído palabras que teníamos que decir a Lisias y a cualquier otro que se dedique a componer discursos, y a Homero y a quienquiera que, a su vez, haya compuesto poesía, sin acompañamiento o con él, y, en tercer lugar, a Solón y a todo el que haya llegado a cuajar sus palabras políticas en escritos, bajo el nombre de leyes. Y lo que hemos de anunciar es que si, sabiendo cómo es la verdad, compuso esas cosas, pudiendo acudir en su ayuda cuando tiene que pasar a probar aquello que ha escrito, y es capaz con sus palabras de mostrar lo pobre que quedan las letras, no debe recibir su nombre de aquellas cosas que ha compuesto, sino de aquellas que indican su más alto empeño.
FED. – ¿Qué nombres le pondrías, entonces?
SÓC. – En verdad que llamarle sabio me parece, Fedro, venirle demasiado grande, y se le debe otorgar sólo a los dioses; el de filósofo, o algo por el estilo, se acoplaría mejor con él y le sería más propio.
FED. – Y en nada estaría fuera de lugar.
SÓC. – Entonces, el que, por el contrario, no tiene cosas de mayor mérito que las que compuso o escribió dándoles vueltas, arriba y abajo, en el curso del tiempo, uniendo unas con otras y separándolas si se tercia, ¿no dirás de él que es un poeta, un autor de discursos o redactor de leyes?
FED. – ¿Qué si no?
SÓC. – Anúnciale, pues, todo esto a tu compañero.
FED. – ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer? Porque en modo alguno se debe dejar de lado al tuyo.
SÓC. – ¿Quién es ése?
FED. – El bello Isócrates 171. ¿Qué le anunciarás, Sócrates? ¿Qué diremos que es?
SÓC. – Aún es joven Isócrates, Fedro. Pero estoy dispuesto a decir lo que auguro.
FED. – ¿Y qué es?
SÓC. – Me parece que, por dotes naturales, es mucho mejor para los discursos que Lisias, y la mezcla de su carácter es mucho más noble, de modo que no tendría nada de extraño si, con más edad, y con estos mismos discursos en los que ahora se ocupa, va a hacer que parezcan niños todos aquellos que alguna vez se hayan dedicado a las palabras. Más aún, si esto no le pareciera suficiente, un impulso divino le llevaría a cosas mayores. Porque, por natualeza, hay una cierta filosofía en el pensamiento de este hombre. Así que esto es lo que yo, en nombre de estas divinidades, anunciaré a Isócrates, mi amado, y tú, al tuyo, Lisias, aquellas otras cosas.
FED. – Así será. Pero vámonos yendo, ya que el calor se ha mitigado.
SÓC. – ¿Y no es propio que los que se van a poner en camino hagan una plegaria?
FED. – ¿Por qué no?
SÓC. – Oh querido Pan 172, y todos los otros dioses que aquí habitéis, concededme que llegue a ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad con lo de dentro; que considere rico al sabio; que todo el dinero que tenga sólo sea el que puede llevar y transportar consigo un hombre sensato, y no otro. ¿Necesitamos de alguna otra cosa, Fedro? A mí me basta con lo que he pedido.
FED. – Pide todo esto también para mí, ya que son comunes las cosas de los amigos 173.
SÓC. – Vayámonos.
Enviado por:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®
www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2015.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®
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