Develando el lenguaje de los jóvenes en riesgo
Enviado por Pablo Melicchio y German Alejandro Sarlangue
La ética del psicoanalista está íntimamente correspondida con lo que acontece entre el analista y el paciente, analista que acompaña y hace de soporte al sujeto sufriente que consulta, abordando su ser único, su singularidad, hacia el encuentro de su deseo y al arribo de una verdad que el sufriente, en calidad de paciente, ignora. Por lo tanto se trata del desciframiento de las causas que motivaron el dolor, dolor que es diferente en cada uno.
Esa verdad a la que se arriba, y las demás cuestiones que fueron irrumpiendo para ese hallazgo, deben ser guardadas (a eso llamamos el secreto profesional) hay una verdad íntima que se anuncia en el marco del tratamiento, pero que los otros no deben saber, el psicoanalista debe impedir, desde sí, el anuncio, guardar silencio.
En última instancia, podrá hacerlo pero a condición de velar la identidad del paciente, modificando todo dato que pudiera delatar de quien se trata. Así los profesionales podemos mediante escritos o Ateneos, exponer el Caso, dando cuenta del trabajo realizado, pero solo a condición de sostener el velo.
La posición ética de un investigador, presenta cierta similitud con la del analista, en el sentido de que va accediendo a zonas oscuras, ignorando qué es lo que se oculta allí, como un antropólogo que cavando halla restos de una cultura arcaica. Pero concluida la investigación, corresponde anunciar a la comunidad, los hallazgos obtenidos, para contribuir al avance del conocimiento científico, ese es su deber, anunciar la verdad sin máscaras, pero, preservando las identidades.
En el caso de quien les habla coinciden ambas posiciones, la de psicoanalista e investigador, es por ello que en primera instancia anunciaré a ustedes, contundentes datos acerca de una investigación reciente, realizada en conjunto con el politólogo Germán Sarlangue desde el Servicio Unción de la UCA, investigación que trata del análisis de aproximadamente 800 adolescentes "Detenidos" en institutos de máxima seguridad y como consecuencia de diversas causas jurídicas en las que se vieron implicados.
Anunciaré estadísticas que exhiben conclusiones hasta hoy adulteradas, quitando así las máscaras sostenidas por los vulgares que hablan a la sociedad sin sustento científico. Solo permanecerán ocultos los rostros velados de cientos de niños y adolescentes que al momento de la investigación esperaban la libertad, libertad que posiblemente no habían conquistado ni antes de ser encerrados. Sabrán comprender, los anuncios se tornarán denuncia de una realidad sumamente compleja.
Entre los aproximadamente 800 adolescentes internados, nacidos en el año 1981, solo el 27% de los analizados vivían en un hogar constituido por ambos padres Biológicos, el 32% solo con la madre, el 11% solo con el padre, el 17% en una familia ensamblada, (es decir con un progenitor y un padrastro o madrastra, hermanastros, etc.) y casi un 6% se trataba de niños en situación de calle, sin familia. En una palabra, casi el 73% de los hogares había sufrido la separación o pérdida de uno o ambos progenitores.
Confirmando, científicamente, lo que la práctica clínica institucional venía anunciando, el padecimiento de los niños y adolescentes en situación de riesgo, asociado entre otras cuestiones, básicamente, a fallas y desintegración en la estructura y dinámica familiar, con una marcada ausencia de la figura paterna o con una presencia y un poder cada vez más limitados. Padres que no pueden, por diversas razones, cumplir con las funciones que les conciernen.
La misma investigación refuta terribles Mitos Sociales, entre ellos el que estigmatiza, con desleal injusticia, a las poblaciones humildes, residentes en barrios de emergencia, el 45% de jóvenes ingresantes, casi la mitad, provenían de históricos barrios porteños y solo el 21% de villas. Seguramente alivia localizar "la delincuencia" en las villas, pero lamentablemente, para los que inventaron ese recurso, apunto que: las carencias, el abandono y la transgresión, se localizan en todos los ámbitos barriales.
En lo educativo hay otro dato categórico, el 29% no alcanzó el 7mo grado, comprobándose a su vez que el sistema estatal y privado de salud y educativo no se encuentra eficazmente desconcentrado territorialmente, advirtiéndose una significativa carencia de tales prestaciones, en los barrios con mayor cantidad de jóvenes institucionalizados.
En lo que hace a la edad, es entre 16 y 17 años la que concentra la mayor cantidad de ingresos, siendo de los hechos calificados como delitos, a pesar del sensacionalismo mediático, los hechos contra la propiedad el 80%, ascendiendo el uso de armas cada año. A medida que la clase 81 analizada, iba creciendo, la misma dejaba atrás las causas de ingreso por motivos asistenciales para implicarse a partir, principalmente de los 16 años, en hechos vinculados contra la propiedad.
Entonces podríamos peguntarnos ¿Qué sentido tendría disminuir la edad de inimputabilidad, si la franja con mayores conflictivas es la que va entre los 16 – 18 años? Edad en la que comienza a comprenderse lo vivido y sufrido en los primeros años de vida, pero edad también en la que comienza a intentarse conquistar un lugar en la sociedad, lugar que tal vez ya se lo intuya como inaccesible.
Si tienen entre 4 y 10 años aproximadamente, todavía algunos se movilizarán ante los niños en situación de calle, pero si son adolescentes los que se encuentran a la deriva por la ciudad, seguramente pocos van a sorprenderse, muchos a cuidarse. Entonces los jóvenes apelarán con otras acciones, aunque algunas sean socialmente ilegales, buscando conmover al adulto, porque tal vez lo vienen intentando desde niños, sin que surjan figuras representativas capaces de orientarlos.
Continuando con los datos obtenidos en la investigación, en lo que hace a los reingresos, el 82% de los casos investigados ingresó, en los diez años de análisis, entre uno y dos veces al sistema de seguridad. Ya en una investigación anterior habíamos comprobado y refutado otro Mito Social, entre los años 1995 y 1998 no ascendió la cantidad de ingresos a los institutos de menores, pero sí aumento el tiempo de permanencia en el encierro en los últimos años, concentrándose la mayor cantidad de casos, dentro de los dos meses de encierro y hasta más de un año.
Es decir que, contrariamente con lo que circula socialmente, la cuestión no es que los jóvenes entran y salen rápidamente por la misma puerta que ingresaron, ya que permanecen como mínimo dos meses. Tiempo por demás significativo que dejará en la vida de varios jóvenes más que una causa jurídica: las marcas que la maquinaria del encierro perpetró, aplastando su singularidad, en le hacinamiento y en un ambiente dónde la violencia es, primordialmente, el modo de subsistencia, como también sucede muchas veces en el afuera, pero con el nada relativo agregado del encierro.
Ahora es tiempo de algunas consideraciones. El psicólogo en las instituciones cerradas debe, para encarnar su función, en primera instancia, desasirse del lugar donde será ubicado por el adolescente, en tanto otro agente o eslabón de la maquinaria jurídica que lo interrogará nuevamente, para ello ofertará un lugar diferencial para que el joven pueda hablar de lo que le sucedió y lo que le sucede, sin que se centralice el diálogo en lo concerniente a la causa jurídica, en la que posiblemente se haya implicado.
Lo que intentaremos en el espacio del tratamiento, es que se implique, pero en su historia, donde la causa de ingreso sea tal vez, como en un sinnúmero de casos, la última señal de alarma que halló, el grito pidiendo ayuda para movilizar a un otro.
Recién ahí, cuando el joven, en el espacio terapéutico, sienta que hay algo más que aquello por lo que fue detenido e institucionalizado, que lo cardinal no es solo la causa jurídica, sino lo que la causa vela, el porqué llegó a poner su vida o la de otros en riesgo, ahí recién podrá comenzar a operar una metamorfosis en su posicionamiento subjetivo, terreno en el que se podrá maniobrar para el cambio posible.
La práctica clínica me autoriza a decir que, en la mayoría de los niños y adolescentes en situación de riesgo, la trasgresión se erige como manifestación visible de un sufrimiento invisible, al modo del mensaje en una botella que tal vez viene naufragando desde hace tiempo sin que nadie se interese en leerlo. Mensaje intentando conmover, movilizar y convocar a un adulto que ordene su vida.
Cada historia es una novela única, pero en los niños y adolescentes en riesgo social hay capítulos en común:
- La desintegración familiar.
- La ausencia de la figura del padre, quien es el agente trasmisor de la Ley. Por lo tanto no aparece claramente delimitado lo permitido de lo prohibido.
- La falta de armonía en la pareja, en la que cada uno parece no poder abandonar los núcleos infantiles no resueltos, impidiéndose de este modo el arribo a una paternidad real y responsable.
- La falta de diálogo y la violencia familiar, en sus diversas manifestaciones, como forma de vinculación.
- Fallas en el deseo y reconocimiento de ese hijo y consecuentemente, respuestas deficitarias a las demandas que todo niño emite.
- Ante la falta de normativización, aparece una apresurada autonomía de los niños, y la calle constituyéndose en el lugar donde aparecen las respuestas que, como veíamos, en el hogar fueron deficitarias o nulas.
- En la calle es dónde también se agrupan y se consolida la identificación entre pares con características similares.
- El consumo de diversas sustancias tóxicas se naturaliza y muchas veces es el primer motor para la implicancia en actos transgresivos, en el intento por conseguir el dinero para la droga.
- Se privilegia la actuación impulsiva por sobre la palabra como herramienta y forma de comunicación.
Por último, y como escenario exclusivo, el sistema social y político cada vez más precario y excluyente, que abandona al abandonado, soslayando el complejo universo de los jóvenes perdidos, drogados, encerrados, que siguen buscando, resistiendo, intentando encontrar significantes capaces de transformar sus vidas, para algún día poder desprenderse de las marcas que los detienen, desde la temprana infancia, lejos de toda posibilidad de crecimiento sano e integración social.
Los jóvenes son quienes con sus actos denuncian donde trastabillan las funciones de los adultos, por eso los adultos los usan, los mandan a la guerra, les dan las armas y la droga, ofreciéndoles todo aquello que los confunda, para que no hablen, porque cuando los jóvenes hablan, hablan de los adultos y esa precisamente es la denuncia que nadie quiere oír.
Los que trabajamos con ellos somos testigos y por eso hoy estamos aquí, evidenciando y compartiendo con ustedes la experiencia, para que no se continúe solamente asistiendo y que esto sea el preludio para comenzar a confrontar, verdaderamente, a quien se oculta detrás de cada niño en situación de riesgo, un adulto irresponsable.
Mientras los adultos continuemos distraídos, los niños y adolescentes, con su natural insistencia, seguirán intentando conmovernos y de mil formas, incluso con su propia muerte.
Para finalizar deseo compartir con ustedes unas breves palabras del escritor Ernesto Sábato.
"…Quizá sean los chicos los que nos vayan a salvar. Porque ¿cómo vamos a poder criarlos hablándoles de los grandes valores, de aquellos que justifican la vida, cuando delante de ellos se hunden millares de hombres y mujeres, sin remedios ni techos donde protegerse? (…) La falta de gestos humanos genera una violencia a la que no podremos combatir con armas, únicamente un sentido más fraterno entre los hombres la podrá sanar.
Pablo Diego Melicchio