Durante el medio siglo de vida del Estado de Israel, la inclinación política de sus ciudadanos ha evolucionado en mitades. El compromiso de su población con cada uno de sus dos bloques políticos es muchas veces apasionado, pero raramente lo avivan cuestiones socioeconómicas, ecológicas, o educacionales. Lo que siempre dividió a los israelíes fue el eterno dilema de cómo confrontar la obstinada hostilidad de sus vecinos. Las relaciones exteriores fueron (y son) el criterio prioritario para elegir gobiernos, debido a que en Israel, los desaciertos en esta área se pagan con vidas humanas. El israelí puede perdonar deslices inflacionarios o medidas deficientes en materia de comunicación y transporte, pero frente a vecinos que en varias ocasiones intentaron destruir el Estado hebreo, no se puede cometer errores.
Por ese motivo, en Israel los resultados electorales son usualmente parejos. Después de todo, ninguno de los caminos que se postulan ha demostrado hasta ahora haber dado con la receta adecuada para conseguir paz.
En las últimas elecciones el virtual equilibrio se quebró. El pueblo israelí parece haber asumido una dolorosa moraleja. Por primera vez en la historia del país, un candidato recibió el 62,5 % de los votos. Esta novedad exhibe asimismo dos datos sobre sendos candidatos, que aumentan la sorpresa general. El perdedor, hace sólo veinte meses había sido electo por una celebrada mayoría del 56% que vitoreaba la esperanza en una paz total al alcance la mano. Del perdedor, su consagración como Primer Ministro electo hasta hace pocos meses habría sido considerada una imposibilidad absoluta por casi todos los israelíes. Planteado así el cuadro, es ineludible la conclusión de que un evento dramático se ha producido en este país, un país cuya historia ya venía pletórica de dramatismo. Para entender qué ha ocurrido, debemos plantear sin eufemismos en qué cree cada una de las mitades políticas de Israel.
La que perdió, la que en la jerga israelí se denomina paloma, había aceptado la tesis sostenida por los gobiernos del mundo y por los medios de prensa en general, que arguyen que el quid del conflicto en el Medio Oriente es el problema palestino. Según esta premisa, una vez que el pueblo árabe palestino tenga su propio Estado y pueda vivir con independencia política, podremos gozar de paz. Que el pueblo árabe palestino nunca tuvo un Estado no parece subvertir esa conclusión. Que el pueblo palestino hasta hace cien años era una mera entelequia (no hay documento alguno que nos hable de ese pueblo en los dos milenios precedentes, salvo cuando se refiere a los judíos de Israel) tampoco perturba a nadie.
Los datos históricos fueron olímpica y perseverantemente desdeñados, tales como el hecho de que los territorios reclamados por la Organización para la Liberación de Palestina están en manos israelíes sólo desde 1967, y la OLP comenzó su actividad en 1964 (obviamente no para recuperar esos territorios, sino para destruir Israel). O que de los cien millones de refugiados que hubo en el mundo desde la Segunda Guerra Mundial, los palestinos son el único grupo de refugiados que no ha sido integrado a las tierras de su propio pueblo. (Los refugiados judíos, por el contrario, fueron completamente absorbidos en Israel, cuyo territorio cabe cincuenta veces en el Perú y más de la mitad es desértico). O que los Estados árabes tienen una extensión quinientas veces mayor que la de Israel e inmensas riquezas petroleras, y son sistemáticos violadores de los derechos humanos. Todo esto nunca fue importante para quien se obstina en condenar al judío de los países. El único árbol del bosque es el reclamo político de los palestinos.
La otra postura política de los israelíes, la llamada halcona, creyó siempre que el problema palestino era consecuencia del conflicto y no su causa. Después de todo, hay centenares de pueblos sin Estado independiente y no por ello cada uno de ellos lleva a cabo siniestros atentados contra civiles, bajo el amparo de la simpatía internacional. El verdadero quid puede buscarse en otro lado, en el único factor que si es eliminado del tablero, permite que el conflicto entero se desvanezca: la renuencia del liderazgo árabe en general, y del palestino en particular, a convivir con un pequeño país judío, con una vibrante democracia en su seno.
Siendo así las cosas, no importa cuántas fueran las concesiones hechas a los palestinos, ellas no traerían paz. Fue Israel el que les construyó a los palestinos sus universidades, les dio agua potable y energía eléctrica, los transformó en la población más avanzada del atrasado mundo árabe. Lejos de despertar su gratitud, los logros que Israel produjo en la sociedad palestina sólo espolearon mayores demandas. Lo que no toleran los líderes palestinos no es el sufrimiento del pueblo palestino, sino la existencia de Israel. Eso los incita al terror contra un país al que, en una distorsión histórica sin parangón, siempre vieron y presentaron (y presentan) como un cuerpo extraño, un ente usurpador cuya mera existencia es un supuesto acto de agresión que debe ser revertido.
Para quienes suscribían a esta segunda visión, la paz nunca resultaría de las concesiones de Israel sino de su fortaleza, una de tal magnitud que consiguiera disuadir definitivamente a todo régimen que planeara la destrucción de los judíos en su Estado.
Los últimos cinco meses reafirmaron las razones de la segunda postura, y en las últimas elecciones el pueblo israelí lo ha expresado con resignación.
Durante el último cuatrimestre, el gobierno de Israel le había ofrecido al liderazgo palestino la creación del primer Estado palestino de la historia humana (desde el punto de vista geográfico es el tercero en el territorio de Palestina, después de Israel y Jordania). Le ofrecía compartir la ciudad de Jerusalem, que ha sido capital de los judíos por tres mil años y nunca fue capital de ninguna otra nación ni pueblo. Le ofrecía el Valle del Jordán, que es una franja esencial para la seguridad de Israel. Le ofrecía el Monte del Templo, el lugar más sagrado para los judíos de todo el mundo. Le ofrecía compensación económica generosa, las posibilidades de una vida digna, de desarrollo económico, de convertir esta tierra tan lastimada en un vergel. Le ofrecía ingresar en la familia de los Estados soberanos, con dignidad y en un marco de cooperación mutua.
La respuesta del liderazgo palestino no se limitó a una estrepitosa negativa, sino que se exteriorizó en una ola de violencia sin precedentes, poniendo bombas en ómnibus escolares, disparando al azar contra civiles en barrios de Jerusalén, ametrallando a coches en las carreteras, reviviendo calumnias medievales contra el pueblo judío, violando todos los acuerdos que venían firmando, sembrando odio en sus medios de difusión y sus escuelas (hasta el día de hoy los niños palestinos siguen aprendiendo que deben destruir Israel).
El terrorismo, que había amainado durante el gobierno de Biniamín Netaniahu, explotó en toda su locura, y no por obra de fundamentalistas descontrolados, sino de la propia policía palestina, la que recibió su armamento de Israel, la que según los acuerdos firmados por los palestinos debe dedicarse a combatir el terror, no a incitarlo.
La población israelí fue testigo de esta escalada, primero con dolor de víctima agredida, después con la enorme frustración de quien ha sido vilmente engañado por un enemigo que declamaba querer paz. Y por último, con la desazón de quien, no importa lo que haga, no importa cuanto conceda y se entregue, siempre es censurado por las Naciones Unidas y por la prensa internacional.
A pesar del cansancio de los israelíes, que han vivido toda su vida en guerra, y a pesar del anhelo de paz que inunda cada rincón de este país, la población israelí ha declarado en su voto que, cuando la acorralan, lo que esperan de su gobierno es que la defienda con firmeza y no que la adormezca con un vano discurso de supuesta paz mientras estamos en plena guerra.
Los resultados electorales en Israel no dieron la espalda a la paz, sino que desenmascararon la guerra. Una violenta guerra de desgaste que venía siendo presentada como "proceso de paz". Quinientos judíos fueron aniquilados por los palestinos desde los Acuerdos de Oslo (1993), que obligan a los palestinos a terminar con la violencia. Un lustro después firmaron los Acuerdos de Hebrón, por los que se comprometieron a terminar con la violencia. Un año más tarde rubricaron los Acuerdos de Wye por los comprometieron a terminar con la violencia. Y el año pasado, Camp David, donde Israel les ofreció todo… si se comprometían a terminar con la violencia.
Desde entonces cincuenta israelíes fueron asesinados, centenares fueron heridos, soldados secuestrados, relaciones con los países árabes se rompieron, las condenas en el mundo vuelven a focalizarse contra Israel, y ya no se sabe qué se exige de esta nación, porque parece que lo que se nos exige es el suicidio, y no hay nada que pueda saciar la exigencia.
El Primer Ministro Ariel Sharón, con su imagen de hombre duro (una que en un país como Israel le resta popularidad) y con sus setenta y dos años de edad, es la nueva excusa que ahora usan los líderes palestinos para matar. Ahora es porque Sharón es Premier. Antes, porque no lo era.
La palabra paz empieza a recuperar en Israel su significado puro y prístino, el de la Biblia, el que la tradición contribuyó a Occidente. La paz es la confraternidad entre los seres humanos, es el mutuo respeto, la falta de agresión, la armoniosa convivencia anunciada por los profetas hebreos.
El mundo había desnaturalizado ese concepto para el Medio Oriente, y pasó a llamar paz a todo tratado, aun si venía acompañado de matanzas. En esa dolorosa recuperación del viejo significado, el pacifismo se retira frustrado. El pacifismo no es sinónimo de anhelos de paz. Es una doctrina generalmente impotente para proveer la única mercadería que promete. Mucho más que el deseo de que no haya guerra, lo que impulsa al pacifista es el dogma de agotar todas las concesiones propias. Su gran defecto es que logra treguas sólo al corto plazo, y siempre ve un cuadro unidireccional en donde las culpas están repartidas de antemano. En nuestro caso, Israel era culpable siempre.
Lo peor del pacifista es que no evita la conflagración; la posterga hasta que las condiciones del agredido son peores, y sigue eximiendo al agresor de toda responsabilidad. Antes de la Segunda Guerra, un filósofo de la talla de Bertrand Russell sostenía que para evitar una invasión alemana "Inglaterra debía desarmarse, y recibir a las tropas nazis como a turistas". Si hoy sonreimos al leerlo, es porque no se le prestó atención al pacifismo de marras.
Es que la repetición verborrágica de que la paz es prioritaria, nunca fue garantía de resultados. Puede incluso ser contraproducente cuando el enemigo es una dictadura, porque ésta ve en la aspiración de paz de sus adversarios, una debilidad a ser aprovechada. Las guerras no estallan entre democracias porque las naciones, en condiciones normales, obligan a sus gobiernos a evitar la confrontación. La tiranía, por el contrario, necesita del enemigo externo para justificar la insatisfacción de sus ciudadanos, y se nutre de la guerra para perpetuarse en el poder bajo una supuesta amenaza.
El pacifismo puede prosperar solamente entre democracias, puesto que el movimiento por la paz en una de ellas genera la contrapartida en la otra. En Israel siempre fue una demanda unilateral. El pacifista, en aras de la paz, exige a su gobierno concesiones. Las sociedades árabes no han producido pacifismo jamás.
El consecuente problema es que, frente a dictaduras, es limitada la posibilidad de paz verdadera; la habrá cuando los pueblos árabes tengan la oportunidad de expresarse libremente para disuadir a sus gobiernos de políticas que corroen sus vidas y economías. Mientras tanto, la diplomacia israelí debe concentrarse en garantizar por convenios la contención del enemigo y esquivar las conflagraciones tanto como sea posible. Estos días mostrarán en qué medida es efectivamente posible.
El nuevo gobierno de Israel es de unidad. Sin perder de vista el ideal de paz enraizado en las fuentes judaicas, el país ha superado una etapa de ingenuidad. La prioridad que ha asumido no es procurar la simpatía del mundo, sino proteger a sus ciudadanos de una despiadada agresión.
Gustavo D. Perednik