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Uriana y el Rey (Cuento infantil)


Partes: 1, 2

     

    Cuando Uriana llegó a la ciudad, así la llamaban, pero más que una ciudad, era un pueblo de chozas de madera que ya estaban grises por el tiempo, observó que todo parecía muy desolado. Vio algunos árboles, distantes unos de otros, pero no había ningún otro tipo de vegetación. Miró a todas partes, como tratando de ubicarse en el tiempo y en el espacio. Su llegada a esa ciudad podía semejarse a una especie de extrapolación que experimentó y que no sabía, ni por qué, ni cuándo había sucedido. Tampoco pudo decir qué medio había usado para trasladarse a ésta.

    Se detuvo en el medio de la calle donde estaba, miró a todos lados tratando de descubrir si había gente en ella. No vio a nadie y comenzó a caminar por las calles en forma de zigzag que componían la ciudad.

    Caminó y caminó hasta que sus piernas, vencidas por el cansancio y adoloridas por la inflamación que éstas presentaban, la obligaron a sentarse bajo un árbol. Se acurrucó, recostó su cabeza en el tronco de aquél y miró una vez más tratando de descubrir la presencia de algún ser que la ayudara a quitarse de su mente aquella incertidumbre que la embargaba, y que no sabía qué era. Se durmió, tampoco supo nunca cuánto tiempo, pero sí sabía que debió haberse sido mucho, porque cuando despertó, el agotamiento físico que tenía antes, había desaparecido.

    Cuando abrió sus ojos, vio a su alrededor unas personas, por su tamaño parecían niños, pero no lo eran: los rasgos de sus caras mostraban que muchos años de existencia habían pasado por sus vidas. Su piel no tenía un color definido. Destacaba en ellos una gran dignidad; y a la vez, una especie de curiosidad desmedida cuando la miraban. Sus vestiduras eran, también, extrañas, y al igual que sus edades eran difíciles de describir.

    Ella se asustó, pero la sonrisa que le devolvió uno de ellos, la calmó. Se levantó, poco a poco, tratando de entender qué hacía allí, el porqué de aquellas personas y cómo había llegado a ese lugar. Sin embargo, seguía sin respuestas.

    Esas personas la tomaron de la mano y la llevaron a una casa muy diferente a las chozas que había visto a su llegada. La casa tenía, a su alrededor, una cerca enorme que no dejaba verla con precisión. Una reja, también extraña para el tipo de rejas que ella estaba acostumbrada a ver, se abrió. La reja era de hierro macizo con una serie de arabescos esculpidos en ella, su color era dorado como el oro; no como el oro brillante visto por ella en su ciudad natal, sino como un oro envejecido por la historia que aquélla guardaba en lo más profundo de su existencia.

    Cuando entró, se dio cuenta de que la casa estaba en el medio de un gran bosque. Caminó hacía éste, siempre llevada de la mano por aquellas personas que había visto cuando despertó. A medida que se adentraba en el bosque, podía observar la vegetación exuberante de ese lugar, la cual contrastaba con la desolación vista cuando se dio cuenta de que estaba en otra ciudad que no era la de ella. También observó la fachada de la casa, y se dio cuenta de que no era una casa común como las que ella recordaba de su ciudad natal. Era una casa enorme, que sin ser un palacio en su estructura, lo era en su percepción de aquélla.

    Cuando llegó a la puerta de la enorme casa, se detuvo. Sus ojos expresaban un gran miedo, pero las personas que la guiaban, le dirigieron una mirada, y sin emitir ni una palabra, le hicieron ver que no tenía nada que temer. Finalmente, entró a la casa. Ésta era deslumbrante, su mobiliario era fantástico: las sillas blancas y los sofás dorados parecían de cuentos de hadas. La lámpara que colgaba del techo del gran recibo era de cristal. Las cortinas combinaban con el mobiliario, había flores hermosísimas por todas partes, y dentro de la casa estaban otras personas con las mismas características de aquéllas que la habían traído.

    Todos le hicieron una gran reverencia, la cual ella devolvió. La miraban con la misma curiosidad con la cual la miraron las personas que la trajeron, y luego se miraban los unos a los otros, no emitían palabras, pero su comportamiento denotaba que se transmitían un mensaje. Con un ademán, la invitaron a sentarse. Así lo hizo, sin saber qué más hacer, ni qué podía decir.

    Pasaron unos minutos, y por las escaleras que conducían a un piso superior, bajó un hombre muy alto y su piel se veía bronceada por el sol. Su aspecto físico no era igual a la de las personas que ya ella había visto hasta ese momento, en esa ciudad. Se parecía, más bien, a las personas de la ciudad a la cual ella pertenecía. El hombre hizo una reverencia, le preguntó su nombre, a lo cual ella respondió:

    – ¡Uriana! Me llamo Uriana.

    Ella esperaba que él dijera su nombre, pero no lo hizo.

    Uriana, luego agregó:

    – ¡No sé cómo vine a parar aquí!

    El hombre no dijo nada al respecto, pero la miró con la misma curiosidad con la cual la miraban los otros seres, cuyas edades eran difíciles de describir.

    Uriana estaba sin muchas energías para seguirse haciendo preguntas con relación a su situación. Decidió guardar silencio, también, como esperando ver qué más acontecía.

    Las personas que le dieron la bienvenida, la condujeron a una habitación tan hermosa como el recibidor antes visto por ella. Cuando entró a aquélla, quedó tan deslumbrada como cuando entró a la casa. La belleza de la habitación, también, era de fábula, y ella no sabía todavía por qué, ni qué hacía allí.

    Cuando abrió un guardarropa que había dentro de la habitación, observó, en él, los vestidos más lindos que ella jamás había visto en su vida: eran unas túnicas blancas de hilo, con ribetes tan dorados, como el color de los sofás que había visto al entrar.

    Al cabo de una hora, le avisaron por señas, ya que aquellas personas seguían sin emitir palabra, que era la hora de bajar a comer. Bajó al gran comedor, y al igual que en las otras partes de la casa que ya había visto, la belleza era maravillosa: en la gran mesa de madera de caoba, se extendía un mantel tejido en hilos dorados y plateados. Los alimentos, sobre ella, bien dispuestos, con una elegancia envidiable. La vajilla era preciosa, y todo indicaba un gusto refinado y de altura. De las paredes del comedor colgaban unas pinturas muy hermosas que mostraban la cultura de quien las había seleccionado.

    Uriana vestía una de las túnicas que encontró en el guardarropa de su habitación. Tenía los cabellos lustrosos y bien peinados. Su cabello era negro, largo, muy hermoso; ella se veía tan radiante como la casa que habitaba, en ese momento.

    El hombre que le había preguntado su nombre, estaba de pie ante el gran comedor; hizo, nuevamente, una reverencia y esperó a que ella tomara asiento. Uriana notó la elegancia de la ropa que él llevaba, pero no dijo nada. Cenaron en total silencio. Las personas que la habían recibido a su llegada, servían la mesa y la seguían observando con la curiosidad desmedida, como la miraron cuando llegó. Terminaron de cenar, y ella se retiró a su habitación. Se quedó dormida rápidamente, ya que la incertidumbre de todo cuanto acontecía con ella, la había dejado, mentalmente, agotada.

    Al día siguiente, se despertó muy temprano. Cuando bajó, se dirigió directamente al bosque que rodeaba la gran casa, y se sentó. Aún no sabía lo qué pasaba, pero estaba demasiado intranquila por la situación. Ella seguía sin saber dónde estaba, qué debía hacer o decir, no sabía cómo regresar a su ciudad natal, y se dio cuenta de que estaba tan confundida con todo, que ya hasta estaba mezclando su vida anterior con ésta nueva.

    Cuando reflexionaba sobre todo esto, se acercó el hombre alto de piel bronceada, del cual tampoco sabía su nombre. Éste se sentó a su lado y por fin le dijo que ella estaba en una tribu donde vivían solamente esclavos. Le explicó que esos seres que ella había visto cuando llegó eran sus esclavos, y le dijo, además, que él era el rey de esa tribu. Cuando ella le preguntó, qué hacía ella allí, le respondió que él necesitaba una esposa, y que si ella accedía a casarse con él, los esclavos serían liberados.

    Uriana estaba más alarmada que cuando llegó y mirándolo con asombro le dijo:

    • ¿Cómo voy a casarme contigo, si ni siquiera sé quién eres?

    A esto, el hombre respondió:

    – No necesitas saber quien soy, sólo debes aceptarme como esposo para que los esclavos queden libres.

    Uriana se negó a hacer eso, porque:

    – ¿Cómo me voy a casar con un hombre que es un extraño para mí?, – dijo.

    – Eres libre de irte cuando lo desees, porque no te puedo obligar a aceptar algo que no quieres. – Añadió él –

    Uriana lo miró, y lo único que exclamó fue:

    ¡No sé cómo llegué aquí! A lo cual él respondió:

    – No puedo agregar nada más, excepto que si me aceptas como esposo, los esclavos quedarán libres para siempre.

    Uriana se levantó y se fue. Él hombre siguió sentado por un largo rato, hasta que entró, nuevamente, a la gran casa.

    Uriana, desesperada por la situación, preguntó a las personas que la habían encontrado cómo hacía ella para regresar a su casa. Ellos no respondieron. La miraron con tristeza y se fueron. Antes de marcharse, les preguntó sus nombres, pero tampoco respondieron.

    Uriana volvía, una y otra vez al sitio donde fue hallada por aquellas personas, pero no lograba saber cómo regresar a su casa, ni cómo había llegado hasta ese lugar. Fue a ese sitio un sin fin de veces, pero no podía encontrar la respuesta a sus preguntas.

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