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Crimen y castigo


    Crimen y Castigo, por C. L. Ten – Monografias.com

    Crimen y Castigo, por C. L. Ten

      El derecho penal prohíbe determinadas formas de conducta como el asesinato, la agresión, la violación y el robo. Los infractores están expuestos al castigo, a menudo de prisión. ¿Qué justifica el castigo? El castigo es una privación, consiste en despojar a los culpables de lo que valoran: de su libertad, o bien, cuando es una sanción económica, de su dinero.

    Normalmente no es justificable privar de estas cosas a la gente. Aun cuando esté justificado castigar a los delincuentes convictos, la magnitud del castigo tiene unos límites. Si se castigase con diez años de cárcel un pequeño hurto, se consideraría excesivo.

    Por otra parte, si se liberase a un asesino a sangre fría después de pasar sólo una semana en prisión, se condenaría como un castigo excesivamente indulgente. Pero, ¿cómo determinamos la magnitud adecuada del castigo para los diferentes tipos de delito?

    Las teorías del castigo pretenden responder a éstas y otras cuestiones afines. Su objetivo no es explicar la prevalencia de determinados tipos de delito en términos de condiciones sociales como la pobreza.

    Estas teorías no nos dicen por qué se cometen los delitos. Se trata de teorías normativas, que nos dicen cómo debe tratarse a los culpables. Enuncian las condiciones en las que está justificado el castigo, y proporcionan la base para valorar el castigo correcto.

    Hay dos tipos principales de teorías del castigo. La teoría utilitaria justifica el castigo exclusivamente en términos de sus consecuencias buenas. El castigo no se considera un bien en sí. Por el contrario, dado que el castigo priva a los culpables de algo que aprecian, si se considera al margen de sus consecuencias es algo malo.

    El utilitarista considera malo en si todo tipo de sufrimiento, algo sólo justificable si evita un sufrimiento mayor, o si procura un bien mayor. Así pues, si al castigar a los culpables se les impide repetir sus delitos, o se disuade a los delincuentes potenciales de cometer delitos semejantes, el castigo produce consecuencias deseables que pesan más que su daño para el culpable.

    La principal función del castigo es la de reducir los delitos.

    El segundo tipo de teoría es la teoría retributiva. Esta teoría tiene muchas versiones, pero su tesis central es que el castigo (está justificado porque el culpable ha cometido voluntariamente un acto indebido.

    El malhechor merece sufrir por lo que ha hecho, tanto si el sufrimiento tiene buenas consecuencias como si no. Al contrario que los utilitaristas, los retribucionistas no consideran malo en sí el sufrimiento por castigo de los malhechores.

    Así como el sufrimiento del inocente es malo, el sufrimiento merecido del culpable es justo.

    Ambas teorías han suscitado diversas objeciones. El problema principal para el utilitarista es explicar por qué debe limitarse el castigo al culpable y no extenderse al inocente en las circunstancias adecuadas. Por otra parte, los retribucionistas tienen dificultades para explicar por qué debe castigarse al culpable si el castigo no produce consecuencias buenas.

    En la mayoría de los sistemas legales, sólo son punibles quienes han infringido el derecho penal. Pero los utilitaristas aceptan el castigo del inocente si con ello se obtienen las mejores consecuencias. Por ejemplo, supongamos que un miembro de un grupo racial o religioso ha cometido un crimen especialmente horrible contra un miembro de un grupo diferente, y que a menos que se incrimine a un miembro inocente del primer grupo, la población del segundo grupo se tomará la justicia por su mano y atacará a otros miembros inocentes del primer grupo.

    Es preciso un castigo rápido para restablecer las relaciones armoniosas entre ambos grupos, pero no puede encontrarse al culpable, aunque es muy fácil urdir pruebas contra una persona inocente.

    Los utilitaristas responderían a esta objeción señalando que a largo plazo las consecuencias malas de incriminar y castigar a una persona inocente pesarán más sean cuales sean las consecuencias buenas obtenidas a corto plazo.

    Se faltará a la verdad o se destruirá la confianza en la administración de la justicia. Las personas inocentes sentirán la aprensión general de que también ellas pueden ser sacrificadas en el futuro en aras del bien social.

    Sin embargo, este cálculo utilitarista de las consecuencias no deseables de castigar al inocente, incluso si es correcto, no capta toda la fuerza de la objeción a un castigo semejante. No castigamos al inocente por delitos cometidos por otros, porque pensamos que es injusto utilizarlo como medio para el beneficio de la sociedad.

    Esta sería la principal razón por la que, por ejemplo, no castigamos a las familias de los criminales incluso si estamos convencidos de que este castigo seria muy eficaz para reducir los índices de delitos graves.

    También parece injusto castigar a los culpables que razonablemente no pudieron haber evitado cometer los actos proscritos por el derecho penal. Así los autores de un delito que producen accidentalmente un daño, por compulsión o porque sufren una enfermedad mental grave, deben ser eximidos del castigo.

    El utilitarista intentaría justificar el reconocimiento de las eximentes en razón de que el castigo de estos culpables seria innecesario para suscitar el cumplimiento de la ley. Por ejemplo, el temor al castigo no habría evitado que una persona infringiera accidentalmente la ley de la forma en que la probabilidad de ser castigado habría disuadido a quien la infringió deliberadamente.

    Mis actos accidentales no son el producto de mis elecciones conscientes, y yo carezco de control sobre ellos. La justificación utilitarista de las eximentes legales no es totalmente satisfactoria. LI reconocimiento de las eximentes hace posible fingir éstas a quienes voluntariamente infringen la ley. Los costes de aceptar las eximentes (en términos de aumento de los delitos) podrían ser considerables, y puede no estar claro si los beneficios pesan más que estos costes.

    Por último la teoría utilitarista del castigo permite un castigo desproporcionado en relación con la gravedad de los delitos. Por supuesto, el utilitarista no desearía infligir una forma de castigo que tenga peores consecuencias que las consecuencias de no castigar el delito, pero esta restricción a la magnitud del castigo a imponer no descarta el uso de un castigo ejemplar para disuadir a muchos delincuentes en potencia de cometer delitos relativamente menores.

    El daño causado por cada delito es pequeño, pero el daño total de muchos delitos es muy grande, y puede ser mayor que el sufrimiento ocasionado a un culpable. El castigo es desproporcionado al daño real causado por un culpable particular, aun cuando sea proporcionado al daño total que puede evitarse disuadiendo a numerosos delincuentes. Pero corno el culpable sólo es responsable de lo que ha hecho él, y no de los actos cometidos por otros, de nuevo es injusto imponer un castigo ejemplar.

    Por otra parte, la teoría retributiva limita el castigo a quienes voluntariamente infringen la ley, pues sólo ellos son culpables de una acción indebida. No puede castigarse al inocente. Incluso quienes infringieron la ley con una eximente relevante no deben ser culpados por lo que hicieron. Yo no soy moralmente responsable por los actos cometidos accidentalmente, y no merezco castigo por ellos.

    De nuevo, como el retribucionista justifica el castigo en razón de una acción indebida pasada de una persona, el grado de castigo debe variar con la magnitud de la acción indebida. Una persona que deliberadamente mata a alguien obviamente es culpable de una delito más grave que alguien que simplemente roba una camisa, y por ello debe castigarse severamente al asesino y no al pequeño ladrón.

    En todos estos sentidos, la teoría retributiva parece ser superior a la utilitaria. Sin embargo, si aceptamos la teoría retributiva, resulta poco clara la razón de castigar al culpable, porque la finalidad del castigo no es reducir la criminalidad.

    Supongamos que aceptamos la tesis de que el malhechor debe sufrir por sus actos pasados. Esto no justifica en sí la imposición de castigos por el Estado para hacerles sufrir. ¿Por qué es la función del Estado controlar que se da su merecido a los malhechores? Por supuesto, el Estado tiene la función de proteger a sus ciudadanos y de castigar, y si disuade de la comisión de delitos puede ser un instrumento para esta protección.

    Pero la teoría retributiva no confía en los efectos del castigo para justificarlo, de ahí que no pueda apelar a esta función protectora del Estado para afirmar su interés por hacer sufrir a los malhechores. Una vez más, algunos malhechores ya sufren bien a consecuencias de su delito o independientemente de éste.

    Un ladrón se rompe la pierna mientras comete su delito; un atracador armado incompetente se dispara en el pie; un asaltante sufre una enfermedad no relacionada con el delito. Ninguno de ellos sufre por el castigo. ¿Debe hacerles sufrir más el Estado imponiéndoles un castigo?

    Para hacer frente a estas dificultades, algunos retribucionistas se han distanciado de la tesis escueta de que los malhechores merecen sufrir. Intentan justificar el castigo afirmando que los delincuentes han obtenido una ventaja injusta respecto a los ciudadanos que cumplen la ley, alterando con ello el equilibrio justo de beneficios y cargas de la vida social.

    El castigo, al eliminar los beneficios injustos de los delincuentes, restablece el equilibrio correcto. El derecho penal prohíbe determinadas formas de conducta y otorga beneficios a todos los que viven en una sociedad proporcionando un ámbito de libertad para que lleven a cabo sus planes a resguardo de la interferencia de los demás.

    Pero sólo se pueden obtener estos beneficios si las personas aceptan las cargas de la autolimitación absteniéndose de cometer actos prohibidos. Los ciudadanos que cumplen la ley aceptan las cargas, pero los delincuentes sólo aceptan los beneficios.

    Por ejemplo, los asaltantes gozan de la protección del derecho penal tanto como los ciudadanos que cumplen la ley, pero no ejercen la autolimitación que muestran los ciudadanos cumplidores de la ley en la obediencia a ésta.

    Esta teoría sitúa la maldad del acto delictivo en la obtención de una ventaja injusta con respecto a los ciudadanos que cumplen la ley. Pero esto es a menudo equívoco. El mal cometido por el asesino es principalmente un mal a su víctima, y no a terceros.

    Castigamos el asesinato no sólo para eliminar la ventaja injusta que ha obtenido el asesino con respecto a los ciudadanos que cumplen la ley, sino principalmente para impedir que se mate a la gente. Además, la tesis de que los ciudadanos que cumplen la ley han aceptado la carga de la autolimitación, a la cual renuncian los delincuentes, presupone que los ciudadanos que cumplen la ley tienen el deseo de infringirla.

    Pero muchos ciudadanos que cumplen la ley no tienen deseo alguno de matar, atacar o robar. Así pues, en muchos casos la ley no impone carga alguna de autolimitación sobre ellos. Es dudoso que se distribuyan por igual los beneficios y las cargas.

    Las circunstancias sociales de algunas personas les convierten en víctimas más probables del delito. Una vez más, los pobres y los que carecen de recursos tienen que ejercer una mayor autolimitación para no robar que los ricos y los privilegiados.

    La teoría retributiva permite que se castigue a los delincuentes sin referencia a las consecuencias sociales del castigo. Pero supongamos que, por diversas razones, el castigo aumenta considerablemente el índice de delincuencia en vez de reducirlo. Las personas desequilibradas mentales podrían sentirse atraídas por la perspectiva de ser castigadas.

    El castigo puede amargar y alienar de la sociedad a los delincuentes y aumentar sus actividades delictivas. Si el castigo tuviese este y otros efectos negativos, los utilitaristas renunciarían al castigo en favor de algún otro enfoque más eficaz para tratar a los delincuentes. Pero los retribucionistas siguen estando comprometidos a castigar a los delincuentes.

    El efecto del castigo retributivo en una situación así es que habrá un aumento del número de víctimas inocentes del delito. ¿A quién beneficia la institución del castigo? Sin duda, no a los ciudadanos que cumplen la ley y que sufren un mayor riesgo de ser víctimas del delito. ¿Por qué deben sufrir las personas inocentes al objeto de aplicar la justicia retributiva?

    Se ha intentado remediar los defectos de las teorías utilitarista y retributiva formulando teorías mixtas que combinan elementos de ambas. Una teoría mixta semejante afirma que el objetivo que justifica el castigo es la finalidad utilitarista de evitar o reducir el delito, pero insiste en que debe limitarse la búsqueda de esta meta con la exigencia de que sólo puede castigarse a quienes han infringido voluntariamente la ley , y de que su castigo sea proporcional a la gravedad de sus delitos (Hart, 1968).

    Estas limitaciones a los destinatarios del castigo y a la magnitud de éste están determinadas por las exigencias de equidad para con las personas, según las cuales no deberían ser utilizadas en beneficio de la sociedad a menos que tuviesen la capacidad y la oportunidad justa de cumplir la ley. Por otra parte, si castigamos a quienes han infringido voluntariamente la ley para impedir que repitan sus delitos, o para disuadir a delincuentes potenciales, no les estamos utilizando injustamente.

    La falta de castigo en estos casos determinaría un aumento de las víctimas adicionales del delito. Estas víctimas no pudieron haber evitado racionalmente ser dañadas por actos delictivos de la forma en que quienes voluntariamente infringieron la ley pudieron abstenerse de los actos delictivos y evitar con ello el castigo resultante.

    Las teorías del castigo desempeñan un papel importante en el debate actual sobre la pena capital, en especial la pena capital por asesinato. Algunos retribucionistas apelan a la lex talionis, la ley de la revancha, para determinar la magnitud adecuada del castigo. Este principio especifica que el castigo debería infligir al culpable lo que éste ha hecho a su víctima: «ojo por ojo, diente por diente», y «vida por vida». Por ello, el único castigo adecuado por asesinato es la pena capital. Pero la lex talionis tiene profundos fallos.

    En primer lugar se centra en el daño cometido por el delincuente sin tener en cuenta su estado mental. Puede matarse intencionadamente o de manera accidental; puede matarse a una persona bien por beneficio personal o bien para aliviarle de la agonía de una enfermedad terminal. Incluso si limitamos el alcance de la lex talionis a los casos en que el delito es plenamente intencionado, subsiste el problema sobre el nivel al que el castigo debe reproducir el delito.

    ¿Debe matarse al asesino exactamente igual que éste mató a su víctima? En cualquier caso, es imposible aplicar la lex talionis a muchos delincuentes: al ladrón sin dinero, al atacante mellado que le rompe los dientes a su víctima, al evasor de impuestos, etc.

    Si, conscientes de los defectos de la lex talionis, los retribucionistas insisten meramente en que el castigo debe ser proporcional a la gravedad moral del delito, esta exigencia puede satisfacerse en tanto en cuanto el asesino sea castigado más severamente que el delincuente menor. No es necesaria la pena capital.

    Desde el punto de vista utilitarista, sólo puede justificarse la pena capital si tiene mejores consecuencias que las formas de castigo menos severas. Esta condición se satisfaría si la pena capital fuese una superior medida disuasoria a las formas alternativas de castigo como los largos períodos de cárcel. Así, los utilitaristas intentarán resolver la cuestión sobre la base de la evidencia relativa a los efectos de la pena capital.

    La evidencia estadística se basa en comparaciones de los índices de criminalidad en los países donde existe pena capital y los de los países socialmente semejantes en los que no hay pena capital, y en comparaciones de los índices de criminalidad en un mismo país en diferentes períodos en que existía y no existía la pena capital, o cuando se restableció ésta tras un período de abolición. La evidencia no muestra que la pena capital sea una medida disuasoria superior.

    Sin embargo, aquellos que desean otorgar más valor a la vida de las víctimas de asesinato inocentes que a las vidas de los culpables convictos rechazan el enfoque utilitarista. Sugieren que la evidencia no descarta concluyentemente la disuasión superior de la pena capital, y ante esta incertidumbre es mejor que exista la pena capital. Si existe la pena capital, y resulta que no es una superior medida disuasoria, entonces se habrá ejecutado innecesariamente a los asesinos convictos. Por otra parte, si abolimos la pena capital, y resulta que es una medida disuasoria superior, habrá más víctimas inocentes de asesinato.

    Pero este argumento no es aceptable porque cuando existe pena capital es seguro que morirán los culpables convictos, pero a falta de pena capital y dada la evidencia disponible sólo hay una remota probabilidad de que hubiese más víctimas inocentes de asesinato (Conway, 1974). En cualquier caso, si existe la pena capital existe el riesgo de que algunas personas inocentes sean culpadas erróneamente de asesinato y ejecutadas. Esto ha de ponerse en la balanza contra la pena capital.

    En los últimos años se ha intentado sustituir el castigo por métodos alternativos de control del delito. Estos intentos son saludables por cuanto reflejan la insatisfacción ante las formas particulares de castigo. El uso indiscriminado de las penas de prisión ha determinado la saturación de las prisiones. Es preciso buscar formas de castigo nuevas y más imaginativas para algunos delitos. Pero hasta aquí hemos aludido a los cambios en la institución del castigo en sí. Los críticos más radicales desean sustituir la institución del castigo por un sistema de higiene social que afirman sea más eficaz para reducir los actos socialmente perjudiciales.

    Para estos críticos carece de sentido castigar severamente, por ejemplo, a quienes han asesinado intencionadamente, pero eximir de castigo a los que han matado accidentalmente o con otra eximente. Se causa más daño social con los homicidios no voluntarios, por ejemplo en los accidentes de tráfico, que con los asesinatos deliberados. Si el derecho penal tiene por función evitar el daño social en vez de castigar la perversidad moral, debería ignorar el estado mental de los encausados, y someter a todos ellos a un posible tratamiento al objeto de evitar que reiteren sus delitos. Para la condena penal basta que una persona haya cometido un acto prohibido por la ley.

    No es necesario reprender a los declarados convictos por lo que han hecho. Tras esta declaración, los culpables son sentenciados. En esta etapa puede tenerse en cuenta el estado mental del culpable en el momento del delito, pero no con vistas a determinar su grado de culpa, sino como guía para descubrir la forma de tratamiento adecuada. El tratamiento tiene por objeto evitar la repetición del delito (Wootton, 1981).

    Pero esta defensa de un sistema de higiene social no es convincente. LI derecho penal no está moralmente justificado a adoptar medio alguno únicamente porque conseguirá evitar o reducir con mas eficacia la conducta perjudicial.

    Por ejemplo, puede ser posible reducir considerablemente los delitos mediante escuchas telefónicas a gran escala y controlando la conducta de la gente mediante la invasión masiva de su privacidad. Pero el coste es tan alto que resulta inaceptable. También sería injusto condenar a las personas y someterlas a tratamiento forzoso por una conducta no voluntaria que razonablemente no pudieron haber evitado.

    Las personas perderán el control de su vida si pueden verse afectadas por la ley por una conducta que no refleja su libre elección. Yo desconozco cuándo voy a causar un daño accidental a otras personas, mientras que mis actos deliberados son el resultado de elecciones que yo he realizado. Una vez más, en la etapa de la sentencia existe el peligro de que los culpables considerados un daño para la sociedad, y cuyo tratamiento no tiene que ser proporcional a su grado de culpabilidad moral, sean arrestados por períodos de tratamiento indeterminados sin las garantías adecuadas.

    Winston Churchill dijo que la democracia es el peor sistema de gobierno, ¡a excepción de todos los demás! Los intentos de justificar el castigo se enfrentan a una situación parecida. Ninguna teoría ética parece justificar la institución del castigo en su forma actual. Las teorías del castigo concurrentes identifican diferentes fallos en la institución y sugieren cambios diferentes e incompatibles. Mientras, como nuestra práctica actual del castigo parece desempeñar una finalidad social esencial de forma compatible en general con nociones éticas generalizadas, sobrevive la institución del castigo y tiene todos los signos de sobrevivir por mucho tiempo.

     

    Enviado por:

    Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

    "NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

    www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

    Santiago de los Caballeros,

    República Dominicana,

    2015.

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