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Chevrolet

Enviado por José Carlos Celaya


Partes: 1, 2

    Un día, después de bajar esposado del celular, y esperar una hora en la leonera del Palacio de Tribunales, Murúa fue conducido, nuevamente, a una sala de juzgado.

    Y ahora con veintiocho años, sin familiares conocidos, solo tenía un prontuario por homicidio, y el recuerdo de once años de vida en el penal, que habían transcurrido como un largo sueño alerta, con la tosca punta— hecha de un mango de cubierto que afiló en las paredes del baño— apretada entre sus manos, comiendo todos los días el mismo rancho, un caldo turbio, espeso de grasa, caminando y recorriendo hasta el cansancio el patio cuadrangular, donde disfrutaba de la única caricia que el aceptaba, el abrazo del sol, vigilado por las metralletas atentas de los guardia cárceles en las esquinas de los muros.

    Esta sala de juzgado no se diferenciaba en casi nada de la otra, la primera, gris, con estantes llenos de expedientes, con el mismo escritorio, con el mismo juez o secretario, con ojos de ratón o de búho, del otro lado.

    Y si bien la sala gris y el empleado gris, eran distintos, para Murúa eran los mismos, aunque esta vez las circunstancias eran diferentes: los dados del azar habían caído con suerte, y una voz grave, aburrida, casi desganada le comunicó que estaba libre. Y después, en otra dependencia, en una oficina angosta y fría, una mujer de rasgos duros, la asistente social, le informó de las condiciones necesarias que debería cumplir para seguir gozando de esa libertad recientemente concedida. Asistir una vez por mes a esa oficina gris, y presentar un formulario en el que constaba que él se había regenerado, que era nuevamente un ciudadano de provecho, que trabajaba todos los días que fueran necesarios, hasta que terminara el plazo de la condicional.

    Al terminar la entrevista, la asistente social le entregó un papel escrito con birome, donde constaban un apellido y una dirección, y lo despidió con un apretón de manos frío, casi húmedo. Y salió a la vida, después de once años.

    Con el bolso, que contenía sus pocas ropas y pertenencias, cargado a sus espaldas, Murúa caminó por las calles, en la mañana luminosa, entre gente apurada, calentándose con las caras y los pechos de las mujeres que pasaban a su lado, disfrutando de ese sol tibio y dejándose envolver por el aire y los olores de la libertad, nuevos, que le llenaban el pecho. Con los pocos pesos que tenía, producto de sus tareas en el taller del penal, se sentó en un bar, tomó un café con leche y lo acompañó con tres medialunas y se dejó estar, libre, nuevo, con esa sensación desconocida que le alegraba el alma. Aspiró los aromas del café, de las frituras, y miró con novedad esa ciudad vertiginosa, extrañado, casi aturdido, hasta que recordó a la mujer del juzgado y al papel que le había dado. Lo puso arriba del mantel y lo leyó. Era la dirección de una parrilla, cerca del Camino Negro, en Ingeniero Budge.

    Tomó un colectivo hasta Once y después otro, que iba para el lado de puente La Noria y de Budge. Por su ventanilla desfilaron casas, árboles, calles empedradas, y alguno que otro jardín cuidado, hasta que el ómnibus cruzó el Puente de la Noria. Ahora, a los costados del Camino Negro, abundaban los cementerios de automóviles, desarmaderos de coches seguramente robados, basurales, ranchos de madera y chapa cartón, y luego una larga extensión desierta de asfalto y pastizales, hasta que el chofer le indicó que la parada próxima era donde tenía que bajarse.

    «Parrilla El Chingolo» leyó en el tosco cartel de lata, pintado con letras descuidadas, arriba de la entrada.

    Sentados ante un rústico mostrador de madera grasienta, tomando un vino oscuro, comían y charlaban y reían camioneros y hombres de overol. A un costado una parrilla, sobre la que se asaban chorizos y trozos de vacío y asado. Un humo caliente, lleno del olor de carne sangrante le entró por la nariz y le removió agradablemente las entrañas. Preguntó por el apellido que estaba escrito en el papel, un camionero gritó « ¡Valdivieso!» y apareció un tipo robusto, con cara de matón y mirada atravesada, por el lado contrario al de la parrilla. Con una seña seca de la cabeza le indicó a Murúa que lo siguiera, atravesaron un corto pasillo, un pequeño patio de tierra reseca y entraron en la casi oscuridad de una casilla de madera sin ventanas, con una mesa vieja en el centro, sobre el piso de tierra; del techo de chapas oxidadas, de unos cables retorcidos, colgaba una polvorienta lamparita que se encendió cuando Valdiviezo prendió la luz.

    —Ya me avisó la asistente social. ¿Así que vos sos el nuevo? Bueno… Esa es la cama—dijo Valdivieso, indicando un camastro sin respaldos—y ahí—ahora le mostraba un ropero destartalado— podés guardar tus pilchas. Nada de mujeres, ¿eh?—dijo con un tono alerta, de irrefutable advertencia—. Se trabaja de seis de la mañana a diez de la noche. Acá ponés la carne—ahora señalaba una vieja heladera amarillenta, llena de cagadas de moscas que estaba en una esquina de la pieza— y en esa estantería acomodás las damajuanas de vino. ¡Ah, y no quiero líos ni juntas! Si no de patitas a la calle —castañeteó dos veces los dedos—. El sueldo son trescientos pesos por mes. —la voz tenía un matiz amenazador, cruel y despectivo, que no admitía otra réplica que el asentimiento silencioso.

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