Después, Valdivieso le explicó a Murúa, en forma sucinta y tajante, en que consistían sus tareas en la parrilla y luego se encaminó hacia la puerta. Murúa vio que en la cintura de Valdivieso, oculta por la camisa, destacaba la culata de un revolver. Tragó saliva y dijo:
—Valdivieso, ¿y con la plata de la parrilla?— hablaba de la recaudación diaria.
Valdivieso, tenso y ágil como un gorila, se detuvo antes de llegar a la puerta:
—Nada de Valdivieso. Patrón, de ahora en adelante. ¿Está claro?
Murúa asintió en silencio con la cabeza. En las venas de las sienes sintió latir un rencor tibio que le calentaba la sangre.
—Yo vengo todas las noches, a eso de las once y me llevó la guita. —Valdiviezo sacó una libreta mugrienta de entre sus ropas—.Tengo todo anotado, lo de la carnicería, lo del vino, todo. ¿Entendés, no?—Los ojos Valdiviezo y los de Murúa se cruzaron en un semblanteo mutuo de dureza apenas contenida. Las pupilas de Múrua destellaban odio y rencor. Valdiviezo lo midió durante unos instantes, provocador y desafiante, hasta que Murúa agachó la cabeza. —Ahora dejá tus cosas por ahí y ocupate de la parrilla. Y Valdivieso se fue.
A partir de ese momento, Murúa empezó su nueva vida.
Se levantaba antes de que saliera el sol, iba a la carnicería, traía la carne, encendía el fuego y marcaba los chorizos y los vacíos y los trozos de costillar. A eso de las diez de la mañana tomaba unos mates y esperaba que llegaran los camioneros y los trabajadores de los desarmaderos. Todas las noches, a eso de las once, cuando ya estaba recostado en su cama, escuchaba el bocinazo de Valdivieso, que sentado al volante de una vieja Ford Ranchera azul, venía a buscar el dinero.
Una noche, cuando cumplió el primer mes de trabajo en la parrilla, Murúa supo el verdadero precio del papel que garantizaba su libertad. Había escuchado la bocina que anunciaba la llegada de Valdiviezo y se dirigió hacia la puerta con el dinero. Valdivieso, con unos papeles en la mano, le hizo una seña, como para que se detuviera. Murúa lo esperó y juntos, los dos hombres, envueltos en un mutuo silencio cargado de tensión, transpusieron la parrilla, el patio y entraron en el rancho. Valdiviezo dejó sobre la mesa los papeles, metió una mano en los bolsillos y sacó tres billetes de cien pesos. Los arrojó sobre la mesa, agarró uno de los papeles que había traído, un recibo, y le dijo a Murúa que lo firmara. Éste miró el recibo y después miró a Valdiviezo a los ojos. Tenía apretados los carrillos. Finalmente dijo:
—Acá dice ochocientos, no trescientos.
—Si no te gusta, ahí tenés la puerta.
Murúa tragó saliva, con dificultad. Tenía un nudo en la garganta. Agarró los trescientos pesos y se los guardó.
—Éste es el papel para el juzgado ¡Ah! Y dale mis saludos a la asistente social—dijo Valdiviezo y se fue—.
Unos días después, Murúa le compró a Petaca, un ratero de la villa cercana, un grabador viejo. Y ahora, por las noches, después de que Valdivieso se fuera con la plata, Murúa y Petaca, que ya eran casi amigos, fumaban porros y escuchaban algunos casetes, rejuntes caseros de rock and roll y blues. En uno de los casetes estaba el tema «Chevrolet», de los Z.Z.Top. Pero no lo interpretaba esa banda sino una solista, —no se quien es, creo que es una negra, le había dicho Petaca—, una mujer de voz aguda y melancólica, y la canción era un largo sollozo hondo, una melodía de alcohol y vasos rotos que a Murúa le entraba en el alma. No entendía la letra, cantada en inglés, pero desde entonces, cada vez que la escuchaba, viajaba, entre los punteos agudos que desgranaba la guitarra eléctrica, por carreteras desiertas en las que no existían los juzgados ni las asistentes sociales, rutas nocturnas hacia la libertad, a bordo de un Chevrolet rugiente, con el viento silbando sobre los flancos del automóvil.
Entonces, los domingos, por la tarde, Petaca le enseñó a manejar, a entrar los coches robados a los desarmaderos.
Una noche, Petaca le trajo un revolver, un treinta y ocho, para que se lo guardara, porque iba a haber razia en la villa. Murúa lo escondió en un hueco, entre las chapas del techo, a cubierto de las miradas de Valdivieso. Cuando pasó una semana, se enteró, en la carnicería, de que Petaca estaba preso.
Algunas noches, recostado en el camastro, se acordaba del arma y la sacaba del hueco y la sostenía entre las manos, apretaba la culata, introducía el índice en el gatillo, se acordaba de Valdivieso, dejándose ganar por el odio. Pero casi inmediatamente recordaba la cárcel y el juzgado, y entonces guardaba el revolver en el hueco y se decía a sí mismo que un día de esos tendría que desprenderse del arma, tirarla en un basural o arrojarla al fondo de un zanjón.
Pasaron algo más de dos meses y el treinta y ocho permaneció oculto en el hueco, entre las chapas. Durante todo ese tiempo, siguió escuchando el bocinazo de Valdivieso, todos los días a las once de la noche, siguió atendiendo la parrilla y por las noches, recostado en su camastro, siguió escuchando «Chevrolet». Algunos días, miraba la calle, los camiones y automóviles que pasaban rugiendo y se alejaban y cuando veía pasar un Chevrolet, en su cabeza sonaba la voz de la cantante negra. Y entonces la venganza y la libertad destilaban una melodía que tenía las mismas resonancias oscuras del blues que escuchaba por las noches.
Y los miraba, a los Chevrolet, hasta que se perdían de vista.
Todas las noches, después de cerrar la parrilla y entregarle el dinero a Valdiviezo, la voz negra de alcohol y vasos rotos cantando «Chevrolet» acompañaba a Murúa, que libre, con el viento silbándole en los oídos, conducía por rutas desiertas, por largas y solitarias autopistas de asfalto, lejos de ese rancho inmundo y del camastro, lejos del odio que lo envolvía, hasta que el sueño lo vencía.
Una noche, mientras esperaba la llegada de Valdiviezo, se entretuvo en la parrilla limpiando y acomodando algunas cosas. La luna llena, redonda y amarilla, iluminaba la calle desierta, delante de la parrilla. Rompió el silencio un lejano rumor grave; ese distante sonido lo atrajo hacia la puerta. Cuando salió a la calle, un Chevrolet bordó, conducido por Valdiviezo dobló en la esquina.
En ese momento sintió en algún rincón de su mente, que por fin se ordenaban todas las piezas del rompecabezas de su vida. Fue hacia la casilla, tomó el treinta y ocho y lo escondió entre sus ropas. Escuchó el bocinazo y lento, casi parsimonioso, se encaminó hacia el automóvil, que ya se había detenido, con el motor en marcha. El Chevrolet, a la luz de la luna, destellaba con un brillo carmesí. Pasó por delante del vehículo, sintiendo el aliento cálido del motor. Metió la mano en los bolsillos, sacó el dinero y se lo alcanzó a Valdiviezo. Éste lo miró a los ojos, agarró los billetes y comenzó a contarlos. Murúa, en un movimiento diestro y veloz, empuñó el revolver y disparó sobre la cabeza de Valdivieso.
Una detonación, un agujero en la sien. Valdivieso, ensangrentado, cayó hacia un costado, oprimiendo en sus manos los billetes.
Murúa abrió la puerta y con un movimiento rápido tomó por los tobillos al cadáver de Valdivieso, lo arrastró y lo dejó caer, inerte, sobre la calle. Se sentó y cerró la puerta de un manotazo.
Empuñó el volante del Chevrolet, pisó el acelerador y el automóvil se desplazó hacia delante, como un animal salvaje y desbocado. La luz de los faros hendía la oscuridad de la ruta. Mordían las ruedas el asfalto con agudos chirridos. El Chevrolet y Murúa, fundidos en un solo bloque, corrían por la ruta desierta.
Cuando aullaron las sirenas, Murúa respiró hondo, apretó con fuerza el volante, y pisó a fondo el acelerador. El viento silbaba a los costados del Chevrolet.
Autor:
José Carlos Celaya
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