- La obesidad como trastorno de las emociones
- Este es el caso de nuestro amigo "William"
- El Buzón Universitario
El escritor norteamericano John E. Steinbeck (1902-68), ganador del Premio Nóbel de la Literatura, escribió en el año 1937 una obra de gran significado la cual hoy se cuenta entre los trabajos clásicos de la literatura moderna; la llamó: "Of mice and men". A la memoria del genio de Steinbeck consagro este ensayo.
La búsqueda de un gen en la rata para explicar las causas del fenómeno morboso de la obesidad no es nueva. Daniels, escribiendo un capítulo en la edición de junio del 1984 de la renombrada The Psychiatric Clinics of North America (número ése el cual se publicase bajo mi dirección editorial), alude a este gen para describir ciertos rasgos inexplicables de la gordura de este animal de laboratorio.
El comportamiento de estos roedores, que atrajera la curiosidad de los científicos, es que, en algunos casos, las ratas comen incesante e insaciablemente. Estas ratas, que así se comportan, se entiende, que han sostenido el proceso mutacional en uno de dos genes: ob (por obeso) y db (por diabético).
El año pasado investigadores en los EEUU anunciaron que ellos habían descifrado la secuencia del gen ob en el ADN. Este hallazgo era congruente con una de las teorías que tratan de explicar la regulación del peso en el ser humano.
De acuerdo con esta teoría, los tejidos grasosos envían señales al cerebro; el cual, a su vez, responde de un modo adaptador: Más adiposidad, más fuerte es la señal, resultando en que el animal use más grasa y coma menos comida, de este modo perdiendo peso. Por el otro lado, ratas dotadas con el defectuoso gen ob carecen de este elemento regulador y no dándose por enteradas que son gordas, continúan comiendo como si estuviesen sufriendo de la inanición forzada.
La evidencia de la posibilidad de que este gen existiese, se derivó de experimentos en los cuales ratas normales y anormales genéticamente se comportaban como era esperado si compartían la circulación sanguínea, de ese modo compartiendo las hormonas circulantes.
En la publicación Science del 28 de julio pasado, otro grupo de investigadores sugieren la posibilidad de que este hallazgo en las ratas, pueda ser de mucha relevancia en el tratamiento de la obesidad humana.
Jeffrey Friedman, con sus colaboradores aisló la proteína a la que se debe este fenómeno; designándola con el nombre de leptina. Ellos, también demostraron, que otro factor que entra en juego en la regulación de la gordura murina, es el hecho de que la leptina aumenta la temperatura del cuerpo, revelando la presencia de un metabolismo acelerado.
Amgen es el nombre de la compañía norteamericana que ha adquirido los derechos para producir, algún día, de algún modo, una "pastilla mágica" para la cura de la obesidad en las ratas, quienes son sin peculio; y en los seres humanos, quienes (a veces no lo son). Si (y cuando) esto pase, la compañía deberá de ver como sus ingresos crecen ponderosamente.
Pero, hay algunos detalles de mucha importancia que deben de considerarse antes de que esta teoría se convierta en la "Teoría de la Semana":
Si es cierto que las ratas afligidas no se dan cuenta de que están gordas o de que son obesas; el ser humano, sí que sabe que ha engordado; y desperdicia, a veces, enormes sumas de dinero en sus cruzadas y peregrinaciones fútiles para lograr la esbeltez. Además de ese detalle, existe otro de aun mayor importancia, éste siendo, que el ser humano no ha hecho cambios genéticos manifiestos en los últimos 35,000 años… pero, y a pesar de ello, en países como lo son los EEUU y Australia, donde la dieta es horrorosamente engordante; la obesidad ha adquirido proporciones tan epidémicas y exageradas, que algunos de los "expertos" cuyas opiniones se leen frecuentemente en la prensa de esos países son, por definición… obesos… ¿qué más?
La obesidad como trastorno de las emociones
El otro día un señor, cuyos logros en la vida de los espectáculos y de las candilejas dominicanas, lo calificaría como dechado de felicidad y de equilibrio emocional; me decía: "… a mí lo que me pasa… es que yo no puedo perder este peso (más de 50 libras)… porque yo vivo bajo muchas presiones… tú no…".
En este mundo tan complicado, los glucocorticoides, elementos que se activan en nuestros organismos cuando el "stress" nos visita, sólo están ausentes en sus efectos en aquéllas personas que están muertas. Tengo el presentimiento, de que muerto aún no lo estoy yo. Esa fue mi respuesta a ése, mi triste amigo… exitoso… acaudalado… gordo… e infeliz…
Este es el caso de nuestro amigo "William"
En la playa de Las Minitas, a dónde nuestros pasos nos conducen varias veces a la semana, debido a la ingenuidad perceptiva de los trabajadores dominicanos humildes, ya se nos reconocen a mi esposa y a mí como (lo que somos), un "team" de profesionales médicos, semi-retirados, que se les muestra accesible a ellos, por la manera por la cual respondemos a sus necesidades. De este modo, hemos desarrollado un "ejercicio" peripatético de la medicina inconvencional y amistosa; ya que se limita a charlar sin recibirse remuneración alguna (la cual, dicho sea de paso, sería imposible con los salarios marginales que se les pagan a estos seres humanos). Ello significa que, solamente caminando despacio, a veces deteniéndose para palpar un pulso, ó para evaluar los resultados de algunas pruebas de laboratorio; ó, simplemente para escuchar los pormenores de una historia clínica, que ello nos basta para orientar a nuestros amigos: los "toalleros" y los rastrilleros de la playa Las Minitas.
William
William pesaba 240 libras, las cuales escondía de modo magnífico y discreto tras la torre montañosa de sus 77 pulgadas de estatura. El se sentía feliz y era apacible… como los elefantes… porque como esos paquidermos, William, también carece de predadores naturales. Nadie le molesta (¿quién tuviese la osadía?), y, como siempre, y habitualmente, él solía escoltarnos a nuestra destinación litoral con una sonrisa, despidiéndose de nosotros con un cálido apretón fuerte de las manos y con un gesto respetuoso de quitarse la cachucha.
Un día, cuando retornáramos a la playa, luego de una ausencia de varias semanas por motivo de un viaje; sentimos una conmoción que ocurriera cuando nos apersonáramos al lugar. William estaba semi-estuporoso, sentado en su banquillo habitual, electrificándose con visible entusiasmo cuando oyera las palabras articuladas por sus compañeros (audibles para nosotros): "¡Ya llegaron… ya llegaron! …". William estrechó nuestras manos usando las dos suyas, se removió la gorra, y produjo para nosotros los resultados de una historia clínica obscurecida por la falta de datos para elucidar la razón por la cual él había perdido 60 libras, no podía respirar, no dormía bien, y se sentía totalmente, miserablemente, mal.
Nosotros, inmediatamente hicimos los arreglos para que William consultara con un colega prestigioso, un internista, en Santo Domingo. Pero, luego de varias visitas a la Capital, nuestro amigo permanecía silencioso, taciturno, pálido, desanimado y frustrado. Se lamentaba: "Yo no me puedo curar si no me dan medicina". A lo que nosotros respondíamos, tratando de darle soporte, porque es mejor medicina la de no dar medicinas para un mal desconocido; que el darle a una persona una caterva de pastillas para tratar de lograr la mejoría sintomática y nada más (algo que, desafortunadamente se hace, en todas partes con frecuencia, tan inusitada como triste).
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