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Derecho y Neurociencia


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    La localización de los correlatos cerebrales relacionados con el juicio moral, tanto usando técnicas de neuroimagen como por medio de los estudios sobre lesiones cerebrales, parece ser, sin duda, una de las grandes noticias de la historia de las ciencias sociales normativas. De hecho, en la medida en que la neurociencia permite un entendimiento cada vez más sofisticado del cerebro, las posibles implicaciones morales, legales y sociales de esos avances en el conocimiento de nuestro sofisticado programa ontogenético cognitivo empiezan a poder ser considerados bajo una óptica mucho más empírica y respetuosa con los métodos científicos. El objetivo sería, en principio, el de aclarar la localización de funciones cognitivas elevadas entendidas como apomorfias del Homo sapiens, al estilo de la capacidad para la elaboración de juicios morales. Pero no cabe duda alguna de que, a partir de las evidencias obtenidas, cabe ir mucho más lejos.

    Esos avances, más allá de su extraordinaria relevancia científica, también traen consigo importantes connotaciones filosóficas, jurídicas y morales, en particular en lo que se refiere a la compresión de los procesos cognitivos superiores relacionados con el juicio ético-jurídico, entendido como estado funcional de los procesos cerebrales. Siendo así, surge la convicción de que, para comprender esa parte esencial del universo ético-jurídico, es preciso dirigirse hacia el cerebro, hacia los substratos cerebrales responsables de nuestros juicios morales cuya génesis y funcionamiento cabe situar en la historia evolutiva propia de nuestra especie.

    Pese al hecho de que las investigaciones de la neurociencia cognitiva acerca del juicio moral y del juicio normativo en el derecho y en la justicia todavía se encuentran en una etapa muy precoz, su utilidad es indudable. Con una condición; la de tomarlas en cuenta con mucha prudencia. Los hallazgos neurocientíficos servirán para alcanzar un mayor conocimiento acerca de la naturaleza humana, pero éste no garantiza, por sí mismo, valores morales como puedan ser un mayor respeto a la vida, a la igualdad y a la libertad humanas.

    Sin embargo, parece posible conjeturar que la investigación neurocientífica sobre la del pensamiento y de la conducta humana, con consecuencias profundas en el dominio propio (ontológico y metodológico) del fenómeno jurídico. Y porque no hay una institución humana más fundamental que la norma jurídica y, en el campo del progreso científico, algo más fascinante que el estudio del cerebro, la unión de esos dos elementos (norma/cerebro) acaba por representar una combinación naturalmente estimulante, una vez que la norma jurídica y el comportamiento que procura regular son ambos productos de procesos mentales. En este particular contexto, el proceso de interpretación y aplicación jurídica aparece como el mecanismo apto y lo único medio posible y con capacidad necesaria y suficiente para poner en evidencia la natural combinación cerebro/norma.

    Quizá sea ésa la razón por la cual abundan los interrogantes y las dudas filosóficas y morales en el terreno de cruce entre neurociencia y derecho. Algunos artículos ya publicados (vid. Por ejemplo, Cela Conde, 2004) las ponen de manifiesto: ¿Estamos en el caso del juicio moral o de otros fenómenos perceptivos similares ante procesos cognitivos más bien unitarios y discretos, o se trata sólo de fenómenos que emergen de muchos mecanismos psíquicos articulados en el tiempo y el espacio? ¿Tienen esos presuntos procesos o series de procesos algún aspecto de carácter universal, en el sentido de que cuenten con alguna componente clave común capaz de determinar en cada individuo su particular valoración de lo que es o deja de ser justo? ¿Será posible algún día describir ese proceso o procesos (o las componentes clave) en términos más objetivos? ¿Cabe buscar su origen en algún patrón idiosincrásico de actividad neuronal que contenga al menos alguna secuencia espaciotemporalmente identificable compartida por todos los sujetos?

    A diferencia de lo que parece ocurrir en la base neuronal de las facultades artísticas (Changeux, 1994; Vigouroux, 1992), ¿existen algunas redes neuronales cuya intervención específica sea en cierto modo crítica y universal en el marco de la actividad ampliamente distribuida que muy probablemente subyace -como en todos los procesos cognitivos superiores (Vigouroux, 1992)- al fenómeno de la experiencia moral? ¿En qué medida contribuyen la herencia y la historia de aprendizaje de cada individuo en la puesta en marcha de ese supuesto patrón funcional? ¿Pueden ser de utilidad las modernas técnicas de neuroimagen no tanto para la localización estricta de la sede cerebral de tal sesgo de actividad sino, más bien, para la identificación de la implicación diferencial de ciertos circuitos distribuidos?

    Particularmente con relación al fenómeno jurídico, el problema de la localización de las claves cerebrales que dictan el sentido de la justicia suscitan las siguientes cuestiones: ¿cuál es la relación existente entre los resultados de la investigación neurocientífica sobre la cognición moral y jurídica y las perspectivas teóricas del derecho?

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