Su memoria implacable se imponía sobre sí mismo al cubrir su mente con un manto absoluto que no le admitía libertad ni independencia alguna. Estaba atado a su pasado y lo arrastraba con cada pensamiento. Y a la sombra de ese manto tenía que vivir con su soledad, que se ubicaba también sobre su voluntad de una manera total, sin permitirle un segundo de sosiego al grabar y reproducir en exceso el sentir ante cada acción de su quehacer diario. Ese empecinado recordar era su mayor impedimento y pesadumbre. Y al serlo y estar por siempre en él, se revolvía y le zumbaba dentro del espíritu, sediento, cuajado, anegándolo, ávido de expandirse y de dirigirle en todo momento su accionar basado en la certeza de lo vivido en cada una de sus experiencias. Y por ese camino no encontraba nunca nada nuevo.
Y esa presencia alucinante, cincelando y acumulando y repitiendo sin cesar lo que vivía y hubo vivido, hasta el mínimo detalle, aunando cada mandato al sentir del correr del tiempo que en todo asunto se consumió, y que constantemente le presionaba desde sus adentros tal que le mostrase en presencia y en vivo la repetición de la propia vida en una retahíla inagotable de instantáneas, ya le resultaba insoportable. En ellas estaba todo. Y se zahería al revolcarse y tropezar sin tregua con su agotada vida en un repaso exhaustivo, sin paz e inhumano. Y recordaba, con cada pena y toda lágrima y dolor latiendo en su lugar, el martilleo sordo de lo sentido en todo segundo del respirar y en cada latir del corazón.
Pero en esa condena aparecían siempre con mayor nitidez las lágrimas y los incontables daños recibidos. Y así, gracias a ese preciso recordar, el recorrido de su vida durante años estaba siempre a la mano, en el ámbito de lo omnipresente y sin lugar a dudas vuelto a vivir, al alcance de su voluntad, y hasta prescindiendo de ella, imborrable, automático, ahí, cual una punzada sostenida en el poder de esa retentiva indeleble y realmente indeseable. Tan sólo requería de una mínima señal, un cambio de luz en un atardecer, una melodía escuchada al acaso, un aroma al pasar, una cara en la multitud, unos versos, el mirar de unos ojos o el calor de una voz, y los recuerdos surgirían sin freno alguno, sin separar ni apartar las penas, sin discriminar los daños, desbocados y amontonando las respectivas agujas y filos que las ocasionaron.
Y esa memoria tan precisa y absoluta le dolía, mucho que le dolía. Y quería renunciarla. Sí, necesitaba que ese recordar despiadado lo abandonase para poder retornar a la frescura de un vivir virgen y nuevo, sin el peso de tanta experiencia, sin presentir consecuencias antes de vivir los hechos. Y lo lograría, aunque estuviese invadido en esa tragedia por la conciencia del valor y la trascendencia de las circunstancias bajo las que sucedieron los hechos, y las reacciones que provocaron, y las secuelas que dejaron las acciones desarrolladas en cada instante. Las eliminaría.
Sabía mejor que nadie que esos hechos, y sus desenlaces hilvanados, tal y cómo ocurrían y hubieron ocurrido, serían por siempre únicos para mantener en línea el orden de la cadena de derivaciones y secuelas del acontecer universal. Cada hecho en su lugar y a su tiempo, y en concordancia con los de los demás para mantener el ritmo general de la existencia. Nada era independiente. Romper el hilo de lo acaecido en un punto cualquiera del vivir, por demás imposible de lograr, y por lógica elemental hasta negado a los inventados dioses, porque no estaríamos donde estamos y el Mundo no sería lo que es, sería abrir el camino a todas las posibilidades paradójicas imaginables y con ello indefectiblemente, ya inmersos en ese nuevo caos, a tener que negarlo todo. De lo contrario tendríamos que aprender a vivir en una nueva aberrante confusión. Bastaba con pensarlo para comprender su monstruosidad.
Y así lo entendía, lo mismo en la importancia trascendental de cada paso del andar de una hormiga, que en cualquier movimiento o desvío en la trayectoria del vuelo de un halcón peregrino descendiendo en vertiginosa picada, con cada pluma en su lugar, cual un dardo cayendo del cielo, que en la caída suave y sinuosa de una ligera hoja de un árbol a merced de la brisa, o que en el girar sin fin y rítmico del Universo entero con sus incalculables disposiciones de astros en el espacio y en el tiempo. Un microgramo de agua de más en el desplome de un torrente, así fuese en el lugar más apartado imaginable, cambiaba el orden entero y las magnitudes todas del mundo material. Pero en su vida, manteniendo la cadencia acostumbrada, en el pasado de cada intervalo infinitésimo, su memoria retenía y burlaba lo intemporal y le hacía revivir los instantes en cada detalle, con sus consecuencias inviolables, cual si cumpliese una interminable condena que no conocía del reposo. No le era asequible la placidez y calma del olvido, y sin el olvido no le era soportable el vivir.
(Por muchos años, en sus felices elucubraciones contra la posibilidad de un Dios, negándolo, se deleitó con la idea de que si a ese halcón peregrino que bajaba en dominada vertical de repente se le interrumpía su pasmoso vuelo y quedaba detenido en el vacío, con sus alas y plumas paralizadas, con sus intensos ojos negros, y sus garras, y su filoso pico, y todo él en total reposo, seco de desplazamiento, no por sí mismo sino por otra ley desajustada que se impusiera en el espacio, y en la inercia, y en la gravitación, entonces la totalidad de los movimientos del Universo también cesarían y el tiempo y los dioses y sus ideados poderes y milagros dejarían de existir). Y entonces la humanidad no sería tan absurda. Le gustaba esa imagen. Le complacía tal idea de un Universo sin Dios y sin castigos, mudo y apagado, sin desplazamiento alguno, sin giros, sin poder precipitarse, inviolable, sin posible manifestación de locura humana entre sus astros al quedar impotente de quietud, paralizado hasta el átomo, negándolo todo.
Y para su beneficio ese freno absoluto interrumpiría también la absorción de su incesante e instantánea memoria, la detendría, y la haría inservible, trastornada también. En esa total calma nada podría suceder y por supuesto que entonces nada se podría recordar. El mundo, sin testigos ni cambios, aunque estuviese lleno de materia, carecería de tiempo y pasaría a ser una nada, y no habría existido jamás y no necesitaría de explicación alguna. Ni existiría quién la pudiese dar aunque fuese con las acostumbradas mentiras ilusorias de dioses creando mundos y dirigiendo vidas desde un espacio imposible.
Pero, por desgracia, ni el Universo ni su memoria entraban ni en sueños en la fantasía de ese éxtasis de calma y de cálculos recónditos para burlar lo intemporal y lo vacío. Él quedaba impuesto y prisionero en el revivir de cada experiencia, con todos sus pormenores, cual si se cumpliese también otra ley inquebrantable de permanencia y una interminable condena donde tampoco existiese esa quietud que tan sólo el no recordar cada momento le podría brindar. No, no le era posible el sosiego del olvido. Y sin el olvido no le era posible el vivir. Y entonces, para él, no habría que cambiar la vida sino que tendría que borrarla.
Y siendo aplicado y minucioso como ningún otro, y acostumbrado a hurgar hasta encontrar las particularidades de todo acontecer, y más que nada de su propia vida, con lo soñado y sentido en cada instante, había poblado su pecho y su cabeza de tantos recuerdos concatenados que terminó por sucumbir ante el peso de sí mismo. Sucumbió sin escape. Como colofón, al ser arrastrado sin defensas bajo esa mole de pesadumbre, su voluntad de acción cayó sin freno ni y sin visión por una pendiente oscura e infinitamente desierta donde tan sólo le restaba soñar con la muerte interna. Su cabeza era la cuna de un nuevo caos donde nada se detenía. Pero aun así, tenía plena conciencia de que, aunque todas las historias siempre serían contadas sin tomar en cuenta las entrelineas de los hechos, él, si acaso lo intentase hacer, con su inevitable minuciosidad, con su caudal histórico, siempre las reconocería, entresacándolas, y las recordaría con perfecta ubicación hasta lograr sin esfuerzo alguno el orden de la mayor lógica posible hasta encontrar el orden verdadero.
La Historia no era en sus conceptos sino una supermemoria para contar el devenir de multitudes y de siglos, cojeando de datos, escondiéndolos, sin los impulsos, los deseos, las pasiones y las razones y los esfuerzos que cada protagonista aportó a su lucha. Tanto vencedores como vencidos. Es una reseña sin sueños ni sangre. Pero que él, dentro de ella, siempre supo en que aparte encontrarlos y de dónde y por qué surgieron. Los conocía a la perfección. Tanto los físicos como los emocionales, sobre todo los emocionales. Y esos recuerdos tan minuciosos le resultaban execrables. Y los relativos a su vida, sin comparación alguna, más que todos. Y ya no tenía otra salida que no fuese olvidar, de la única manera que ahora lo entendía.
Y sabía y sentía que su vida estuvo día tras día inevitablemente recostada a su memoria inagotable, regida por ella, transitada en todas direcciones por esa visión de recuerdos sin errores del pasado, con sus pisadas ahondando cada huella en las páginas del desencanto que se amalgamaban en ese manantial de recuerdos. Mirar hacia atrás era ver y revivirlo todo. Y por miles de experiencias había aprendido que la retentiva perspicua era mucho más que un don admirado por extraordinario. Podía ser, como en su caso, una horrible y martirizante penitencia que acumulaba y hacía renacer las pocas venturas y los muchos infortunios de una vida colmada de errores como la suya.
Y ya estaba más que obstinado y aborrecido de su tan elogiada capacidad de evocación. Historias, canciones, cuentos, autores, películas, poemas, fórmulas, óperas, cantantes, música, Museos, ciencias y cientos de asuntos más, podrían estar presentes en su cabeza cuando lo consultaban o él lo deseara, y siempre en el mínimo de tiempo. Tanto era así que ya lo sencillo y fácil de recordar le resultaba abominable en extremo.
En otros tiempos se vanagloriaba de esa capacidad y la vanidad lo envolvía, y se llegaba a creer muy superior a los menos dotados que fácilmente olvidaban y que a la primera oportunidad lo consultaban. Es más, podía recordar con absoluta precisión qué preguntó cada uno de ellos, con cuál expresión en la cara y cuál entonación en la voz, y en qué fecha lo hizo y en qué momento exacto. Con horas, minutos y segundos. O si el día estuvo gris, o si acaso la hora de marras fue brillante a pleno sol. No podían escapar de su óptica mental que los grababa en cuerpo y alma. Pero ya no, ahora le estorbaba esa condición y se reconocía para ese pasado como un estúpido arrogante que siempre ocultó esa otra realidad de la absoluta permanencia en cada punto del camino. Permanencia que lo martillaba día a día por la ominosa persistencia del detalle, hasta convertirse en una tragedia. Entonces su vida se transformó en una suma de mínimas cosas que habría que juntar para poder sentirlas.
Poseer esa memoria era arrastrar y tener siempre presente su completa historia personal, como un film resistente a todas las inclemencias, con sus pocos aciertos y sus muchos dolores. Sí, necesitaba olvidar. En la memoria estaba el asidero de la existencia del pasado, eliminada ésta, eliminado lo vivido, sin posibles escogencias, con lo bueno y lo malo, con lo poco de felicidad y lo mucho de ahogo. Y entonces era mejor empezar de nuevo, partiendo de cero, dando los primeros pasos, recorriendo una ruta desconocida e impoluta.
Y así, desde que concluyó que la memoria no era otra cosa que el espacio absorbente de una magistral computadora, le llegó la idea de armar un gavetero exclusivo dentro de ese mismo ordenador que poseía, para volcar en él cuanto conocía y había vivido, y utilizarlo como vertedero auxiliar de sus recuerdos, hasta lograr poco a poco la pérdida y muerte del pasado. Cuando el gavetero estuviese hasta el tope, con todos sus datos en archivos comprimidos e independientes, apretaría el botón de "borrado" y lo mandaría todo al cesto de la basura. No sabía hasta dónde podría llegar en ese intento y cuál sería su factibilidad, pero sin lugar a dudas que encerraba una idea limpia y refrescante. Era como desahogar una habitación que estaba llena de trastos viejos e inútiles, muchos de ellos acerbos y espinosos, amontonados sin ton ni son, pero siempre latentes con la nefasta posibilidad de poder ser entresacados por la propia mano o de emerger de su profundidad como consecuencia de distintas relaciones emocionales o intelectuales que arribasen desde el pasado al acaso y los volcasen hacia el vivir como una molestia más.
Y sucedía, la mayoría de las veces los recuerdos aparecían autónomos, precedidos por chispazos atropellados de la mente. Chispazos que llegaban a ser reiterativos hiriendo sin piedad a la emoción. Y que con toda la caravana de reminiscencias arrastrada tras ellos interrumpían los nuevos derroteros y consumían demasiada energía en esos alumbramientos. Lo detenían todo. Y de esto, no quería más. Tan sólo deseaba estar tranquilo y olvidar las imágenes y los hechos que quedaron adheridos a la telaraña confusa y desordenada de sus pensamientos y emociones. Y así, en pleno poder y conciencia deshacerse de tantas moles y minucias por voluntad para quitarse el peso del pasado.
En realidad la idea le nació después de leer el ensayo sobre Marcel Proust de Walter Benjamín, y de conocer sobre el tan cuidado maletín que éste último perdió en la agotadora frontera franco española durante la Segunda Gran Guerra, poco antes de su suicidio. La sobredosis de morfina, después de estar escondido en las trincheras de la desesperación y al huir de la persecución nazi, lo borró para siempre. Posiblemente en aquel maletín estaban registradas miles de anotaciones de recuerdos y sueños completando su trágica historia, desmenuzados, igual que Proust y su mente. Y que al perder Benjamín esos resúmenes creyó perder lo poco que constaba y tenía valor de su vida entera.
Leer a Proust, siguiéndole los pasos con el preciso Benjamín, y acompañarlo por sus senderos minuciosos, podría llegar a ser más agobiante que el peso de esa casi infinita memoria de ambos, plena de sitios, y de experiencias, y de acontecimientos y de personajes moviéndose dentro de la barahúnda perfumada y elegante de las costumbres parisinas de la época. Y pensó que muy posiblemente Proust, "y por qué no también Benjamín", se hubiesen extenuado y enfermado por la presencia sin tregua de esa encerrada y atormentada historia de sus vidas taladrando y carcomiéndoles la memoria. Termitas incansables consumiendo y reviviendo imágenes. Recuerdos y café, y más café, y más recuerdos, y el no dormir, ni descansar, y morfina, y más morfina, y más recuerdos, y más aún, y más, y más de todo, hasta el no existir.
Ambos habían sido ejecutores y perseguidos de sus propias vidas mil veces existidas. Para Proust fue el encierro en el departamento parisino y la infaltable cena en el restaurante Lucas Carton de La Madeleine, muy elegante, y muy solitario. Sin escapatoria. Y él no quería caer en el hueco de esa presencia amarga y enfermiza de la repetición de lo vivido hasta el final. Él borraría la historia personal dondequiera que estuviese, de cuajo, de un tirón. Y no dejaría nada, ni tan siquiera el menor rastro de que alguien estuvo allí. Quedaría como un otoño desnudo y abandonado y frío, sin árboles ni brisas, sin hojas regadas por el suelo. Como un vacío. Y estaba convencido de no precisar de la morfina. Bastaba con olvidar.
Esta última idea no la engavetaría, porque quería tenerla a mano como acicate y prevención de su futuro bienestar cuando quedase liberado. Y así mantenerse en el camino que se había trazado, sin recibir el daño proustiano y benjaminiano que las remembranzas podían causar. Tenía que rozarlas y entresacarlas con delicadeza, pero sin dejar raíces, para que no emergiesen de nuevo en él. Lo que más anhelaba era lanzar su propia vida hacia el pozo del olvido y así avanzar por una ruta no conocida, inmaculada, siendo cada vez más impalpable, invisible, con la mente fresca y sin mayores distracciones, pero andando libre por donde el recuerdo no fuese ni remotamente tan importante como antes lo había sido. Su más trascendental aspiración era vivir el acontecer de cada segundo como una aventura absolutamente nueva, tras un aldabonazo, sin las experiencias que atan y dirigen la vida hacia el mundo de la aprensión y las preocupaciones por el futuro.
Más tarde, cuando hubiese eliminado todo, tendría definitivamente que colocar aparte esa nueva premisa, y leerla en su momento, para poder arrancar de cero, aunque ésta fuese la última de sus evocaciones. Al final, fiel al método que se había impuesto, descartaría esa idea también y la arrojaría al basurero de su nuevo ordenador. Borrar, borrar y más borrar. Dejando todas las páginas en blanco. O mejor aún, sin página alguna.
Y una vez que empezase el proceso de eliminación no se interrumpiría ni un instante. Se mantendría ejecutando y transportando los recuerdos por temas, uno a uno, vaciando y vaciando por todos los canales y programas imaginables, hasta llenar el cesto y las diferentes gavetas que habrían de quedar flotando al acaso en la niebla vaga del olvido, agotando el pasado devenir con todas las combinaciones y todos los binarios generadores de imágenes, pensamientos y recuerdos que estuviesen acumulados.
Y lo hizo. Poco a poco fue llenando los compartimientos de la memoria del improvisado computador, sin identificación ni clasificaciones, sin precisar relaciones, amontonando, sin señal alguna de posible reconocimiento. Cada gaveta contenía asuntos dispares y quedaba comprimida y mezclada en la madeja más recóndita, casi en la nada, que no en la memoria, sellada, sin ubicación precisa y con contraseñas endemoniadamente complicadas de números y letras y símbolos hasta de otros idiomas, escogidos al azar, tecleados a ciegas, para que ni él ni nadie pudiese reclamarlas y utilizarlas en un futuro. Nada de esto quedó anotado ni registrado en parte alguna y jamás podría ser recuperado ni recordado. Hasta lo hizo apagando la conciencia, para que no existiese la posibilidad de que ni él pudiese recordarlo.
Esto último resultó ser el primer alivio. El ordenador, matemáticamente instruido, y sin posibilidad alguna de equivocación, no respondería a ninguna contraseña errónea, ni tan siquiera a la más aproximada imaginable. Quedaría absolutamente congelado y maniatado. El laberinto de contraseñas dejaba todas las gavetas convertidas en mínimas partículas, conteniendo billones de datos comprimidos, flotando en el gigantesco vacío del disco duro del Universo, imperceptibles, a millones de años-luz unas de otras y en la oscuridad total. La dispersión sería irreversible.
Cada instante vivido, pasando a ser un pedacito de pasado después de transitar el extremo de tiempo de ese mismo instante de principio a fin, fugaz e invisible, quedó inmerso en el interior del olvido, almacenado, hundido en alguna de las gavetas y ya jamás podría ser recuperado y traído a la luz para ser recordado. En este proceso de eliminación, que ejecutaba sin detenerse, la historia personal transitaba la caída de la absoluta disminución, desvaneciéndose, escapándose como la arena de un rápido reloj de arena de un solo bulbo que en perfecta verticalidad desembocase en la nada. Y en cada remembranza transportada al presente y después engavetada quedaba el peso de algún mendrugo del pasado, con sus cargas intelectuales y emocionales, cerebro y corazón, hechas trizas y aniquiladas para siempre. Era una descarga total de máximo alivio.
Movido por su voluntad sacó a la luz los recuerdos de cada uno de los momentos de días y años y los arrojó al vacío que se había inventado y que con un decidido toque en la tecla precisa del borrado, en sólo una acción que tampoco recordaría, los hizo desaparecer. Cuando terminó de borrar, cuando su mente quedó vacía, la vida dejó de tener sentido alguno. Por supuesto que no pudo aplicar ni descartar la idea de las premisas que pensaba usar en el momento de evitar los juicios a que empujaban las experiencias y las interpretaciones. Ya no estaban en él. Tan sólo el mundo de las impresiones que en el futuro le llegarían, podrían quizás algún día arrancar y hacer funcionar nuevamente el sistema operativo del impecable ordenador que limpió de tiempo y de recuerdos.
Y llegarían esas impresiones inevitables, todas vírgenes, como las quería, hurgando y tocando, entreverando, acercándose, penetrando de a poco, sumiéndose, hasta contactar y fijarse en los mínimos puntos y resquicios liberados de las presiones de su mente y su emoción. Y a partir de ahí, quizá empezar una nueva acumulación de experiencias y de datos. Que sería en definitiva emprender una vida más limpia y distinta emergiendo incólume de las aguas del olvido.
Autor:
Luis B Martínez