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Amado Nervo. Revista Esfinge

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    Cuentan que su vida y su obra fueron un incesante querer alcanzar lo infinito, lo eterno; un soñar perpetuo en lo sobrehumano; una inquietud incansable ante lo misterioso, y una enorme aspiración a la Belleza…

    Amado Nervo nació el 27 de agosto de 1870 en Tepic, pueblo cercano a la costa del Pacífico de Méjico. Hijo de Doña Juana de Ordaz y Núñez, descendiente de conquistadores, y de Don Amado Ruiz de Nervo, era el primogénito de 7 hermanos. De su padre heredó nombre y apellido. Muchos creyeron que se trataba de un seudónimo o una travesura del artista.

    Muy joven aún, Nervo comprendió que Dios me ha hecho poeta, y ésta es mi misión sobre la tierra.

    A los 13 años falleció su padre. Dª Juana decidió internarlo en el colegio de Jacona, pueblo cercano, donde recibiría una formación religiosa que dejaría marcada huella en él.

    Estudió Ciencias y Filosofía (y un año de Leyes). Polifacético, buen estudiante, laborioso y de espíritu investigador, era un joven inquieto, pleno de vitalidad, enamorado de la vida, del amor y de la Literatura.

    Admiraba la solemne tristeza de la naturaleza en otoño. Pertenecen a esta época sus Poemas de Juventud, dedicados al amor, a la Naturaleza y a la búsqueda de Dios.

    Inducido por esa vena religiosa, inició la carrera de Teología en el Instituto de Zamora, pero viendo limitado su eclecticismo allí, decidió buscar el conocimiento por otros caminos más amplios.

    Trabaja en un bufete de abogados y realiza colaboraciones en el campo literario en el "Correo de la Tarde" del pueblo marinero de Mazatlá; varios cuentos cortos suyos evidencian un gran conocimiento de la psicología humana y un fino sentido del humor, además de una amplia mies de versos y prosas firmadas con el seudónimo Romás Pedro.

    Movido por su inquietud artística y su espíritu de aventura, el lugar se le hizo pequeño y decidió, a los 24 años, trasladarse a la capital. Fueron momentos duros; agotada la herencia familiar, asumió la responsabilidad trabajando de estanquillero, de tablejero del rastro, mas pronto, gracias a su don de gentes y su profunda amabilidad, se hizo un hueco en el movimiento naciente del Modernismo literario, entre nombres como Asunción Silva, Julián Casal o Juan Tablada. Y logró conocer a su querido maestro Gutiérrez Nájera, poeta romántico depurado al que dedicó su poema In Memoriam en el primer aniversario de su muerte.

    No utilizaba su nombre en sus artículos, sino los de Tricio, Rip-Rip, Triplex, personajes que tienen su propia historia narrada en el testamento que les escribió a su muerte. Publicó su primera novela, El Bachiller, posiblemente biográfica y motivo de escándalo por su trágico final, y sus conocidos libros de poemas Perlas Negras y Místicas.

    LA PERSONA DE AMADO NERVO

    Cuando llegó a Ciudad de Méjico era un muchacho desgarbado, flaco como un sarmiento, de paso cansado y voz lenta y grave de predicador. Con aire bohemio a pesar de su indumentaria muy particular, su persona sellaba el ambiente con una franca distinción. Llevaba un bigote más campesino que ciudadano, una abundante y lisa cabellera, y perfilaba su rostro afilado una barba prematura, resaltando su nariz de aguilucho y sus pómulos salientes de color cetrino. Sus ojos eran únicos: grandes, profundísimos y abiertos de continuo como clavados en algo invisible. En su mirada ardían en enigmática mezcla el genio, la fina malicia, la cordialidad, la ternura.

    En las tertulias, sus silencios, sus actitudes distraídas, y de pronto, como contraste, el manantial inagotable de su verbo y la cálida recitación de sus versos.

    Optimista por naturaleza, rebosante de humanidad, su palabra era consuelo y esperanza, y su fino sentido del humor endulzaba y provocaba sonrisas en los corazones más tristes.

    De ahí su férreo tesón por devolver el humor a la literatura, borrar el fatalismo y la apatía de moda y retornar a la palabra mejicana la inocencia y la sana alegría.

    No se salvó Nervo de las críticas; hubo quien dijo que no era un gran prosista porque evadía las fórmulas que le hubieran podido llevar a la opulencia verbal. Sí es verdad que su prosa está dividida en una vastísima cantidad de escritos breves, y en apariencia es fragmentaria y efímera, pero tras ella se vislumbra todo en un tramado arquitectónico. Su obra alcanza dimensiones de solidez imprevistas, donde la palabra del prosista, del poeta, del crítico, del ensayista y del novelista eran el espejo de la evolución del filósofo y del místico.

    Jamás pretendió ser un erudito, más bien repudiaba la tendencia de la época a escribir pesados manuales.

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