En el Suplemento al viaje de Bougainville, Diderot muestra que el pudor y todas las prácticas relativas al secreto de los amores son institucionales y no naturales y que existió un estado anterior hecho de libertad: "El hombre no quiere que se le turbe ni distraiga en sus goces. A los del amor les sigue una debilidad que le dejaría a merced de su enemigo. Esto es lo único natural que podría haber en el pudor; lo demás se ha instituido"[1].
En los orígenes de la humanidad y desde el punto de vista fisiológico, toda forma de satisfacción del cuerpo como organismo coloca al hombre en peligro; en el acto material de comer la situación de riesgo deviene tanto de la detentación del alimento, cuanto de la imposibilidad de atender otro tipo de actividad en forma conjunta. Otro tanto sucede con el descanso; el sueño anula al sujeto como ser actuante. En estas razones de orden natural encontramos la raíz de lo privado, es decir el lugar donde el cuerpo se expresa como organismo. Entonces a partir de pautas tendientes a la satisfacción de las necesidades orgánicas en un sitio seguro, el hombre se va adueñando del espacio natural para construir "su lugar"; lugar en el cual ha decidido desarrollar "su intimidad".
Durante el proceso de organización tribal se entablan redes de relaciones y obligaciones que sitúan al hombre en una relación pública respecto a su semejante, sin que nos sea posible efectuar muchas más precisiones al respecto.
En el período de constitución del Estado y de profunda mutación de la sociedad civil, en el que el poder político aspira a conseguir el monopolio de la violencia y a controlar a las personas, sus cuerpos y también la producción de bienes y de signos culturales, aparece un nuevo espacio público y al mismo tiempo un espacio privado en el que, lejos de la vista y del control de la comunidad y del poder, se definen nuevas prácticas[2].
A partir de entonces tanto la Iglesia como el poder político, han ejercitado diversos mecanismos destinados a invadir el espacio privado, escudriñando la intimidad del hogar como así también el comportamiento y los pensamientos. La Iglesia por medio de la confesión llegó a los secretos más profundos y la delación de determinadas prácticas, arrastró a los "herejes" a las hogueras inquisitoriales.
A su vez el Estado por medio de las "lettres de cachet" (denuncias escritas y lacradas que convocaban la intervención de los organismos del Estado) se anoticiaba de las expresiones y comportamientos privados que desconocieran la autoridad del rey y de sus leyes.
La arquitectura de los castillos medioevales son íconos de contienda entre lo público y lo privado. Sus pasadizos secretos que comunicaban ciertas recámaras, describen un modo de vida lleno de intrigas, en el cual era necesario conocer "lo secreto" para poder influir en las decisiones palaciegas. El mecanismo saber-poder funciona como una especie de hilo de Ariadna en el drama Shakespieriano.
Las primeras expresiones escritas de la vida privada fueron las memorias, diarios íntimos y libres de raison (o asientos contables) y tuvieron origen a partir del siglo XVI, aproximadamente:
 Las memorias, según la acepción que tienen en el siglo XVII, son el producto de la escritura individual de personajes públicos sobre el eco de sus actos y el brillo de su propia gloria, o sobre hombre o hechos de los que ellos fueron testigos preeminentes; su fin es que se lean[3].
Si se exceptúan algunos casos marginales, estas memorias representan un género codificado de manera implícita y sus autores, todos los cuales tuvieron parte en la historia pública, conocida y reconocida, asumen y justifican su papel de testigos o de actores. Por consiguiente, es éste ante todo un género aristocrático, pero lo que nos interesa aquí es que trata de reducir la persona a sus actos públicos. En cierto sentido, las memorias terminan en donde comienza lo privado y lo íntimo; excluyen de su escritura todo lo que no se refiera a la vida pública o, mejor dicho, nos sugieren que lo privado y lo íntimo no existen o que carecen de interés y que les está prohibido expresarse[4].
El diario íntimo, aún cuando no persigue engrandecer a su autor o abogar por él, manifiesta la conciencia que su autor tiene de expresar lo que queda fuera de los principales papeles, el ejercicio de un punto de vista que, por ser común y por ser ajeno a los acontecimientos, resulta inigualable y la voluntad de salvar del olvido lo que ha visto, escuchado u oído decir. Es evidente la importancia de una escritura que elige el retiro y el aislamiento para ofrecer un testimonio individual acerca de lo colectivo. Es ésta también una posición contradictoria, pero menos de lo que podría pensarse si se admite que el diario no está destinado a la publicación. Lo esencial para nosotros es que el sujeto que escribe se presente, en la propia práctica de la escritura, como fundamento de la verdad de lo que enuncia. De modo paradójico, la garantía de la veracidad de lo que refiere el diario procede de lo no público, de lo privado y de lo íntimo. La verdad no tiene porqué probarse ni demostrarse; no se relaciona con los actos públicos del sujeto ni tampoco pertenece al grupo ni a los testimonios mayoritarios, pertenece por entero a esa visión individual, marginal, casi secreta, de las cosas y del mundo. Y el autor del diario es consciente de este privilegio cuando comienza a redactarlo[5].
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