El pasado 29 de julio se celebró en la isla de Vieques el plebiscito para determinar si la población desea que las instalaciones y ejercicios de la Marina estadunidense prosigan allí, o si deben irse inmediata y definitivamente. El 69 por ciento de los electores votó por el cese de los bombardeos norteamericanos y el retiro de la Armada. Ese categórico resultado desató el júbilo de la enorme mayoría de los puertorriqueños, tanto en su isla grande como en los barrios de Nueva York.
Este plebiscito fue convocado por el gobierno de Puerto Rico y, aunque permitió conocer el auténtico querer de los viequenses, carecía de poder vinculante, es decir, de capacidad para obligar a las autoridades federales y a la Marina a acatar la voluntad popular democráticamente expresada. Convocándolo ahora, el gobierno local se adelantó al proyecto federal de realizar allí un referéndum sobre esa materia, el cual estaba previsto para noviembre, aunque sus resultados no se ejecutarían sino en el año 2003.
En Washington, el día siguiente la Casa Blanca reiteró que la Marina continuará en Vieques por lo menos hasta ese año. Por su parte, el Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes recomendó cancelar el referéndum programado por el Ejecutivo, y que la Armada permanezca en Vieques hasta que ella encuentre y habilite otro sitio igualmente satisfactorio donde proseguir sus ejercicios de bombardeos y desembarcos.
Por si quedaran dudas, el 2 de agosto –apenas cuatro días después del plebiscito– los cañones de la Marina de Guerra de Estados Unidos volvieron a tronar en Vieques –la isla nena–, al iniciarse lo que calificó como las maniobras "más complejas y peligrosas de los últimos años". Tales acciones anteriormente se habían visto interrumpidas, por primera y única vez, cuando Rubén Berríos y un grupo de independentistas puertorriqueños iniciaron el movimiento de desobediencia civil, penetrando en los polígonos de tiro el 8 de mayo de 1999, donde acamparon para oponerse –como escudo humano– a que los bombardeos continuaran. En esa oportunidad la artillería naval se vio obligada a callar durante todo un año.
Hoy, Berríos y sus compañeros guardan presión, luego de que al cabo fueron apresados por un desembarco conjunto de infantes de marina y alguaciles federales. Pero, al propio tiempo, centenares de puertorriqueños de todas las características políticas, sociales y culturales han seguido incursionando en la zona prohibida, a la vez que decenas de miles manifiestan apoyándolos en Puerto Rico y en Estados Unidos. Mientras los buques y aviones de la Armada norteamericana han vuelto a seguir disparando, la iniciativa de Berríos ha modificado profundamente la conciencia y la cultura puertorriqueñas.
Vieques está situada a 6 millas al este de Puerto Rico o Borinquen, la llamada isla grande del archipiélago boricua. Mide 18 millas de largo y 3 millas y media de ancho, lo que le proporciona una superficie suavemente ondulada de 33 mil acres cuadrados. Posee muchas millas de tierras cultivables, buena pesca y bellísimas playas, que podrían darle una fructífera economía. De hecho, antes del arribo de la Armada la isla nena era productora de azúcar de caña, miel, cocos y derivados. Allí vivían unos 14 mil puertorriqueños, que en la presente situación se han visto reducidos a poco más de 9 mil.
En 1941, sin considerar la opinión local, la Marina de Guerra norteamericana procedió a ocupar 26 mil acres –cerca de tres cuartas partes de la superficie viequense–, destinando 8 mil para almacenes de municiones al oeste de la isla y, al este, 15 mil para polígonos de tiro y ejercicios militares con municiones vivas. La población local quedó confinada a un corredor de 3 millas de ancho, que atraviesa transversalmente la isla. Muchos viequenses de la vieja generación aún recuerdan cómo los buldozers de la Armada tumbaron sus casas y arrasaron sus tierras, para luego tender las alambradas y crear las zonas prohibidas. Desde entonces, los bombardeos se repiten durante 200 días de cada año, acumulando una secuela de variadas miserias.
Ser tan próximo vecino de una Marina multimillonaria no favorece la prosperidad. Puerto Rico tiene 77 municipios y Vieques es uno de los más pobres de todo el archipiélago boricua. Más del 73 por ciento de los viequenses son pobres o muy pobres, y más del 26 por ciento padecen desempleo, cuando en la isla grande éste se reduce a un 5 por ciento. En la isla nena, el ingreso medio es un 40 por ciento inferior que en Puerto Rico y el costo de la vida es un 20 por ciento mayor, puesto que las zonas de ocupación militar obstruyen las rutas de comunicación comercial con la isla grande. Por ejemplo, en Puerto Rico un litro de gasolina cuesta 28 centavos de dólar, pero en Vieques se pagan 41, lo que afecta sobre todo a los pescadores.
Esto explica el despoblamiento y la desescolarización de la isla nena. Al concluir la enseñanza secundaria, las familias que pueden hacerlo envían a los muchachos a estudiar a Puerto Rico y éstos ya no regresan, porque en Vieques durante 40 años la Armada ha venido inmolando la tierra, la gente y sus esperanzas.
La ocupación militar extranjera riñe abiertamente con el desarrollo humano. Los indicadores de escolaridad son mucho mejores en la isla grande que en Vieques: en Puerto Rico casi el 50 por ciento de la población ha cursado la enseñanza media; en la isla nena, el 35 por ciento. En la isla grande más del 14 por ciento tiene título universitario; en Vieques, menos del 7 por ciento.
Otro tanto ocurre en la nutrición y la salud: más de 4 mil viequenses –cerca de la mitad de la gente– requieren asistencia nutricional. En su isla hay 3 veces más incidencia de cáncer que en Puerto Rico; por ejemplo, en San Juan la mortalidad por cáncer es de 163.7, y en Vieques es de 200.7. En la isla grande la mortalidad infantil es de un 13.4 por ciento; en Vieques, de un 24.4 por ciento. No hay por qué sorprenderse: el 45 por ciento de los viequenses está contaminado con mercurio y el 13 por ciento lo está de plomo, que la purificación del agua y la limpieza de la cocina no pueden evitar. El cañoneo naval genera un ruido sordo, intenso pero de baja frecuencia, que hace vibrar las ventanas de las escuelas y cuya persistencia provoca el ensanchamiento de las válvulas del corazón. Al cabo, en la isla nena hay más padecimientos cancerológicos, respiratorios, gástricos, cardiacos y cutáneos y, obviamente, también mayor frecuencia de padecimientos psicológicos y alcoholismo.
Esto implica gravísimos niveles de contaminación, sin que en Vieques existan industrias o prácticas agrícolas que la causen. Se trata específicamente de contaminación militar: tras 60 años de bombardeos navales y aéreos, el examen del suelo revela la presencia de metales pesados, ajenos a su composición natural –entre ellos la de uranio reducido–. Aparte de sus efectos atmosféricos y superficiales, la intensidad de los ejercicios militares genera obstrucción de los cuerpos de agua, tanto superficiales como subterráneos, y las lagunas están atrofiadas y secas. Se reportan en riesgo de extinción las tinglares –variedad de tortugas gigantes que desova en Vieques–, así como el pelícano pardo, que anida en áreas cercanas a los polígonos. Y, como hemos visto, también está en peligro la especie humana.
La Comisión Especial sobre Vieques, creada por el gobernador anexionista Pedro Roselló enseguida de que Rubén Berríos y sus compañeros entraron a acampar en el área de tiro de la isla nena, no pudo menos que reconocer la gravedad de la situación ambiental y sus consecuencias. Éstas ponen al gobierno de Puerto Rico en contradicción con la Armada estadunidense, al extremo de que en las conclusiones del informe de dicha Comisión "se responsabiliza a la Marina de la limpieza y descontaminación de todos los terrenos superficiales y sumergidos, cuerpos de agua y acuíferos" de las zonas afectadas, que abarcan la mayor parte de la isla.
El dictamen de la Comisión no fue suficientemente radical. Para poner a salvo la tierra, la vida y la gente es indispensable que la Armada se retire definitivamente de la isla y que todo su territorio vuelva a manos boricuas. Sin embargo, ello no basta. Antes y después de salir de allí, la Marina –o en su defecto el gobierno de Estados Unidos– debe garantizar la limpieza total y completa del suelo, retirando las secuelas de una variada cantidad de contaminantes de origen militar, conforme al principio de que "quien contamina debe limpiar", consagrado por el derecho internacional. Especialmente, la eliminación de todos los proyectiles sin detonar allí sembrados a lo largo de tantas décadas de bombardeos navales y aéreos, dado que dichos proyectiles constituyen una duradera y mortífera amenaza para quienes aspiren a repoblar el área y aprovechar productivamente sus atrayentes recursos.
La ejecución de un programa de esta naturaleza puede tomar varios años y tendrá costos significativos, que no tienen por qué gravar al erario puertorriqueño. La experiencia de los polígonos de tiro que en su tiempo el Ejército norteamericano creó en sitios próximos al Canal de Panamá es aleccionadora. Luego de que las fuerzas extranjeras dejaron el país, esas tierras están llamadas a tener usos de alto valor potencial, pero continúan siendo intransitables por la profusa existencia de proyectiles sin detonar, a diversas profundidades, debido a que quienes allí los lanzaron solo llevaron a cabo una limpieza superficial del terreno.
Todo esto es historia antigua; en Vieques ha habido protestas y resistencia desde 1942. La vieja generación recuerda, además de la expropiación de sus tierras y la destrucción de sus casas y de su modo de vida, los conflictos derivados de que los militares irrespetaban a las mujeres de la isla. Los últimos 40 años habían registrado, sobre todo, las luchas de los pescadores, cuyos artefactos de trabajo son una y otra vez dañados o destruidos por las naves de la Marina.
Pero aquellas fueron batallas solitarias, que el mundo escasamente conoció. El detonador de la presente etapa fue la muerte del vigilante civil David Sanes Rodríguez, victimado por una bomba de 500 libras que el 19 de abril de 1999 erró el blanco y dejó heridas a cuatro personas más. Tres semanas después, Berríos y sus compañeros independentistas entraron en el área prohibida, donde en muy precarias condiciones acamparon por un año, bajo el sol y las tempestades tropicales. El ejemplo cundió como el fuego en cañaveral: poco después múltiples otros grupos hicieron lo mismo, desplegándose un movimiento de desobediencia civil que el mundo y la prensa norteamericana han podido conocer, suscitando confusión e inquietud en Washington.
Veintiocho años antes Berríos había hecho otro tanto en Culebra, otra de las islas borinqueñas, donde a la postre Estados Unidos debió poner término a sus ejercicios militares. Sin embargo, la de Culebra fue una experiencia solitaria, que no alcanzó a detonar el amplísimo movimiento social ahora desatado a partir de su permanencia y de su arresto en Vieques. Esta vez no sólo logró silenciar los cañones, sino ocasionar un amplio y creciente impacto en la conciencia puertorriqueña y latinoamericana.
Las condiciones habían madurado. En cuestión de semanas, a este movimiento se sumaron sindicalistas y estudiantes, académicos y religiosos, personalidades artísticas y deportivas, hasta abarcar a toda la sociedad borinqueña en una fraternal oleada de solidaridad y un profundo examen de conciencia, que ya incluye también a numerosas personalidades norteamericanas. A 60 años de iniciados los bombardeos, monseñor Roberto González, arzobispo de San Juan, declaró que éstos constituyen una práctica inmoral y, el 21 de febrero del año 2000, la capital de Borinquen fue inundada por una impresionante marcha silenciosa de más de 100 mil puertorriqueños que portaban banderas blancas.
Porque Vieques es el más dramático ejemplo de lo que para los puertorriqueños significa vivir en un país –en su país– donde no ellos mismos no pueden decidir. Por ejemplo, el Congreso de su país aprobó una ley limitando los bombardeos, luego de que estudios científicos probaron que el cañoneo marítimo afecta el sistema cardiovascular de los viequenses. La Marina norteamericana desacató la ley y el gobierno de Puerto Rico acudió a los tribunales de Estados Unidos a exigir un interdicto contra la continuación de dichos ejercicios militares en su territorio. El tribunal se negó a conceder lo solicitado y esa reclamación judicial quedó en nada.
Los boricuas han agotado el método legislativo, el judicial, el electoral, pero las autoridades estadunidenses –autoproclamadas adalides de la democracia en las demás latitudes del planeta– escogieron desconocer la voluntad puertorriqueña. Ello dice a las claras lo que es vivir en una colonia.
Sin embargo, otra página de la historia ha comenzado. En corto plazo, lo que se inició como el gesto heroico y lúcido de unos pocos para reclamar el cese de los bombardeos, se ha transformado en un gran movimiento social pluralista, incluyente y duradero que ahora cuestiona el estatus. Esto es, la condición misma de los puertorriqueños: si en tu propia tierra no puedes detener una práctica bárbara, contraria al querer de la inmensa mayoría popular, porque te la impone la arbitrariedad de un poder extranjero, entonces lo que discutes ya no es una demanda puntual, sino la situación colonial de la sociedad.
Ni siquiera los políticos tradicionales, que por más de una generación fueron persistentemente domesticados para servir al régimen colonial, ahora pueden negarse a las evidencias. Para sobrevivir políticamente no les queda sino adquirir o simular reflejos patrióticos, para evitar que el renovado cuerpo social ahora los repudie.
No quiere esto decir que la mayor parte de la sociedad puertorriqueña ya se encuentra presta para reclamar constituirse en república independiente. Son muchos los privilegios y las cuantiosas dádivas a las que hay que renunciar al dejar de ser ciudadanos estadunidenses, como también son numerosos los malos ejemplos latinoamericanos que esa sociedad quisiera evitarse. Por ahora, sólo los borinqueños moralmente más fuertes están listos para asumir ese destino; sin embargo, es mucho lo que ellos ya han alcanzado: que la pregunta esté en el aire y que, más allá de la persistencia de los bombardeos, lo que ahora se cuestiona es el estatus por cuya arbitrariedad éstos prosiguen, pese a que la inmensa mayoría del pueblo reclama terminarlos de una vez por todas.
Luego de este acontecimiento, el pueblo boricua ya no es el mismo. Sin embargo, también los demás latinoamericanos deberemos cambiar, reiniciando una solidaridad que por largo rato se nos adormeció, pero que ahora ya ve brillar la luz al final del largo túnel de esta libertad pendiente. En el ínterin, cada vez que un cañonazo retumba en la isla nena, una conciencia puertorriqueña despierta y otro corazón latinoamericano vuelve a latir.
Nils Castro
Panamá